"Rascacielos", por Juan Alcalde
Juan Alcalde, montaje fotográfico
por Julia Sáez-Angulo
18.07.2020.- Madrid
Al cabo de sesenta años de terminar la guerra civil española, aquella imprevista llamada telefónica de Vivianne -yo no sabía quien era Vivianne- me había devuelto los recuerdos de los años 1939 del campo de concentración francés en Le Barcarés, que a su vez desencadenaron la rememoración de toda mi vida.
Con voz dulce y cadenciosa, con un bonito acento francés, Vivienne me decía que me había recordado todos los días de su vida, desde el momento en que le hice el retrato a su padre, el comandante Lafontaine, que se enamoró de mí de modo platónico, como una colegiala. Lo que era en aquel momento. Mientras estuve en el campo del que era responsable su padre, se asomaba todos los días a la ventana de su casa, en el piso alto del edificio rojo de ladrillo donde residía con su familia, para verme hacer gimnasia, pasear por el patio o hacer retratos a otros confinados. Eso me dijo. “Eras para mí un muchacho maravilloso, único”. “Mi primer amor. Un amor platónico”, añadió. Y yo sin enterarme le dije con humor, al otro lado del hilo telefónico, para paliar toda aquella manifestación de sentimientos.
Ella no había olvidado mi nombre, ni mi oficio de pintor; se había enterado de mi existencia y contacto telefónico por la gran exposición retrospectiva de pintura que yo había hecho en Madrid, y París, de la que había informado la prensa francesa.
La historia del campo de concentración me parecía ya tan antigua, tan alejada y remota, que se asemejaba a un sueño olvidado o a un relato inventado por la mujer Sé que la vida es sorprendente e insólita, pero aquello se me antojaba aún más, dados los lustros que habían pasado desde aquellos acontecimientos post-bélicos. Vivianne me informaba al teléfono de que era una mujer viuda, que tenía tres hijos y siete nietos, que ya no era la misma joven y bella de su juventud, que había engordado bastante...
Yo también le informé a ella de que estaba viudo, porque Conchita había muerto en París, cuando regresamos de América y nos instalamos en la capital del Sena. Habíamos tenido dos hijos varones.
-¿Por que no te vienes a Madrid y nos vemos?. Te invito una semana a mi casa- le dije impulsivo al calor de la conversación telefónica París-Madrid.
Aceptó de inmediato y en un mes preparó su viaje, no sin antes enviarme algunas copias de fotografías de su padre el comandante Lafontaine junto a ella muy jovencita, para que yo tratara de recordarla. También me envió un retrato con el dibujo que hice a su padre y que obraba en su poder.
*****
Cuando Vivienne apareció en el umbral de la casa me quedé estupefacto. Era una mujer inmensa, obesa hasta decir basta. Su silueta ocupaba todo el vano de la puerta. Era extraordinaria, grande como un jumento. ¡Un energúmeno! ¡Un monstruo! Sin salir de mi asombro la invité a sentarse en un sillón de mi casa-taller de pintor en Madrid e inmediatamente me di cuenta de que allí no cabía. Sin que yo le dijera nada, Vivianne se dirigió al sofá y se sentó en él, ocupándolo casi por completo. Mi sonrisa artificiosa de anfitrión amable se sumó a la pregunta dispuesta por el protocolo en estos casos.
- ¿Has tenido buen viaje?
-Sí. El Talgo desde París es muy cómodo cuando se toma un departamento individual- me respondió Vivianne con otra sonrisa más natural que la mía.
No podía creer que yo tendría que compartir una semana -tal y como yo le había invitado- con aquella mujer que parecía una bola de sebo. Iba contra mi sentido estético de artista. Cierto que su cara era simpática, su cutis rosado y terso como el de un bebé, y su voz dulce y cálida. ¿Por qué menospreciar a los gordos?, me reproché moralmente de inmediato.
Saqué dos cervezas junto a unos aperitivos y comprobé como Vivianne los devoraba hasta dejar los platos vacíos. A esta mujer le gusta comer, pensé; eso explica que esté oronda como una calabaza. Pronto comprobé que la suya era una afición a la comida, como otros la tenían a la bebida, al tabaco o a la marihuana. Era sencillamente una mujer bulímica.
