jueves, 30 de julio de 2020

III CÓRCEGA Recuerdos de mayo de 1999


                    
                                                      A Ana Fernández Vega, alma mater del Septeto[1]

            Visita, finalmente, a la isla de Córcega, antes de que el verano marcara el término de mi año sabático en la Provenza. Por diferentes y variadas circunstancias, no había tenido lugar la visita que me había prometido a esa isla, cuando para realizarla solo bastaba hacer la travesía de Marsella a Ajaccio. Así pues, lector, encontré los días de asueto para satisfacer de nuevo una especie de isleño-centrismo. Junto con el archipiélago de Baleares al oeste y Sicilia (más Elba, Malta y las Lípari al este), Córcega y Cerdeña emergen en el centro de la placenta del Mediterráneo occidental. Así ha sido y así continúa siendo con las dos islas “gemelas”. Ambas se alinean de norte a sur, separadas por la bocana de 12 km que media entre Bonifacio y Santa Teresa de Gallura. Luego, al fondo de Cerdeña, Sassano, Oristano, Portovesme y Cagliari constituyen la toponimia urbanita de una ínsula “leptosomática”, de paisaje agreste y adelantada territorial hacia la Berbería de antaño.
            En lo que a Córcega concierne, recorrí parte de su extensión (cifrada en circa de 8.700 km2). Parece como si el gran macizo central que coronan el Monte d` Oro (2389 m) y el Monte Rotondo (2622 m) se vertebrara descendiendo hacia la periferia insular, hacia las costas mismas, más recortadas al oeste, y más monótonas al este. Es un macizo imponente, con sierras apropiadas para el pastoreo de la cabaña en la estación pluviosa; un macizo no solo de piedra cristalina, sino también poblado de ese entresijo vegetal que componen en Córcega el castaño, el chêne-liège o alcornoque, los pinos y la garriga.
            Junto a la masa vegetal de la isla, hay otro rasgo de Córcega que no dejó de llamar mi atención. Me refiero a su escaso poblamiento. Creo que la población de la isla sobrepasaba ligeramente los 300.000 habitantes hace casi una década (2012). Aquella baja densidad de población me pareció desalentadora, incluso. ¿Es que las riquezas naturales de Córcega eran tan magras? Y, además, ¿por qué la isla tenía tan pocos recursos? Lo que el Estado francés aportaba, y creo que aportaba bastante, ¿no habrá atrofiado, por el contrario, un crecimiento de la isla?, o ¿es que sin esa “asistencia” de la Francia continental Córcega se podría haber precipitado por la pendiente del subdesarrollo, y del “bandidismo”?
            Queda, pues, en los términos anteriores mi perplejidad ante el paisaje geográfico y humano corso más diversificado. Y, en particular, el de esos pueblos grandes como Sartene y la misma Corte (capital universitaria y “nido” de nacionalistas corsos irredentos). También me sorprendieron pueblos pequeños como Evisa, Piedicorte y Castiglione, con sus casas de piedra, que se elevaban a tres y cuatro plantas, abiertas al exterior a través de ventanas y postigos, produciendo todo ello una impresión de severidad, que obedecía probablemente más a la escasez de recursos que a la voluntad de estilo. Veo también que Córcega desde hace decenios se ha vuelto hacia el turismo, en cuanto principal fuente de ingresos para su erario y población nativa. Cuatro ciudades de la costa descollaban ya, durante mi visita, dentro del perfil turístico de la isla: Bastia, que, como recuerda su ubicación y atmósfera histórica, estuvo muy ligada a Génova y a la Toscana; Ajaccio, cuna de Napoleón, y donde se acumula hoy el funcionariado y las zonas residenciales escalonadas a la orilla del prodigioso golfo. Bonifacio, fósil geológico y arqueológico, de incomparable fisonomía constructiva, apostada en el tajamar de la isla; y, finalmente, Calvi, situada en un emplazamiento noroccidental pintoresco al máximo.
La impresión que prevaleció en mí al visitar las ciudades de Córcega fue la de una dicotomía entre el núcleo de montaña rocosa y la omnipresente vegetación, como si existiera un “divorcio” territorial y humano que dejara a la isla partida en dos: sus entrañas más profundas en el centro y, alrededor de este, el collar de sus modestas, aunque prestigiosas ciudades marítimas, que circunvala todo el territorio corso.
Sobre Córcega, estas son unas primeras anotaciones del recuerdo, hechas al filo de mi  viaje a la isla. Isla del precoz independentista Pasquale Paoli (1725-circa1807), y de Napoleón Bonaparte (1769-1821), y de la que Mérimée y Stendhal escribieron no pocos elogios y, también, varias expresiones deprecatorias por la rudeza de sus habitantes; isla ligada a dos países mediterráneos por su casi equidistancia de Italia y del golfo de Lyon. Esta bicefalia arroja probablemente sobre la isla una dualidad “ambidiestra”. Luego, tal y como sabemos que ha ocurrido siglo tras siglo, todas las islas del Mare Nostrum han sido invadidas por navegantes, corsarios, razzias berberiscas, cálculos de expansión geográfica de aragoneses, piraterías y ataques navales ingleses y británicos… Visitar Córcega es realmente como abrir un libro de historia…, cuyas páginas se leen sin que decaiga el interés en ningún momento, y sumergirse, además, en los orígenes y avatares sin fin del Mediterráneo occidental.   




[1] El Septeto es una peña de siete colegas que, desde hace unos veinte años, no ha perdido la sana voluntad de compartir sobremesa y brindis en diferentes puntos de Madrid.

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