Roberto Alifano
21.06.2020 .- Buenos Aires .- Si me preguntaran a qué personajes de la literatura me hubiera gustado conocer no dudaría en mencionar a Miguel de Cervantes y a Quevedo y, más cercano a nuestra época a Miguel de Unamuno, Leopoldo Lugones y Macedonio Fernández; la lista, por supuesto es más extensa, pero dejémosla ahí. A los dos últimos mencionados los conocí por interpósita persona. Conversé mucho con Borges sobre Lugones y Macedonio. Del primero Borges no había sido amigo debido a que Lugones era un hombre complejo y casi intratable. La relación no pasó de un apretón de mano y una breve conversación. Macedonio, todo lo contrario, era un hombre de amigos, ameno, de fácil trato y diálogo amable.
Decía Borges que esa amistad y ese culto de Macedonio Fernández eran una preciosa herencia recibida de su padre, el doctor Jorge Guillermo Borges, que tenía más o menos la misma edad de Macedonio. Ambos, abogados e idealista, habían fundado, hacia principio del siglo XX, una colonia anarquista en una perdida isla del río Paraná, muy cerca de la provincia de Misiones. Allí, junto a otros adeptos, residieron un par de meses, alejados de la gran aldea y del capitalismo incipiente de Buenos Aires. En esos intentos de Macedonio y Borges padre estaba el ideal de compartir el pan y de que nadie fuera explotado. Fracasaron. No por una cuestión ideológica ni política, sino por la inutilidad de dos hombres de ciudad frente al trabajo manual y a la áspera naturaleza de la región.
Todo artista, al tiempo que es un artífice suele ser un personaje. Sucede que en algunos casos el personaje prevalece sobre el artista y lo eclipse. Este, quizá, haya sido el caso de Macedonio Fernández, cuya presencia, riquísima en sabias anécdotas y dichos memorables, sigue prevaleciendo sobre su obra escrita. Lo cual no ha impedido que sus textos, de naturaleza inclasificable, hayan ejercido una gran influencia sobre la literatura argentina posterior. Era un hombre de genio.
Para Borges, sin embargo, Macedonio era menos un escritor que un pensador y bohemio. “Escribir no era su tarea -me dijo en una de las tantas conversaciones que mantuve con él-. Vivía para perderse en los laberintos de la metafísica, y como el nadador en un gran río le encantaba abandonarse a esas sorpresas y vicisitudes. Yo diría que no le daba ningún valor a su palabra escrita, o que poco la tenía en cuenta; al mudarse de alojamiento, solía olvidar sus papeles de índole literaria que se habían acumulado sobre la mesa y llenaban los cajones y armarios de la habitación que ocupaba”. Es probable que aunque escribir no le costara el menor esfuerzo muchos de esos borradores de Macedonio se perdieran irreparablemente.
“Yo recuerdo haberle reprochado esa distracción a Macedonio -prosiguió Borges-; y él me dijo que suponer que podemos perder algo es una soberbia, ya que la mente humana es tan pobre que está condenada a encontrar, perder o redescubrir siempre las mismas cosas. Con los años he llegado a aceptar esa verdad”.
Durante buena parte de la década de 1930, Macedonio Fernández presidió una entusiasta tertulia en el café “La Perla” del barrio de Once, a la que acudió algunas veces Ramón Gómez de la Serna, que fue uno de sus grandes amigos y biógrafo, y con el que mantuvo una correspondencia que duró hasta la muerte de Macedonio. “Para los concurrentes habituales no era otra cosa que la víspera de la noche del sábado -evocaba Borges con nostalgia-. Norah, mi hermana, nos llamaba ‘los macedonios’. El encuentro empezaba a las nueve y se dilataba hasta el alba. Macedonio hablaba como al margen del diálogo, y, sin embargo, el diálogo era su centro. Trataba siempre de ocultar, no de exhibir, su inteligencia extraordinaria. Prefería el tono interrogativo, el sabio tono interrogativo de modesta consulta, a la afirmación categórica o magistral. Jamás pontificaba; su elocuencia era de pocas palabras y hasta de frases truncas. Usaba un tono habitual de cautelosa perplejidad y solía atribuir sus ideas a la persona que tenía a su lado. Creo poder remedar, pero no definir, esa voz llana, enronquecida por el tabaco, que girando la cabeza decía a quien estaba a su lado: ‘seguramente vos habrás pensado…’, y luego una reflexión original que el otro ni imaginaba. De su persona, yo recuerdo la vasta frente, la melena gris y el bigote gris, los ojos de un color indefinido, su apariencia breve y casi vulgar. El cuerpo era para Macedonio casi un pretexto para el espíritu. Una vez me dijo que un hombre podría vivir eternamente si respondía a los dictámenes del alma. Su simpatía por lo francés era imperfecta y divertida; de Víctor Hugo llegó a enfatizar con estas palabras cuando alguien se lo mentó: “Salí de ahí con ese gallego insoportable. El lector se ha ido y él sigue hablando”. A los españoles prefería juzgarlos por Cervantes, que era uno de sus dioses, y no por Gracián o por Góngora, que le parecían unas calamidades.”
