Juan Alcalde, pintor
por Julia Sáez-Angulo
14.07. 2020.- Madrid
El pintor Juan Alcalde (Madrid, 1918 - 2020) me mostró, en el transcurso de una entrevista que le hice en 2010, el dibujo del rostro yerto de Manuel Azaña, presidente de la II República Española, que le hizo en el Hotel Midi de Montauban, Francia en 1940. Estábamos en su estudio impoluto, cuando le invité a donar el retrato mortuorio a un Archivo del Estado Español, dijo que no le importaría, por lo que hablé con Rogelio Blanco, Director General del Libro en el Ministerio de Cultura y se aceptó la obra. Me comentó que sería bueno que el dibujo fuera al Museo de la Memoria Histórica, recién creado en Salamanca por el presidente J.L. Rodríguez Zapatero. Cuando le comuniqué a Juan Alcalde la aceptación e intenciones del Director General del Libro, el pintor me comentó con su sorna habitual:
-A mí me gustaría más que se quedara en Madrid, donde nací, porque Salamanca me suena al extranjero.
-Pues díselo a Rogelio, cuando lo veamos.
Así lo hizo, y finalmente el dibujo sobre Manuel Azaña muerto, se quedó en el Archivo Histórico Nacional, después del encuentro del artista y Rogelio Blanco, en un almuerzo privado, al que el Director General del Libro nos invitó a Juan Alcalde y a mí en un comedor privado del Ministerio de Cultura.
Poco después de esta donación fue cuando Juan Alcalde me contó, pausadamente, casi al dictado y con buen humor -que era cómo hablaba casi siempre- toda la historia que sigue a continuación, mientras yo grababa y tomaba notas para escribirlo.
Juan Alcalde leyó la historia que narré y sonrió. Le gustó, reflejaba su sorna.
-¿Dónde la vas publicar?, me preguntó.
-Donde y cuando pueda, le respodí.
Juan Alcalde acaba de fallecer a los 102 años, el 31 de mayo de 2020. Era un hombre magro que se cuidaba en las comidas y llevaba una vida sana y solitaria para bien de su trabajo artístico. Creo que es el momento de publicar aquella autobiografía personal resumida. Su relato, casi al dictado, que comenzó por una visita que había recibido recientemente en su casa de una antigua conocida francesa.
Como es un poco larga, se publicará la Autobiografía, fraccionada en cinco capítulos.
EXILIO Y CAMPO DE CONCENTRACIÓN EN LOS PIRINEOS ORIENTALES
Cuando aquella francesa, que conocí en 1939 en el campo de concentración de Le Barcarès en Francia, me llamó por teléfono desde París en 2009, porque quería verme, me alteró la psique, el pensamiento, porque me trajo a la memoria todo lo vivido por mí durante varias décadas, como dicen que sucede a los moribundos, poco antes de desfilar a la morada definitiva.
Fue en 1939 cuando pasamos a Francia como ejército derrotado en la guerra civil, convertido en incierto número de exiliados. La víspera de cruzar la frontera nos reunimos todos en una localidad fronteriza catalana, en torno a una hoguera en la que cada cual contaba sus historias padecidas en el frente de guerra, como si todos quisiéramos quemar aquellas vivencias trágicas en España, antes de emprender una nueva vida.
Éramos muchos los que deseábamos viajar a Hispanoamérica pero, una vez en territorio galo, la gendarmería nos condujo en primer lugar al campo de concentración de Saint-Cyprien. Allí había hombres, mujeres y niños, todos mezclados y sin servicio higiénico alguno. Se vivía, comía, orinaba y defecaba en el mismo lugar; apenas si había condumio. Los franceses no estaban preparados para aquella avalancha de gente huyendo de España. Hasta el cuarto día no empezaron a llegar periódicamente grandes panes amasados y cocidos en grandes piezas para veinte personas; los más espabilados se tomaban más raciones que la suya, mientras que los tímidos o apocados como yo nos quedábamos in albis. El hambre venía de antiguo y se había almacenado en la mente de los españoles como una obsesión. Los que éramos muy jóvenes y más retraídos no pillábamos cuchara. Poco a poco fueron poniendo un poco de orden y concierto en aquel lugar, entre otras cosas, se dispuso que las necesidades fisiológicas se evacuaran en un lugar más alejado del de la convivencia común. Algo elemental pero no siempre real.
