Carmen Valero
Poco antes de dejar la República
Dominicana, me llamó Alejandra la esposa de un diplomático español para decirme,
que no quería regresar a la península sin haber presenciado una ceremonia de
vudú o santería en la isla. Le acompañarían quizás algunos amigos. Ella y yo
nos conocíamos con motivo de mi trabajo de solidaridad en una ONG, con los
damnificados del destructivo huracán Georges, que con un pico de intensidad
tres, golpeó la zona antillana en 1998. Quise darle gusto a Alejandra, porque
había sido amable y colaboradora en alguna ocasión, por lo que pedí a Tabita,
la recepcionista de la casa, que me avisara cuando se produjera alguna
ceremonia en su barrio.
-Señora, ¿pero va llevar a esas personas tan finas a un
barrio de negros?, me preguntó Tabita sorprendida.
-Me lo ha pedido, le contesté.
Tabita me informó que aquella misma
tarde había una ceremonia de vudú, porque había muerto el negro Eligio y
podríamos asistir a la casa junto a ella. Recordé la primera vez que fui con Tabita
a Villaguata, el barrio más depauperado que he conocido en mi vida, un lugar sin
asfalto, con un tráfico infernal que apenas me permitía manejar la jepeeta con que
yo solía desplazarme en Dominicana. Aquel barrio superpoblado de negros era una
mezcla de viviendas, barracones, almacenes, bardales… en medio de un enjambre
de chiquillería entusiasmada que jugaba a la pelota, sin miedo a los autos y
sin acudir a la escuela que habíamos prefabricado allí, para que se continuara
la docencia tras la tormenta tropical. Volver a Villaguata con el vehículo era
todo un ejercicio de valor, que yo estaba dispuesta a hacer para dar gusto a la
gente de la Embajada que me lo había solicitado.
En buena parte, Villaguata estaba
habitado por haitianos inmigrantes clandestinos que llegaban de la otra punta
de la isla antillana, tratando de pasar de la miseria de su país a la pobreza
dominicana, ciertamente un cambio cualitativo para ellos. Tabita era hija de
haitiana y dominicano, lo que la elevaba por encima de los negros, en la escala
de las sucesivas castas de población del país; su tez era ligeramente más
blanca que la de otros vecinos negros y esa cualidad era valiosa a la hora de calificarla
y enjuiciarla. Aunque en Dominicana, a primera vista, parezca indiferente ser blanco, negro o mulato , lo cierto es que blanquear la población de la isla fue obsesión de algún dirigentes como el
desaparecido dictador Rafael Leonidas Trujillo, que copulaba con toda clase de
blancas al objeto de tener muchos hijos claros y mejorar la raza del país. A los pintores españoles que Trujillo
contrató para ornar su célebre Feria de la paz y su palacio, en 1955, les
exigió que el cutis ligeramente aceituno de la familia Trujillo lo blanqueara
en el lienzo y así lo hicieron José Vela Zanetti, Ricardo Zamorano o Manuel
Ortega, para los que posaron él o sus hijos.
Pedí a Alejandra que ella y sus
acompañantes vistieran con sencillez y colores discretos tipo ala de mosca, para
pasar lo más desapercibidos posible en el barrio de Villaguata, donde nuestras
caras pálidas iban a llamar la atención de por sí. Ella apareció con su marido,
uno de los agregados de la Embajada, que no quiso dejarla sola por los
andurriales que íbamos a transitar, así que los tres, acompañados de Tabita aterrizamos
en la casa del difunto Eligio, que yacía en un desvencijado ataúd de madera
entre cirios encendidos, pese al calor reinante en la tarde. Tambores de todos
los colores repiqueteaban sin cesar en torno al muerto, que parecía observarlo
todo, ya que sus parpados no habían quedado bien cerrados, sino ligeramente
entornados. El retumbe era ensordecedor, acompañado de vez en cuando por
oraciones, exclamaciones o fraseos incomprensibles, en lenguas infernales, que
añadían furor y dramatismo a la escena.
