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L.M.A.
5/4/19 .-
MADRID .- La pintora santanderina Teresa Blanco del Piñal expone en Madrid, a
partir del 8 de abril, en la galería Orfila. Carlos Alcorta escribió de su arte y su persona
lo siguiente:
“Podemos
establecer, al menos, dos etapas en la obra de Teresa Blanco del Piñal. Una
primera etapa en la que la materia se expande por el lienzo, crea analogías,
correspondencias, forma de transformación emocional insertas en la propia
conciencia, esa especie de ojo interior que guía la mano y que no teme caer en
contradicciones, unas contradicciones inherentes a la relación de la pintura
como forma de interpretar la realidad, de metaforizarla, hasta el punto de
tratar que cualquier aspecto de la cotidianidad se universalice y adquiera la
categoría de símbolo, de emblema existencial. El espacio y el tiempo se funden
en una amalgama de colores y materia que crean volúmenes, contornos, masa
indefinida, escenas sumamente complejas, resonancias, claroscuros, sensaciones en estado naciente. Los
problemas de composición que plantean estas estructuras sólo se pueden resolver
teniendo un conocimiento perfecto de la técnica, hasta el punto de que esta se
convierta en algo así como una segunda naturaleza del artista, una parte
indisoluble de su intimidad.
Es posible que estas obras, pensadas como un desplazamiento de
esa intimidad a la que aludíamos, surjan de la que tensión que provoca su
materialidad con la superficie que abarcan. La materia oprime al vacío inicial
del lienzo hasta hacerlo desaparecer. La vastedad del Todo se fragmenta en
espacios ocupados, en espacios que
fluctúan entre el dentro y el afuera, entre lo íntimo y externo. «El pintor
—escribió Leonardo da Vinci— debe tender a la universalidad […] No puedes
considerarte buen pintor si no eres maestro universal, capaz de realizar con tu arte todas las cualidades de las
formas que produce la Naturaleza, y no sabrás obtener estas cualidades si no
las ves y retienes en tu espíritu». Saber mirar, fijar la atención en lo que se
revela bajo la costumbre, en las corrientes subterráneas que discurren bajo las
apariencias. «Basta sólo con mirar y escuchar con fuerza para que el absoluto
se declare, al término de nuestro erar. Aquí, en esta promesa, está el lugar», escribe
Yves Bonnefoy. Saber ver, pero también saber ser perseverante, incisivo,
indagador, tener una fe en la pintura, como tiene Teresa Blanco del Piñal, a
prueba de contingencias personales o sociales, no en vano reclama la
ascendencia que en ella ha tenido un autor como Kandinsky, el cual ha
reivindicado la dimensión espiritual del arte: «El artista crea misteriosamente
la verdadera obra de arte por vía mística. Separada de él, adquiere vida
propia y se convierte en algo personal, un ente independiente que respira de
modo individual y que posee una vida material real».
El proceso que articula el paso de una etapa creativa a otra
tiene más que ver con las fluctuaciones interiores que con transformaciones
externas, aunque estas también hayan existido. El silencio conduce generalmente
no al ensimismamiento, sino a acentuar la reflexión contemplativa, al
autoconocimiento, es un silencio fructífero no exento de dramatismo que provoca
el resurgimiento de la pintura, esta vez de carácter figurativo, quizá porque
como decía el ya citado Kandinsky, «Al artista no le bastan hoy las formas
puramente abstractas, que resultan demasiado imprecisas. Limitarse a ellas
exclusivamente implica renunciar a otras posibilidades, excluir lo puramente
humano y empobrecer sus medios de expresión»
En la segunda etapa creativa el juego de correspondencias con
otros autores, con otras obras, en este caso con esculturas, establece un nuevo
marco de referencias que nos retrocede al poder evocador de la mitología
griega, interpretada y reinterpretada hasta la saciedad durante los últimos
quinientos o seiscientos años. Pudiera parecer que, a causa de esta reiteración
referencial a la que aludimos, las posibilidades de sugerencia hayan mermado
notablemente, pero no hay más que contemplar las obras de Teresa Blanco del