Al poco tiempo dispusieron que los hombres fuéramos a Le Barcarés, otro campo de concentración más ordenado y seguro, situado junto a la playa que hacía de líquido muro de contención para que allí no escapara nadie. Nos llevaron hasta unos barracones desvencijados, donde los gendarmes franceses nos estabularon a todos los miembros del ejército republicano español, que habíamos cruzado como derrotados la frontera de los Pirineos Orientales.
Yo era un muchacho de veinte años, desnutrido, con la mirada triste y, pese a todo, no mal parecido, al menos para los ojos de Vivianne, una preadolescente que vivía junto a aquel campo odioso, donde se moría la gente de tal manera durante los primeros días de entrada, que hubo que hacer un llamamiento a los carpinteros españoles allí refugiados para que fabricaran improvisados ataúdes con cuatro tablas y poder dar sepultura mínimamente digna a los cadáveres. Morían de agotamiento, de dolor, de fracaso, de angustia de la guerra... La maldita guerra que había hecho estragos en su espíritu, más que en su cuerpo mellado y maltrecho.
El caos en aquel campo era total. En mi inexperiencia e ignorancia, no entendía cómo Francia, una noble República, no acogía con más dignidad a los ciudadanos derrotados de su hermana la II República Española. El hacinamiento era total, terrible. Yo tuve la suerte de agenciarme uno de los ataúdes prefabricados por los improvisados carpinteros y, después de hacerle unos orificios en la tapa para poder respirar, me metía en él por la noche para aislarme mejor del suelo, de la humedad, del frío y de los otros compañeros. Más de uno, supersticioso fundamentalmente, me miraba con estupor al verme capaz de meterme en semejante refugio. “Cualquier día te entierran vivo”, me amonestaba algún gracioso. Yo me encogía de hombros. Desde que mi hermano mayor, Pepe, murió en el frente, no me importaba morir, es más, en mi estado juvenil, la muerte me parecía un acto heroico, por lo que de silencio y ceremonia traía a continuación. Seguí durmiendo en mi ataúd hasta que, lamentablemente, un día me echaron de él, porque un muerto lo necesitaba más que yo.
Poco a poco se fueron imponiendo ciertas normas en aquella desorganizada masa de españoles apelotonados y los días fueron encontrando cierta rutina, que es la medida de la organización de los hombres. Rufino Sanchigómez, un muchacho fornido, profesor de Educación Física, que tenía el don de relacionarse bien con todo el mundo, le propuso al comandante Lafontaine, responsable del campo, que le permitiera dirigir unos ejercicios físicos con todos nosotros, para que nuestros cuerpos no se anquilosaran o estallaran en una rebelión contraproducente para todos. Ante la segunda posibilidad, Sanchigómez obtuvo el permiso y, con un altavoz, desde una torre de control, todas las mañanas nos dirigía una sencilla tabla de gimnasia para estirar brazos y piernas, saltar, dar vueltas corriendo en torno al patio central de los barracones y poco más. Cada cual hacía lo que podía y resultaba patético ver a hombres mayores seguir aquellos ejercicios de manera desgarbada y sin ganas, pero estuvo muy bien la idea del profesor de Educación Física de removernos a todos cada día en una suerte de toque de diana.
pintura, por Juan Alcalde
pintura, por Juan Alcalde
Un retrato a lápiz que me llevó a Perpignan
Un día Rufino Sanchigómez vio un retrato a lápiz que yo le estaba haciendo a un vasco, compañero de barracón, y me dijo ¿Por qué no le haces otro retrato al comandante Lafontaine? Le gustará. Me encogí de hombros, que era un gesto muy mío de aparente indiferencia, y al día siguiente Rufino me llevó a la presencia del comandante, donde le hice un retrato con la tinta china que él tenía en su mesa de despacho y lo coloreé un poco con manchas del vino tinto, que restaba en su vaso sobre la mesa de despacho. Mientras lo hacía, entró allí una muchacha preadolescente que se puso junto a su padre mirándome fijamente, mientras yo llevaba a cabo el retrato justo en frente de ambos.