La estancia estaba atiborrada de un
sinfín de cosas, que más bien parecían recogidas en los vertederos de los
barrios ricos: desde muñecas sin piernas o sin ojos, a jarrones y flores medio
secas, bolas brillantes o despellejadas de viejos árboles navideños, cuadros
ahumados con imágenes que no se sabía muy bien si eran de gente familiar o de
santos… todo ello, distribuido o amontonado sin orden ni concierto. Era la
escena perfecta del abigarramiento de la pobreza, donde todo se guarda por si sirve
para algo o por si algún día se necesita. De pronto llegaron unos negros jóvenes,
que empezaron a danzar desaforadamente en torno al féretro, porque según me
explicó Tabita, el alma de Eligio tenía que transmigrar a uno de los danzantes
para seguir purificando sus culpas en este mundo. Todo era cuestión de que cayera
en trance el afectado. Yo estaba tan aturdida con el continuo vibrar de los
tambores y los saltos de la danza, que, en un momento de calor, creí –pese a mi
racionalismo gélido- que iba a caer en trance. Rápidamente me puse en pie para
que el alma de Eligio no entrara en mi cuerpo, porque yo ya tenía bastante con
la mía. El baile se prolongó largo tiempo y yo veía a algunos danzantes demasiado
acalorados, excitados, nerviosos o a punto de trance. Cuando ya estaba
dispuesta a salir de la casa para tomar el aire, vi como uno de aquellos caía
al suelo como poseso, decía cosas incomprensibles en extraño lenguaje y los
demás le contestaban con su particular jerga de lenguas. Tabita nos ilustró que
el alma de Eligio ya había encontrado habitáculo carnal en el hombre
desvanecido en el suelo y que el difunto podría ser enterrado tranquilamente.
Mientras regresábamos al centro de
la ciudad de Santo Domingo, Tabita nos fue ilustrando dentro de la jepeeta, de que
había ceremonias de vudú para todas las causas: para conseguir un amor o alejar
de sí a una persona; para librarse del mal de ojo o echar una maldición al enemigo;
para obtener buena suerte, atraer la fortuna o alejar los malos espíritus; para
sanar… e incluso para resucitar muertos. Su padre le había contado de un
yoruba, brujo mediador en el vudú, que resucitó a dos muertos y los tuvo como
zombies dedicados a trabajar para él en el batey de un ingenio azucarero; que
otro brujo facilitaba amuletos, brebajes o filtros de amor que no fallaban
nunca. Que estas ceremonias de vudú conllevaban sacrificios de palomas,
gallinas o chivos, porque los dioses orishas requieren de ritos sangrientos
para poder subsistir en los bosques…
Tabita aseguraba que el verdadero
vudú era el de los negros de Haití, ejecutado por los yorubas, tribu de Benín y
Nigeria vencida por otra tribu vecina en el XVIII, y enviada casi por entero como
esclavos a las Antillas para trabajar en la caña de azúcar; que Shangó era el
dios principal de los orishas, dioses de la selva; que el vudú dominicano se
había mezclado en exceso con la santería católica y por tanto no era tan puro; que había identificado a Shangó con Santa
Bárbara por lo de los truenos y ya no era lo mismo; que los ricos e ilustrados también
creían en el vudú y acudían clandestinamente desde sus residencias patricias a
los bateyes del campo o a los barrios negros de la ciudad, sobre todo cuando
estaban obsesionados por algún capricho o deseo. Que en San Juan de Maguana,
Higuey o en Samaná había lujosos consultorios de brujos donde los ricos acudían,
porque deseaban ser más ricos todavía con una ceremonia de vudú, donde se hacen
adivinaciones con caracolas o ritos sacrificiales en los que corre la sangre a
raudales...
-Para, para el coche, que me estoy
mareando- reclamó Alejandra de pronto. FIN
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