domingo, 23 de septiembre de 2018

Hernán Valladares Álvarez: “Volverás al polvo desde el polvo”



  Sentimiento y esperanza en una poesía valiente

Hernán Valladares Álvarez



Manuel Quiroga Clérigo

23/09/18 .- MADRID .- “Meditabundo y ebrio como un topo/renazco entre algodones y azucena”, escribe al comienzo de un soneto Hernán Valladares.
Sus versos forman, en este caso, el libro “En honor de la verdad”, publicado por Editorial Praxis en la Ciudad de México en el año 2013.
Valladares nació en Madrid en 1970, vivió de niño junto al mar en la casa familiar en Poo de Llanes (Asturias). Pasó por la Universidad Darmont College de New Hampshire donde impartió clases de Lengua y Literatura Española como Profesor Visitante, yendo posteriormente a Salamanca donde escribió su tercer poemario, el titulado “Las horas y hombres” . Poco después logró instalarse con su esposa en Asturias y allí nacieron sus dos hijos, en 2002 y 2006, viviendo en Las Caldas, a 9 kilómetros de Oviedo.
Sus padres procedían de México y a aquel país se trasladó él mismo. Valladares había tenido un accidente de motocicleta a los 20 años, pero un segundo percance de gravedad acaeció en Querétaro a los 42 año y, a consecuencia del mismo, con una lesión medular a la altura de la quinta cervical C5 permaneció en el Hospital de Parapléjicos de Toledo durante 9 meses, siendo dado de alta en 14 de febrero de 2014. Desde entonces y con determinadas ayudas mecánicas y familiares y una vivienda adaptada se encuentra domiciliado en Madrid a la vez que mantiene sus proyectos literarios y su tarea de escritor, se esfuerza en dotar a sus versos buenos sentimientos y delicada esperanza y, al tiempo, acude a actos, conferencias, presentaciones de libros, lecturas. Entre sus lecturas, los tratamientos precisos para su tetraplejia y mantiene sus ideas y planificación para dar a la luz determinados ensayos y su propia autobiografía marcada por el último desgraciado accidente y las consecuencias hospitalarias y de recuperación para su estado postraumático
Ha publicado novelas como “El hombre diminuto” en 2011, “Dioses y mosquitos”, “Tres domingos” o el libro de cuentos titulado “Narraciones de la carpeta larga”. Es autor de otros poemarios como “El juglar del Apocalipsis”, “Vidrieras”, “La sombra luminosa” y el ya mencionado “En honor de la verdad”, con una entrañable dedicatoria: “A Luis Martín de Mingo; Luisón: ¡las cosas que hemos visto!”.  Ha dirigido la revista “Voz y letras”, ha llevado a cabo lecturas propias en el Instituto Jovellanos.
El poemario que deseamos comentar se abre con unas palabras del autor: “El tiempo pasa y las aficiones literarias persisten contra la implacable realidad de los días. Uno, por puro transcurso de las estaciones, va madurando; sí, nos vamos poniendo viejos….”. Y al final de estas, del resto de estas, palabras Valladares escribe: “Quiero agradecer a Carlos López, editor, poeta, ensayista y profesor de la UNAM, publicación de este libro”. Todo ello nos permite conocer a un interesante autor que, efectivamente, en sus versos deja patente sus ideas de querer seguir viviendo en un mundo donde el sentimiento y la esperanza dentro de una poesía valiente, bien construida, musical y capaz de rejuvenecer al lector y de hacernos remontar por encima de la falta de concordia que reina en el planeta. El poeta Tomás Segovia, también afincado en México durante largos años donde ejerció la docencia, nos decía que “la poesía consiste en expresar un estado de ánimo por parte del poeta, una manera discreta de ver la vida, una forma de enfocar la existencia”, cuestiones que Valladares lleva a sus últimas consecuencias en sus varios libros de versos.
A veces sólo un puñado de poemas son capaces de dar la idea cabal del buen quehacer de un poeta que, en casi 50 páginas, nos permite a la ideología lírica de una poesía joven y dinámica que, como reza el título, se predica ese “honor de la verdad” y lo es desde las primeras páginas donde tenemos el poema “Adivinación del poeta”: “Las dotes adivinatorias del poeta/no se fundan en esqueléticos argumentos./La gran bola del mundo gira en sus manos/declarando frágil/su verdad y su futuro cristalinos”. Y es que esta, rara y enormemente gratuita, profesión de poeta, creador de los espacios invisibles y saludables de la fantasía y los afectos suelen verse apoyados por esas dotes adivinatorias acerca del futuro, del amor mejor o peor correspondido o de la necesaria búsqueda de la verdad que otros habitantes del mundo peregrino, digamos políticos o secuaces del poder, son incapaces de hallar. El mencionado Segovia afirmaba que en “la poesía se contiene la única verdad”. Tal vez por eso, atendiendo a cuestiones semejantes, es por lo que Valladares ha escrito este libro, reflexivo, vivaz.