Al comandante le gustó tanto mi trabajo artístico, que no se cansaba de mirar y alabarlo. Los retratos tenían entonces una gran aceptación entre la gente, porque no estaba tan extendida como ahora la propiedad de una cámara fotográfica. Verse reflejado en un papel o en un cartón era algo mágico para algunos de los retratados. Era claro que Lafontaine estaba encantado con el retrato que yo le había hecho y lo subrayaba ante su hija con una sonrisa de satisfacción mirándolo. De pronto, el comandante sacó su cartera del bolsillo, me dio un billete y me dijo:
-Para que vayas al cine esta tarde. Le diré a mi chofer que te acerque a Perpignan.
La niña no perdía ripio de la escena con sus ojos firmes de mirada atenta. Su padre le regaló también a ella unas monedas, como había hecho conmigo. Me pareció un gesto muy paternal el de aquel hombre, aparentemente duro, al darnos dinero a su hija y a mí en aquella ocasión.
Cuando me vi a solas en Perpignan, me vino a la mente la idea de fugarme. Años más tarde pensé, si el comandante Lafontaine, al verme tan joven, no me habría dado deliberadamente aquel permiso a Perpignan para que pudiera huir, pero yo era demasiado joven para imaginar sutilezas y me atuve al pundonor en que había sido educado por mis padres, de cumplir siempre con mi palabra, máxime con aquel hombre que me había prestado su coche y su chofer para llevarme al cine. Algo realmente insólito.
“Si este comandante francés cree que voy a aprovechar la ocasión para fugarme, se va a enterar de lo que es capaz un caballero español que ha empeñado su palabra”, me decía a mí mismo lleno de orgullo, ahíto de honor calderoniano. “Volveré al campo en el tiempo previsto”, me dije. Así lo hice al salir del cine, donde había visto una película americana de amor y lujo, con hermosas mujeres rubias de Hollywood, que se me antojaban un sueño. Regresé puntual al campo de concentración, que no otra cosa eran los campos de internamiento o de refugiados, como se les llamaba con un eufemismo impúdico.
Al día siguiente nuestros vigilantes nos mandaron quitar las ropas gastadísimas que llevábamos puestas y nos entregaron unos uniformes desentorchados de la guerra del 14, que el ejército francés parecía haber tenido la precaución de guardarlos en los almacenes, para cuando llegaran los españoles exiliados. Aquella indumentaria me pareció ridícula, pero algunos se sentían encantados de poder vestirse con uniformes del ejército fuera el que fuese, sentían que les confería autoridad y poder. Se probaban unos y otros hasta conseguir la talla más adecuada a su figura. Yo esperé pacientemente a que me dejaran el último, pues estaba dispuesto a deshacerme de él en la primera ocasión posible.
Mi reputación de artista, buen dibujante, crecía en el campo de concentración. Yo había hecho retratos en el frente de guerra a Líster y a El Campesino, dos tipos crueles donde los haya. A El Campesino lo vi liquidar en un segundo con su pistola a dos alemanes que andaban perdidos en Guadalajara. En vez de ir hacia el frente de los nacionales, aquellos germánicos se encaminaron hacia nuestro lado y El Campesino fue inmisericorde con ellos. Se le veía disfrutar descargando su pistola. ¿Pero por qué no los hace prisioneros y los canjea por otros de los nuestros?, pensaba yo para mis adentros, pero no había nada que hacer. Al que le gusta matar, aprovecha bien las guerras para hacerlo.