Quise que no pasara hambre en los siete días que íbamos a compartir juntos en mi casa, así que decidí poner de modo permanente una gran mesa de comedor llena de frutos secos, viandas, frutas y manjares para que ella disfrutara a su gusto. Ante todo, que no pasara hambre o ansiedad, me repetía yo. La mesa quedó tan hermosa con el mantel blanco y las frutas de colores sobre diferentes recipientes de cerámica, que decidí pintar un bodegón de aquella vista, lo que produjo alborozo en mi huésped, porque le gustaba verme ante el caballete, ya que así fue como me conoció.
Hacía mucho tiempo que no nos habíamos visto, exactamente desde el comienzo de la segunda guerra mundial, en el campo de concentración para españoles en Le Barcarès, entonces se les llamaba por su nombre y no con el eufemismo de campos de internamiento o de refugiados como ahora. Estaba al sur de Francia, en los Pirineos Orientales, no lejos de Montauban. El padre de Vivianne Lafontaine era el comandante francés de dicho campo para españoles confinados en él. La repentina noticia de Vivienne y su presencia, al cabo de tanto tiempo me hizo recordar aquel pasado concreto de mi vida con extraña lucidez.
La distancia entre las fotos que me envió y la realidad de una Vivianne inmensa y voluminosa que yo tenía delante era abismal. Que pasen pronto estos días o me muero con este paquidermo al lado, me repetía yo en los primeros momentos de recibirla en casa.
Lo cierto es que Vivianne tenía gracia, simpatía, dulzura de voz y bonito acento francés que me encantaba escucharla, pero comía y devoraba como un Heliogábalo. Yo no había visto un fenómeno igual en mi vida. Pese a mi estupefacción, yo -no sé por qué- le animaba:
-Come, come, Vivianne. Yo sé que eso te hace feliz y me gusta verte contenta.
Ella no hablaba una sola palabra de español y tuve que desempolvar mi francés algo oxidado.
"Puerta de Alcalá", por Juan Alcalde
Se quejaba de calor porque la calefacción de mi casa le parecía muy fuerte. Yo para mis adentros pensaba que era el calor de sus carnes, la grasa y el peso de la digestión permanente lo que le agobiaba. No salió de casa en los siete días que estuvo en Madrid, porque decía que le costaba mucho andar; se fatigaba. No me extrañaba, con tanto peso. Ella sólo había venido para estar conmigo, para tratar de cerrar un sueño de juventud y darle a la vida el eterno retorno que requieren las cosas. Yo asentía a todo con sonrisa bobalicona, porque no siempre se me ocurría qué replicar.
Me confesó que, en el campo de concentración, ella estuvo celosa porque no le hice retrato alguno, mientras me veía hacerlo a muchos compañeros. Le pedí disculpas por aquella desatención, que más bien fue timidez de mi parte. No me hubiera atrevido a pedirle al comandante Lafontaine que me permitiera retratar a su hija menor. Vivianne guardaba todavía el retrato que hice a su padre en casa, pues se apresuró a reclamarlo en la testamentaría frente a sus hermanos.
Le hice entonces un apunte de retrato a la acuarela, que Vivianne elogió con gratitud. Era pequeño, sólo de su cabeza y rostro sonriente. Junto a ese retrato, mi presencia se le haría cada día más cercana, me decía coqueta. De pronto, al cuarto día, se me ocurrió decirle, no sé bien por qué:
-¿Por qué no te desnudas y te hago un retrato así?
Yo sentía curiosidad por la inmensidad de aquel cuerpo y ella no vaciló lo más mínimo. Se fue quitando todas las prendas grandes, inmensas, de giganta, frente a mi caballete dispuesto con un lienzo en blanco. El espectáculo era prodigioso, unas carnes blanquecinas y flácidas de una mujer con senos enormes, vientre sobreabultado, nalgas inmensas y pubis diminuto canoso.
Me quedé pasmado ante el espectáculo, mientras ella no sentía pudor alguno. Me arrepentí de inmediato de aquella salida de tono, a sugerencia mía entre caprichosa y maligna, pero ya no era tiempo de rectificar. Me apresté a retratar aquellas carnes que me tenían fascinado y horrorizado al mismo tiempo. Con pincelada expresionista di forma a la figura deformada en su naturaleza por el tiempo y el deseo desorbitado de engullir alimentos. Vivianne comía, posaba, dormitaba... lo que me permitió hacer de mirón perplejo ante la inmensidad del cuerpo femenino desnudo. ¿Qué hubiera pensado Rubens de esta modelo?, me preguntaba en silencio.