“La vida de los hombres,/ en fin, este monótono/golpe de cadencias/y ritos más o menos laborales/no tiene otro asidero que destrazar cualquier arquitectura/trascendente, más allá de donde llega/un proyecto, una idea un horizonte”, escribe en el segundo poema y en el tercero recuerda que “El león, magnánimo de crueldad,/siente también el miedo”. Ciertamente vivimos en sociedades acosadas, perturbadas, comercializadas, asfixiadas. Apenas somos capaces de sobrevivir entre tanta carestía, violencia, ultrajes. No es difícil sentir miedo al lado de las sombras y lo putrefacto. Borges dijo que “La vida no es un sueño, pero puede llegar a ser un sueño”. Esperemos que no sea infernal, doloroso. Por citar una sólo advertencia nos dejamos arrullar por las insistentes palabras de Hernán Valladares cuando título a su poema siguiente “No descuidar la alegría”, aunque enseguida vuelve a recordar el miedo del león que, a pesar de simular “desdén en el umbral” todavía presiente que el peligro puede estar latente en cualquier momento, en cualquier lugar: “Qué será si algún día el descampado/se extiende más allá de lo visible”. No obstante, o mientras tanto, escuchemos a Antonio Porpetta que se preguntaba “¿Qué reflejo de amor os dio la vida?”, y seguir atendiendo a los enigmas de la existencia.
La poesía de Valladares es rotunda, con esa capacidad de enternecer, y animar a los demás a luchar por esa verdad que se podría encontrar, únicamente, en los ámbitos de la concordia, aunque, seguramente, precisemos más de parábolas que de realidades para entender el berenjenal en que nos hemos metido, o sea en la vida, a la cual nadie nos había llamado salvo una serie de condicionantes físicos que no aseguran más que un final infeliz. Y es que siguiendo a San Lucas solamente algunos pueden conocer determinados misterios, a otros se les, se nos, permite conocerlos “sólo en parábolas, de manera que viendo una no vean y oyendo no entiendan”. Y, ahí, vuelven los versos de este libro, precisamente el titulado “La última cena”: “Sólo quiero en la hora de esta noche/vuestros ojos, amigos y gozar/en la boca la verdadera fiesta/de un banquete final, sin más futuro, /de un banquete final ante la gloria”. Es como reivindicar unos minutos de paz después de tantos siglos de ingratitudes. A eso se apunta un buen poeta barcelonés en un poemario glorioso titulado “La antigua luz de la poesía”: “Amor a la poesía. Amor a la vida. /Amor al amor. Amor, todavía,/tras tantas heridas. Amor.”. Será cierto, pues, que sólo el amor nos salva. Y llega, de la inspiración de Valladares el poema “La verdad absoluta”, oda un poco amarga a la realidad de un planeta en descomposición, de un mundo a la deriva, angustiado ante los oropeles y la felicidad de cartón que encontramos aunque nos habían ofrecido otra cosa. Es esa verdad que, lamenta el poeta, es capaz de deslumbrarnos aunque él, astutamente, exclame: “…me quedo con mi luz entre las sombras”.”.
Y, así, van transcurriendo los momentos para la ira, los instantes del poema, la incapacidad para atrapar de una vez por toda la felicidad, por ejemplo en los siguientes poemas: “Infecundidad vital” (“Que pase la vida, simplemente”), “Edad de la revelación”, “Grecia”, “Los cinco sentidos y su peor  privación”:  (“Quien no ve es ciego, como el amor,/como el que sigue alguna ideología,/como el que sólo piensa y siente en sí”.
Otros poemas viven de y en la naturaleza, en el espacio de lo que se puede admirar y compartir, en el largo terreno de la creación, no visto tanto como regalo divino sino, más bien, como entrega que en cualquier lugar nos puede ser arrebatada a cambio de nada, eso sí. Que luego ese espacio sea habitable o incongruente ya es algo que forma parte de lo posible. De eso se nos habla precisamente en “Tres de julio en Asturias”, poema hábilmente diseccionador de una realidad, donde el autor se hace testigo importante de algo no deseado que, sin embargo, desea describir: “Hay días como batallas,/donde los ojos parece/que han llorado”. Más adelante, en el poema “La ciudad” las opiniones son  variadas y se vertebran en torno a un espacio entre deseado y obsceno, habitada tal vez sólo obligatoriamente por los seres humanos: “La ciudad contiene su belleza en aristas y espejos,/pero también en parques sublevados:/somete al ciudadano a sus dictados,/apabulla con materiales cancerígenos/y es siempre émula de una señora distante y altanera/donde nacieron los gigantes de hielo/derretidos por Mahoma./Detrás de tanta ostentación,/remota, escondida y enfaunada,/el Madrid de los Austrias/sigue guardando los huesos de Cervantes”.