Yo comía periódicamente con esos dos jefes de nuestro bando republicano, pues estaba afiliado a la FUE y ellos dos eran comunistas. Líster acabó en la Unión Soviética y El Campesino dando tumbos por París, porque no se entendió con los rusos. Era una mala bestia ¿Qué habrá sido de sus retratos? Eran obra mía que seguramente se habrá perdido. Manolo Ortega, otro pintor amigo, me contó años más tarde, que había visto a El Campesino en el Café Flore de París en los años 60. Se acercó a ellos un hombre, porque los oyó hablar español y se presentó como El Campesino. Ortega me dijo, que al escuchar su nombre, los amigos y él se quedaron mudos, pero poco a poco se incorporó a su conversación con naturalidad.
"Bañistas", por Juan Alcalde
"Bañistas", por Juan Alcalde
El embajador de México en Vichy
Retrato de Manuel Azaña
Conocedor de mis habilidades artísticas, un día de llegó al campo de Le Barcarès el embajador mexicano acreditado en Vichy, que residía en el sur de Francia, para llevarme al Hotel Midi de Montauban, donde acababa de fallecer el presidente Manuel Azaña el 3 de noviembre de 1940. Quería que le hiciera un retrato post-mortem de su cara. Me dejó a solas con el cadáver y lo llevé a cabo con carboncillo. ¿Dónde estará también ese retrato? Supongo que se lo quedó el avispado embajador mexicano. Menos mal que tuve el reflejo de hacer un borrador y una réplica para mí mismo en uno de los varios papeles que me dieron para dibujar. Siempre pensé que Azaña murió de miedo y pena en aquel Hotel Midi, el más elegante de la ciudad francesa, donde se alojaban diplomáticos de distinta procedencia y representantes de la Alemania nazi. Aquel Hotel era como la casa de los líos, en un piso vivían los nazis amigos del régimen de Vichy; en otro los ministros republicanos españoles, y, en otro, los diplomáticos ante Pétain, como el embajador mexicano. Era el mejor establecimiento hotelero de la ciudad y alojaba a todos los representantes del poder o la diplomacia de uno u otro signo. Yo sentí también miedo en aquella ocasión, pues temía que los alemanes leyeran en mi cara que yo era un español exiliado y me hicieran identificarme ante ellos. El avance de la Alemania nazi era imparable; muchos creíamos que se iba a imponer en toda Europa, por lo que sólo soñábamos con viajar a América como pudiéramos, pero la cuestión no parecía fácil, ni viable. Los alemanes no daban precisamente facilidades. El embajador mexicano me llevó de nuevo al campo de concentración y allí, a seguir la vida en la que ya empezábamos a pensar en la manera de como huir del lugar.
Recuerdo que alguna vez volví a ver por el campo de concentración o asomada a la ventana del despacho del comandante Lafontaine, a su hija adolescente, a la que yo veía como una niña y no me llamó la atención en absoluto. Ni siquiera supe su nombre.
Un día encontré a un perrillo callejero abandonado por la zona con el que me dispuse a compartir vida y comida. Era un compañero grato, que supo hacerme un gran favor: contagiarme la tiña para que me llevaran al hospital o lo que fuese aquello, donde aparcaban a los enfermos. Me cortaron el pelo al rape y me metieron en la zona de los locos pacíficos, pues a los agresivos los tenían confinados en otro sitio. Allí nos daban mejor de comer que en el campo de concentración. Los locos eran, en líneas generales, muy educados, sobre todo uno de ellos que tenía la cama de al lado de la mía y que golpeaba con sus nudillos al aire todas las mañanas, para poder pasar a mi espacio y saludarme. Había muchos trastornados en el campo de concentración, fruto de los recuerdos de la guerra y de la pérdida de su patria o de su familia. El desquiciamiento era la antesala de la locura, en la que más de uno caía y lo notábamos en los soliloquios que lanzaban a lo alto. Eran monólogos extraños más que dramáticos, en los que el razonamiento y la lógica brillaban por su ausencia, aunque tuvieran, supongo, una coherencia interna para ellos. Desde aquel hospital, sí era más fácil fugarse. Volver al campo de concentración era correr el peligro de que los alemanes entraran y nos fusilaran a todos de una barrida. Lo conseguí junto a otros dos amigos pintores: Jordá, nacido en Alcoy, y Ardús, en Barcelona. El primero trabajaba como cocinero en el campo de concentración, y el segundo, como abastecedor de compras. Yo era el que hacía las camas y limpiaba las habitaciones, trabajos domésticos que me vinieron muy bien para el futuro. Siempre he sido limpio y ordenado, incluso en el estudio de pintura. No concibo un taller hecho una cuadra, como suele ser habitual en otros artistas; me impediría pintar.
