viernes, 31 de julio de 2020

IV EVOCACIÓN DE CAPRI: EL PARAÍSO REENCONTRADO



               A Gül Isik Alcaç y
José Adriano Moreira, tan cercanos siempre
                                
Corrían los años sesenta y pico del siglo XX, cuando realicé mi primera visita a Italia. Al norte, a Milán y al Véneto. Por entonces, uno acababa de doctorarse, quería ver mundo y andaba con el ánimo sentimental y político muy despierto. No olvidaré fácilmente que, luego de extasiarme con aquellas dos seductoras ciudades de Italia, no dudé en adquirir un biglietto para asistir al estreno de Questa sera se recita a Soggeto (Esta tarde se improvisa…), una pirueta teatral de Pirandello, que interpretó Vittorio Gassman, actor abierto entonces a la primera coalición de centroizquierda de la Italia de posguerra. Luego, con el paso del tiempo, y por diferentes motivaciones, no he dejado de recorrer la península itálica con el “síndrome” de Stendhal siempre a cuestas. Confieso haber padecido ese síndrome (¡y quién no!), que siempre ha vestido bastante invocar en charlas de salón, tertulias y en círculos literarios.  Haré, sin embargo, tabla rasa de cuantas visitas, peripecias y alguna que otra decepción he conocido y experimentado en el país donde florecen los limones (Goethe dixit).
Y regreso ahora a mis dos visitas a Capri, una de estas, más prolongada que la otra. Confieso, de nuevo, que, en ambas, llegué obviando la isla partenopea, vecina de Capri, y de nombre Ischia, que está dotada del imponente castillo aragonés que la corona majestuosamente.
Advierto que las islas, los archipiélagos, incluso, han ejercido sobre mí una atracción irresistible. Justo por tratarse de rocas, de terruños, incluso, de gravitación continental y bañados por el mar hasta el horizonte divisable, características insulares todas estas que me embargan plenamente, como es comprobable en estas páginas, del principio al fin.
Cierto es que Capri no es comprensible si se olvida su ubicación, casi, en el golfo de Nápoles. Téngase en cuenta que para ascender desde el puerto de Marina Grande hasta alcanzar una de las cimas que abundan allí hay unos 777 escalones, a modo de rampa, que aguardan al trepador de turno de tal vestigio milenario. Por cierto, algunos arqueólogos han propuesto que la construcción de este acceso escalonado fue iniciada por los primeros fenicios que se establecieron en Capri, precediendo a los ocupantes romanos que en el puente cronológico entre el siglo I a.C. y el I d.C. empezaron a saborear la “douceur de vivre” que depara aquella minúscula, acantilada y sedativa colonia anclada en el mar Tirreno. Justo, como lo harían más tarde los impetuosos súbditos de la Corona de Aragón en el siglo XVI, y como lo intentaron los berberiscos norteafricanos en sus cíclicos asaltos a Sicilia, Cerdeña y Menorca. De todos estos corsarios, el que ha pasado a la memoria histórica con más relieve fue el que realizó un intrépido Simbad musulmán, de nombre Khair el-Din (El Barba Roja) en 1534.
Al final, cualquiera que contemple Capri, apostado desde el vaporetto que lo traslade a la isla, divisará enseguida el poderoso Vesubio o la lejana línea de la costa de Sorrento, impregnándose de la belleza proverbial del entorno que se extiende ante su vista. Y puede que cerca de los farallones de la caprense Marina Piccola divise alguna de las sirenas sobre las que tanto escribieron los nautas griegos que llegaron a fundar Magna Grecia en la península itálica, mientras que los romanos terminaron por convertirla en el epicentro imperial del Mare Nostrum.
Ahora bien, no me deslizaré por la cómoda planicie del relato turístico, porque no fue tal la intención que me movió en su día para visitar Capri, sino otra predisposición ni sorpresiva, ni arbitraria, consistente en plantearse por qué las islas y, en particular, las del Mediterráneo, ꟷaunque también Santa Elena, Guernsey y Fuerteventura, pongamos por casoꟷ habían sido frecuentes puntos geográficos a los que fueron desterrados personajes de fuste como Napoleón Bonaparte, Victor Hugo, y Miguel de Unamuno. Al mismo tiempo que las ínsulas también han sido apostaderos estratégicos, lugares de recreo, o de reflexión, cuando no reductos lejanos en los que curar el alma de los atosigamientos que la perturban sin tregua mientras aquella da fe de vida.
No es la primera vez que me planteo la cuestión que acabo de esbozar; o sea, la isla en cuanto paradero de desterrados a un Ponto Euxino donde purgar sus “inconveniencias” públicas.  He venido a pensar que Capri ha sido en la Antigüedad primero, y en tiempos modernos, más tarde, un paradero pequeño, pero suntuoso, para algunos personajes que no han pasado desapercibidos en la historia. Veamos quiénes fueron esos personajes, y si posible fuese, apuntar a las motivaciones que los condujeron a un extrañamiento voluntario, caprense.

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