Piñal para comprobar lo errada de esta presunción. La variedad, la mutabilidad,
el cambio es totalmente necesario para remediar el agotamiento de los recursos
con los que se cuenta. La autora establece los límites de su refugio privado,
hace una defensa a ultranza del esteticismo como forma de contrarrestar la
precariedad intelectual de la vida cotidiana; busca en la pintura de
consistencia neoclásica, tintada con altas dosis de ironía posmoderna, indagar
sobre las analogías que surgen de estratos distintos de la realidad, aquellos
que tienen que ver con las ideas y con los sentimientos. Conciliar ambos planos
no resulta fácil, y menos aún cuando se ha realizado un tránsito estético como
el operado por Teresa, tránsito que muchos, en aras de un estilo inamovible, no
están dispuestos a realizar. Nuestra pintora, sin embargo, lo ha realizado
sabedora del riesgo que entraña, porque es consciente de que la inmovilidad produce en la mayoría de los casos un manierismo poco creativo. Así, la
corriente subterránea que alimenta estas últimas obras tiene mas que ver con la
tentación órfica de escudriñar la realidad que con plasmarla como si fuera una
foto fija, un espacio plano, sin aristas, prosaico. La lira de Orfeo rejuvenece
los antiguos acordes, la música del pasado, los rejuvenece y los actualiza,
como hace el verdadero artista con la tradición, una tradición con la que
Teresa se vincula con absoluta libertad. Es ella quien elige y define el tipo
de diálogo que pretende establecer con las fuentes y referencias. Alusiones,
huellas, rastros, juegos metapictóricos que no avanzan ni retroceden, que
forman círculos envolventes, con afirmaciones y contradicciones propias de
quién se interroga, de quien busca en arte no respuestas, sino nuevas
interrogantes.
Parafraseando a Roland Barthes, podríamos decir que hay en estos
cuadros una ironía de los símbolos, una manera de poner en tela de juicio al
arte por los excesos aparentes, declarados, del propio arte. No creo, sin
embargo, que su obra se haya resentido de tan dispares intereses, antes bien,
la intensidad de su mirada se ha acentuado y ha logrado salvar aquellos
obstáculos, no siempre fruto de la soledad del artista, que se le han
presentando., porque incluso lo que nos resulta familiar en exceso —y las
esculturas clásicas lo son se convierte en otro objeto del que se ignora casi
todo porque si se logra evitar la costumbre, se da cuenta de que nunca se había
visto tal cual es, sino con los anteojos de los prejuicios, ya sean estéticos,
ideológicos o económicos, y es que, como escribe Paul Valéry, «el gobierno de
la mano por la mirada es muy indirecto. Intervienen muchas conexiones: entre ellas, la memoria. Cada ojeada al modelo, cada
línea que el ojo traza se vuelve elemento instantáneo de un recuerdo, y de un
recuerdo va a tomar la mano la ley de su movimiento sobre el papel. Hay
transformación de trazo visual en trazo manual».
La sencillez artística no es un método particular de
elaboración, es, en realidad, el fin perseguido, es, y volvemos a Valéry, «un
límite ideal que supone la complejidad de las cosas y la cantidad de miradas
posibles y de pruebas, reducidas, agotadas —sustituidas al fin por una forma o
una fórmula de acción que a alguien le resulte esencial. Cada uno tiene su punto
de simplicidad, que se sitúa bastante tarde en su carrera». Nos encontramos, en
esta segunda etapa, en el momento actual de su pasión creadora, con una
realidad ilusoria, fragmentaria cuyo origen parece remontarse al romanticismo
alemán, en la que se pretende, gracias a las imágenes sacadas de contexto,
explorar los límites de la percepción, desafiar a la memoria y a las
estructuras mentales que la integran, otorgar otro sentido a cuanto nos
constituye, ampliar el campo magnético que nos atrae hacia el centro de
nosotros mismos para dar cabida a esa otra forma de realidad que proviene de la
ensoñación. En ese proceso tan sugerente está inmersa en este momento Teresa
Blanco del Piñal y los visitantes de esta exposición son testigos privilegiados
de esa búsqueda ininterrumpida que dura ya mas de cuarenta años”.
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