El maestro Azorín, que paso parte de la guerra incivil refugiado en los andenes del Metro de Madrid, avisa a los lectores, refiriéndose a la novela “Aurora roja” de Pío Baroja, que “poco a poco, una sensación de vida honda, de intensidad mórbida, os sobrecoge”. De igual manera Valladares dice, nos interroga “Me dirijo al hombre”: “¿Qué negra flor prende en tu alma,/qué vileza no aguardas para el cosmos,/porqué te afanas en el mal,/y no comprendes ni aún soportas,/la idea de que el bien es la única moneda de cambio para el hombre?”. Y e, s que la existencia se puede consumir con la intensidad del amor, de la cordialidad, de los actos benévolos pero, también, puede llevarse a cabo con la maledicencia, la difamación, la violencia. De estas cosas, y otras aún más duras, hablan los poetas. Así lo refrenda nuestro poeta, y valgo el sólo título de un poema. “El hombre se empeña en el progreso: lo maldigo”. Ahí están los versos que abren este comentario: “Volverás al polvo desde el polvo/a solventar las luces de los muertos”.
Curioso y deportivamente interesado el siguiente poema, “Parábola a partir de la derrota de Rafael Nadal ante Soderling”. Tremenda la situación del deporte, de todos los deportes de masas, en el mundo donde prima la revancha malvada, las cuestiones económicas, el gamberrismo, la mala educación, la violencia perpetua en vez de atender a la belleza griega de la confrontación elegante y el juego distendido para ofrecer un espectáculo grato. ”Ni siquiera era junio en la arena de París”. El poema “Decálogo” nos trae una sentencia de Jesucristo, “Un mandamiento os doy”. El aspecto lúdico de la existencia corre por sus versos: “Serás sencillo y recto sin que ningún ladino te lo imponga”.
Jaime Gil de Biedma, el romántico de Manila donde aún quedan huellas de sus andanzas no siempre ejemplares, antepone su exclamación a “En contra de mis antecesores”. Escribe Biedma, en efecto, “¡Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,/y la más innoble/que es amarse a sí mismos!”. Luego, ya, Valladares nos conduce ante parte de sus o ideas, por ejemplo, cuando afirma “No me seducen ni deslumbran/los panegíricos de tantos perdedores…”. Caballero Bonald abre el siguiente poema, “Cuándo, noble eclosión”, preguntándose “¿Con qué herida/coincidirán por fin los bordes del silencio?” y el propio Valladares deja otra interrogación. (“¡Qué decepción final nos hará mudos!”).
“Yo tenía un poema bajo el brazo” escribía el poeta canario Alfonso O`Shanahan y Hernán Valladares no deja unos sustanciosos versos en “Razón literaria”: “Si escribiera estos versos, como dicen,/para quien se apiade de mi alma,/para que cuando algún incauto lea/me diga que descubre un hombre nuevo;/si escribiera mi prosa, como dicen,/parta hacerme querer, por descubrirme,/entonces no lo habría estipulado/por la sombra del árbol en el bosque,/por el silente ardor de primavera/por el aroma tibio de los plátanos,/por el agua que brilla entre los tilos./Ni siquiera una línea he dedicado/a la opinión de un mundo que aborrezco”.
Retomamos de nuevo las palabras de Tomás Segovia, precisamente aquellas  con las que titulábamos la entrevista publicada en la Revista de Occidente en enero de 1998: “La verdad pura sólo existe en poesía”. Ese sería el resumen de las ideas expuestas por Hernán Valladares en este libro, ideas que corrobora o reafirma en los poemas siguientes. En “Contra la (vana) gloria”: “…no te extrañe/que proclive a la verdad no te castigue/con mi fusta preñada de improperios/y termine por decirte/incontinencias…”. En “Soneto existencial”: “No sé exactamente en qué sazón me hallo”.
“El epílogo de amor con tres sonetos”, remata y glorifica la magna obra de este poemario herido e hiriente. Así de “Cuando éramos jóvenes” y “la prisa se diluía en el vacío”, pasamos a “Las diez naves” donde el poeta dice “aguardo esperando mí derrota” y “Prolongación más allá de la noche”: “Detienes madrugadas,/sorbes sueños…”. En el “Soneto de anor” (está bien escrito: anor), leemos “Déjame que a palmadas/te desgaje/y arrecie el ariete en tu dovela”. “La muerte se aparece en mitad de la madrugada y queda conjurada por la intervención de Venus Príapo” es un soneta repleto de sonoridad y sentimiento; el autor se confiesa y nos lleva hacia su realidad, hacia el mundo visto desde la sombra pero, sin embargo, manteniendo  un soplo de esperanza en el último terceto: “Blandamos por igual nuestras panoplias/para el ardor rebelde incandescente,/podremos juntos retorcer la muerte” y con “Legiones suicidas” pone el broche de este libro ciertamente meditado, entero, con algún poso de amargura y pinceladas de alegría que, por supuesto, nos sigue conduciendo a un futuro del conformismo que, pese a todo, da el seguir viviendo.
De todas formas, recalcando las propias ideas de Hernán Valladares Álvarez, el maestro Ernesto Sabato nos recordó que “Siempre queda una esperanza para el hombre”.



No hay comentarios:

Publicar un comentario