Jordá, Ardús y yo nos acercamos hasta Montauban donde, por medio de un gendarme debidamente untado, conseguimos los laissez passer, documentos adecuados para circular por Francia. Todo el mundo sabía, a base de susurros, cómo, dónde y quien ofrecía esos permisos o cómo se conseguían esos papeles. Yo me iba espabilando y ganaba algo de dinero con mis retratos, aunque me pagaran dos perras por ellos en los cafés. En cierta ocasión le hice un retrato a un alemán. Yo sabía ya bastante francés y, desde luego, más que aquel germánico que me tomó por galo desde el primer momento. Quería un retrato suyo para enviarlo a su novia en Alemania.
Con los días, Jordá, Ardús y yo alquilamos unas bicicletas, el medio de transporte del momento para circular por Montauban y tratar de encontrar trabajo y cauce para viajar a América. Como teníamos poco dinero, encontramos la manera más barata de comer y subsistir a base de pan y tomates que tenían buen precio. Todo iba bien hasta que nos entró una colitis que no había manera de cortar. Un día nos detuvo un gendarme francés y yo, ufano y muy seguro de mí mismo, le dije que tenía documentación y le entregué mi laissez passer con la cara alta, para que nos dejara circular con nuestras bicis. El muy malvado, con mi documento en la mano, me mira a los ojos y me dice:
-¿Qué tiene usted documentación? ¡Pues ya no la tiene!, mientras rasgaba mis papeles en pedazos delante de mis narices.
Nos detuvo a los tres y nos condujo a un gran salón de baile con espejos, donde había más detenidos españoles. A mí, aquella situación no me gustó nada, intuí que algo raro y maligno podría sucedernos. Imaginé a los alemanes pasándonos a todos por las armas pues, como ya he dicho, los veía vencedores de la situación. Los franceses ya no podían protegernos, pues tenían que protegerse a sí mismos. Por la noche decidí escaparme deslizándome por una ventana lateral, haciéndome rasguños en manos y brazos y dándome una culatada sonora, que me dejó la rabadilla averiada durante un buen tiempo. Huí sólo, como pude, sin saber muy bien a dónde ir. Los gendarmes o los alemanes patrullaban por la zona con focos como si hubiera toque de queda. Me fui moviendo por las sombras esperando lo peor en cada recodo. Encontré al fin una casa burguesa, con la puerta de entrada que cedió ante un patio con macetas y una bicicleta dentro. Llamé a la puerta de una vivienda baja y me dieron cobijo. Una buena mujer me dijo que me lavara las heridas y me dio algo de comer. Al día siguiente tendría que irme, porque de lo contrario podría comprometerlos a ellos, me advirtió.
Continuará mañana el cap. II
Continuará mañana el cap. II
Extraordinario documento histórico!
ResponderEliminarBellísimas pinturas. Por razones de recuerdo donostiarra, la que más me tocó fue la de San Sebastián. Cerca de allí está Guetaria, patria de Elcano. La nave Victoria anduvo también por estas tierras australes argentinas y ya pasaron quinientos años de eso. Son todos recuerdos muy fuertes. Muchas gracias,
ResponderEliminarRaúl