Mi pintura no representaba a una mujer dibujada y gorda al estilo del pintor Botero, sino una visión faústica y cáustica de la desmesura humana, con el lenguaje más adecuado a su esencia, la pincelada de línea expresiva. Cuatro cuadros hice de aquella mujer completamente desnuda, de los que sólo me quedan dos en casa. Los dos primeros se vendieron a un mismo coleccionista que le debía de gustar la mujer generosa en carnes.
Tuve tiempo de pintar todos esos cuadros porque, ante mi asombro, Vivianne me pidió seguir desnuda en la casa después de posar para mí.
-Así estoy más a gusto- decía- y paso menos calor.
-Haz lo que tú quieras; como estés más confortable-contesté yo de manera mecánica porque deseaba ser amable.
Aquella semana que estuvo Vivienne en casa me aislé de mis amistades. No quería hacerles partícipes de aquel espectáculo de circo. Confiaba en que mis hijos no aparecieran por casa de improviso.
Lo cierto es que me cansaba ver a Vivienne a todas a horas, en su solemne inmensidad, paseando por la casa y rumiando continuamente. Acabé furioso conmigo mismo por haberle dado permiso para seguir desnuda, a una mujer sin pudor alguno y por lo tanto fuera de sus cabales. Esta mujer ha perdido la chaveta, carece de sentido del sentido del ridículo y yo tampoco estoy muy cuerdo, me reprochaba para mis adentros, al tiempo que suspiraba porque llegara el último día de la semana y Vivienne se fuera de una vez para siempre de mi taller.
Mi invitación para que viajara a Madrid y la llegada de Vivianne a casa habían sido una estupidez de mi parte y un desafuero de la suya. Algo insólito que no volvería a repetirse, porque no tenía sentido. Era un desaguisado propio de mí, de mi estupidez de buscador incauto de historias estrafalarias para sazonar mi vida, historias de las que luego salgo escaldado y arrepentido.
Al fin despedí a Vivianne con mucha cortesía en la estación de trenes de Chamartín, en su vuelta a París. Era un alivio verla vestida con un traje azul marino de motas blancas y un gorro azul diminuto. Pensé regalarle flores, pero, con más sensatez y prudencia, le entregué una barqueta de frutas escarchadas aragonesas para el camino. La abrió de inmediato y comenzó a devorarlas. Cuando el tren arrancó, suspiré aliviado.
Al cabo de poco tiempo recibí sucesivas cartas suyas muy expansivas a las que no contesté. Las últimas, ni siquiera las leí o para ser más exacto, no las abrí. Tampoco atendí a sus llamadas de teléfono identificadas en la pantalla del aparato. Aquel capítulo de mi vida ya se había cerrado. No era precisamente de los que yo me sintiera particularmente orgulloso.
Madrid, 13 de febrero de 2010
· He sabido que de la visita de la mujer francesa, se rodó un documental en directo por Bruto Pomeroy, documental que se guarda celosamente por Francisco García Molina en el Taller del Prado, lugar donde exponía Juan Alcalde en sus últimos años. En medio de sus modales suaves, Juan Alcalde era lúdicamente provocador y algo sátiro. Él mismo llamó a Bruto Pomeroy para que filmara a la visitante en su casa
· Antes de ese documental, Bruto Pomeroy había realizado una película de 35 minutos en DVD sobre el pintor y su obra. Su título: Juan Alcalde. La edad de la muerte, porque desde los 80 años hasta los 102 en que murió repetía: “Tengo la edad de los muertos”.
"Biblioteca Municipal", por Juan Alcalde
Que frágil la vida y sin embargo que estela de belleza es capaz de dejar tras si un hombre..
ResponderEliminar.
Mi gratiru por traerla de nuevo ante nuestros ojos...1
Un trabajo excepcional, mi más sincera felcitación.
ResponderEliminarUn trabajo excepcional, mi más sincera felicitación, qué suerte la tuya la de haber conocido a ese pintor para mi estupendo, un saludo muy cordial.
ResponderEliminarMiguel Sánchez-Ostiz