Tuve también la felicidad de conocer y tratar durante un largo tiempo al entrañable Adolfo de Obieta, uno de los cuatro hijos de Macedonio y el principal exégeta de su obra. Adolfo era un hombre más bien tímido y prudente, con un particular sentido de la observación. Estando de visita en Buenos Aires Nicanor Parra, comimos con él y ambos se entendieron de maravillas. Nicanor era un devoto de Macedonio y no paró de hacerle preguntas sobre su vida y obra. Los recuerdos que Adolfo tenía de su padre mezclaban a veces lo entrañable con lo distante. Siendo él y sus hermanos muy chicos, falleció Elena de Obieta, la madre y Macedonio los dejó a cargo de las tías. “Él nos venía a ver todas las semanas, pero no fue el padre que yo y mis hermanos deseábamos. Crecimos sintiéndolo una figura distante”. Ya grandes sus hijos, Macedonio mantuvo una actitud cercana, pero no filial. Su manera de vida era la soledad de una habitación de hotel.
El más cercano de los hijos de Macedonio fue siempre Adolfo. En uno de sus escritos, su padre señala en un párrafo algo que acaso es profético: “Querido hijo Adolfo, de mis cuatro hijos santos y encantadores, debiste ser vos el que me acompañara más con un afecto tan dulce y paciente y con una colaboración tan grande y tan modesta durante largos años, con tanto aporte de tus penetrantes hallazgos en arte, en sociología, en psicología, y en mi asunto predilecto, el metafísico; te dejo, por si no consigo adelantar más este último tópico, mis indicaciones de bases o métodos (hasta que) nos reunamos o comuniquemos en el nuevo modo de conciencia futura”.
Quienes tuvimos el privilegio de tratar a Adolfo de Obieta apreciamos siempre su discreción casi extrema. Intentaba pasar inadvertido, como para hacerse disculpar por su innegable talento de ensayista y poeta. Era un hombre hecho de buen sentido, tacto, comprensión y generosidad. Si algo no le gustaba, prefería callar, pues valoraba el hondo sentido de la palabra, que solía aplicar en sus escritos con agudeza, ironía sutil, sensibilidad exquisita y una sabiduría envidiable. Sus ensayos tenían siempre la doble virtud de deleitar y enseñar, lo que le confiere un sentido ejemplar a su escritura. Adolfo de Obieta gozó merecidamente del reconocimiento de sus pares y llegó a ser miembro de la Academia Argentina de Letras.
Volviendo a Macedonio agreguemos que su actividad mental era incesante y siempre original, aunque poco le interesaba, como ya señalamos, divulgarla. Seguía, por lo general, la línea de su pensamiento de modo imperturbable y poco o nada le interesaban las confirmaciones ni las refutaciones ajenas. Quizá cometía el error de atribuir su inteligencia a todos los hombres; en especial a los argentinos, que constituían para él sus más frecuentes interlocutores. Fue amigo de Leopoldo Lugones, a quien más consideraba literariamente; pero, según Borges alguna vez le comentó: “No entiendo por qué Leopoldito, a pesar de sus muchas lecturas y de su indiscutible talento, no se decide aún a escribir un buen libro”. Es sabido que Lugones, que carecía del sentido del humor, indudablemente se habría irritado de haber oído aquella broma inofensiva. El mecanismo de las bromas de Macedonio, según algunos interlocutores se asemejaba al de Mark Twain.
Fue ese humor el que llevó a Macedonio (como a Vicente Huidobro en Chile), a candidatearse para presidente de la Argentina; sin la mínima posibilidad de conseguirlo, por supuesto. Esa campaña, casi secreta, era otra suerte de broma a la que adhirieron sus amigos y discípulos, que quizá no pasaban de una docena. Para desarrollar el plan de gobierno, Macedonio citaba a sus prosélitos en una confitería del centro, mientras insistía, con toda razón, en la falta de proyectos que se observaban en el país: “Hay 300.000 sufragios sin compromiso ni orientación que esperan una idea”, le confesó a Borges. “Esos serán mis adherentes… Mirá, che, muchas personas se proponen abrir una cigarrería y casi nadie ser presidente”. De ese rasgo estadístico deducía Macedonio que es más fácil llegar a ser presidente que dueño de una cigarrería.
Por desgracia su cálculo falló. Una tragedia personal interrumpió la insólita actividad política de Macedonio. En mayo de 1920 murió imprevistamente su esposa, Elena de Obieta, a la que dedicaría Elena Bellamuerte y otras elegías que se cuenta entre los más sentidos volúmenes de poemas amatorios de la literatura argentina.
Y te dormiste en Inocente victoria. / ¿Te dormiste? Palabras no lo dicen. / Fue sólo un dulce querer dormir, / fue sólo un dulce querer partir / pero un ardiente querer atarse / pero un ardiente querer atarme. / ¿Dónde te busco alma afanosa / alma ganosa, buscadora alma? / Por donde vaya mi seguimiento / alma sin cansancio seguidora / mi palabra te alcance…
Macedonio Fernández nació en la ciudad de Buenos Aires el 1 de junio de 1874 y murió en la misma ciudad el 10 de febrero de 1952. En su entierro el único orador fue Jorge Luis Borges. Cuando se retiraban del cementerio, Manuel Mujica Lainez se le acercó para decirle: “Georgie, quizá sin que te lo propusieras, nos hiciste llorar y reír a todos. ¡Qué feliz se habrá sentido Macedonio!”.
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