Víctor Morales Lezcano
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En una breve síntesis de lo que he
venido denominando La segunda cuestión de Oriente (Ed.
Cátedra, 2016) recuperé la secuencia de la conflictividad latente ─y expresa─
de una región del mundo (Middle East) que, a partir de la Primera Guerra
Mundial, no ha dejado de estar en el centro de atención prioritaria de las
relaciones internacionales y de los analistas que en estas han volcado su
atención. Ya fuese porque los languidecientes imperios de Gran Bretaña y
Francia ensayaron la prueba del “retencionismo” metropolitano a ultranza en la
India y en Argelia respectivamente, o ya fuese porque el surgimiento del
nacionalismo árabe y la fundación del Estado de Israel vinieron a solaparse
antagónicamente a partir de la segunda mitad del siglo XX, la nueva cuestión de
Oriente vino a imponerse como un capítulo oneroso de las relaciones
internacionales. Oneroso, incluso, para Estados Unidos desde que estalló la
guerra del golfo (pérsico) contra Iraq y para los países que circunvalan la hoy
maltrecha Mesopotamia y para el tráfico internacional del petróleo, cuyas
reservas, todavía, siguen siendo altas… Arab
Oil and Gas Directory dixit.
En lo concerniente a la actual
elevación de temperatura que viene adquiriendo la conflictividad en la región
de marras, procede no olvidar que, desde 1979, la consolidación de un régimen revolucionario
en la República Islámica de Irán partió de un hostil distanciamiento entre la
administración de Washington DC y Teherán que ha registrado altibajos en
diferentes coyunturas, aunque ninguna haya sido tan inquietante como la que
está en curso de desarrollo desde que la presidencia de los Estados Unidos tomó
la decisión de romper unilateralmente con los términos del acuerdo que Rusia, China,
Francia, Alemania, Gran Bretaña y, asimismo, Estados Unidos fijaron en 2015 con
Irán, en torno a su “comedimiento” en la generación limitada de dispositivos
nucleares de utilización no bélica por
parte del Gobierno iraní. Asistimos,
sin embargo, desde hace cuatro meses, a un pulso complejo entre el “cuarteto”
americano-israelí y árabe (tanto saudí como de los emiratos) y el frente
musulmán de inspiración chií, que capitanea la república de Irán y respaldan
formaciones combatientes de Hezbolá (o partido de Dios) y de Hamás (partido del
celo vigilante), ambas enraizadas con firmeza en Siria, Líbano y entre no pocos
ciudadanos de la Palestina “interior” y del Iraq profundo.
Sea debido a la obsesión bélica de John
R. Bolton, asesor de seguridad de Donald
Trump, o sea explicable por la fijación anti-iraní del presidente de Israel,
Benjamin Netanyahu, el caso es que el conflicto energético, diplomático y
político del que se viene tratando aquí está marcando el pulso entre todas las
potencias implicadas en un clima internacional de creciente tensión, toda vez
que, además, Rusia (con sus aspiraciones intervencionistas en esta segunda
cuestión de Oriente) y China misma (receptora de considerables importaciones de
petróleo procedentes de Irán) se encuentran también afectadas y envueltas por
el “tornado” internacional del momento.
El hecho de que el Pentágono haya
desplegado recientemente un portaviones provisto de bombas B-52, una batería de
misiles Patriot y otros dispositivos bélicos en las aguas del golfo (pérsico)
no debe considerarse, por lo pronto, sino como un lenguaje de carácter
intimidatorio con respecto al régimen iraní; lenguaje, a propósito, al que
recurre cansinamente Donald Trump contra sus adversarios, dentro y fuera de
América, como si se tratara de una espada de Damocles con la que obtener el
éxito de sus “campañas”.
La inquietud y un tanto de alarma, por parte del presidente Hasan Rohani y de la
administración iraní en su conjunto, no se ha traducido sino en dar dúctiles,
aunque no serviles, pasos de seguimiento diplomático de la crisis, que mantiene
en sus manos el Ministerio de Asuntos Exteriores en Teherán, a través de Mohammad
Yavad Zarif.
No en vano se ha pronunciado Amos Yadlin,
director del Instituto de Estudios sobre Seguridad y excabeza del Servicio de Inteligencia israelí, con una precisión
ready-made apropiada para la hora que
está atravesando el conflicto: Nadie
piensa en un cambio de régimen (en Irán), vía militar, pero debilitar el régimen, la economía, de Irán, y
contribuir a que el pueblo iraní cambie de régimen sí es la finalidad que se
persigue ─implicando, sin duda, al “cuarteto” americano-israelí y árabe
(tanto saudí como por parte de los emiratos). La contención de la presidencia y
de varias fuerzas vivas (como la
guardia revolucionaria de los pasdarán) en Irán no le ha impedido proclamar a Rohani
que, desde estos momentos, su país no reduce los compromisos contraídos en 2015
con las potencias signatarias del Plan Integral de Acción Conjunta (PAIC; en
inglés, JCPOA), si dichas potencias mantienen los términos del acuerdo. Según
ha afirmado Hasan Rohani, Irán no abandonará la mesa de negociaciones, a pesar
de la intimidatoria defección americana de los términos convenidos en el PAIC y
estará, entonces, dispuesto a dialogar, siempre que todos los signatarios del Plan
Integral se mantengan fieles a su observancia.
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Nos encontramos, por tanto, ante otra
crisis internacional muy a la vista, en plena era nuclear. Hay varias potencias
implicadas en el conflicto, y una firme esperanza en alcanzar un ajuste de
cuentas para que la guerra de Troya no tenga lugar una vez más. Habrá que ver
en qué para este ensayo de intereses enfrentados entre dos coaliciones que
vuelven a colisionar en un reñidero llamado la segunda cuestión de Oriente.