domingo, 19 de julio de 2020

MANOLO ORTEGA (Autobiografía II). LA GUERRA CIVIL Y LOS DUELOS A PISTOLA Y SABLE



Apunte de pintura
Manolo Ortega, pintor



Transcripción y redacción por Julia Sáez-Angulo

21/07/20 .- Madrid Mi padre, Manuel Ortega Pichardo, era un hombre monárquico liberal muy inteligente. Prefería racionalmente la Monarquía a la República para España, porque pensaba que el poder representativo de un hombre en la jefatura del Estado evitaría el desgaste excesivo del guirigay en las luchas políticas partidistas para alcanzarlo, tal y como sucedía en aquel momento. En definitiva, creía que la República traería más inestabilidad a la sociedad y más disgustos a la ciudadanía. Su filosofía era la de que el hombre debe ser libre para trabajar, que tenía que tener vergüenza torera para actuar libremente sin leyes excesivamente  coercitivas ni protectoras por parte del Estado, que le llevaran a la irresponsabilidad o a la holganza.
Supo desde muy pronto que el comunismo era lo contrario de la libertad y que el Frente Popular se había apoderado de la II República. Tenía muy claro que aquello no iba a funcionar. Él no tuvo que lamentarse como José Ortega y Gasset diciendo “No es eso. No es eso” porque vio venir la situación de modo meridiano, antes de empezar todo el conflicto bélico.
Al estallar la guerra civil mi padre sabía que había que tomar partido, porque en esos momentos de estallido no existe tierra de nadie. Él había visto los conflictos y guerras en el norte de África durante el Protectorado de Marruecos, el levantamiento de los mineros en Asturias en 1934 y la represión consiguiente... Todo eso le daba mucho que pensar.
Después de la quiebra de la CIAP, hacia finales de 1935, nos trasladamos al palacete de la tía Lola –prima de mi padre-, que estaba situado en la avenida de la Reina Victoria, que entonces se llamaba de Pablo Iglesias, porque se había cambiado el nombre a las calles en tiempos de la II República (a la Gran vía se le puso avenida de Rusia). Con la tía Lola vivían también Zoraida, su hija y una nieta que acababa de nacer en el sanatorio cercano. Zoraida estaba casada con un teniente de artillería del bando nacional. En la cercana Ciudad Universitaria de Madrid, paralizada en sus obras por la guerra, aparecían cada mañana hileras de muertos por ajustes políticos de cuentas pasadas. Los niños, siempre curiosos ante la muerte, iban a verlos, entre ellos nuestros amigos Luis Vigil y Gonzalo, que después venían a contárnoslo a nosotros como una aventura tremenda. A mi hermano y a mí no nos dejaban apenas salir de casa de la tía Lola, de modo que no podíamos ver el espectáculo.
En el mismo año de 1936, la casa de la tía Lola –donde vivíamos mi padre, mi hermano y yo- sufrió cinco registros de los milicianos, a los que mi padre supo tratar al principio con cierta habilidad sobre su ideología política. La casa se había transformado desde el estallido de guerra en julio del 36; la capilla que había en la casa se transformó en una habitación para guardar los juguetes y cosas varias, principalmente floretes y máscaras de esgrima. La casa tenía dos torreones y los hermanos dormíamos en uno de ellos, mientras que el otro lo utilizábamos para jugar.
Mi padre se hacía pasar por anarquista. Tenía buena labia y sabía convencer a los milicianos, pero, al quinto registro, cayeron todos los miembros de la familia: al teniente de artillería se lo llevaron y lo mataron; a la tía Lola, a su hija y a la bebé se las llevaron a la Cárcel Modelo y allí estuvieron durante toda la guerra. La niña pasó en prisión los tres primeros años de su vida. A mi padre se lo llevaron a la checa de Fomento, después de intimidarlo y llevarlo varias madrugadas por los paseos del Metropolitano a la Moncloa, donde podía contemplar las hileras de muertos A mi hermano y a mí, los milicianos nos dijeron que cogiéramos lo necesario y nos fuéramos de la casa. Tomás y yo cogimos lo que más valorábamos entonces: los guantes de boxeo, los floretes y algunos juguetes más. Lo demás nos importaba poco. Mi hermano se fue a vivir con su amigo Luis Vigil –su madre se mostró una mujer excelente y acogedora- en la calle Reina Victoria –y yo, con mis primas maternas Angelita y Ana María. De mi padre no sabíamos nada y la familia lo dio por desaparecido o muerto.
A mi padre le requisaron el coche y a Brígido lo colocaron de chófer de un jefecillo político según supimos más adelante. Le estalló cerca una bomba y casi se quedó ciego. A José Pérez Antón le perdimos la pista y no volví a verlo hasta después de la guerra, mendigando en la calle Goya. Lo reconocí enseguida y él también se alegró mucho al verme.
Mi padre estuvo en la checa de Fomento hasta que consiguió salir gracias a los buenos oficios de la madre de Luís Vigil, casada con un marino de guerra republicano. La mujer intercedió ante su amigo el socialista Julián Besteiro; Brígido, el chófer, también lo hizo ante Julián Grimau (padre del que años más tarde fusiló Franco), republicano influyente que tenía fama de torturador. Al fin se logró que lo pusieran en libertad. Cuando mi padre salió de la checa de Fomento estaba totalmente blanco de color y desnutrido. Era otro. A partir de su salida, mi padre se cambió de identidad y se refugió en la casa de su prima Ana Mari, donde se escondió prácticamente durante lo que quedaba de la guerra. Era otro hombre, apenas salía de casa por temor a ser detenido de nuevo. Fue entonces cuando de verdad tratamos y conocimos a mi padre como padre y no como al hombre de negocios, siempre ocupado en la editorial que dirigía. Resultó ser un hombre afable, cariñoso y divertido. Nos decía que cuando acabara la guerra iríamos a buscar a mi madre en Levante y viajaríamos todos juntos por el mundo. No pudo ser. Ambos se irían muy pronto.
A mi padre se le dio por oficialmente desaparecido durante cierto tiempo de guerra y, como ya he dicho, apenas salía de casa de su prima. Cuando terminó la guerra civil, él era un hombre avejentado y decepcionado. Con todo, trató de sacar de nuevo energías e ideó una segunda editorial.

Soñar con unos nuevos “Episodios Nacionales” tras la guerra
Mi madre había fallecido en el sanatorio de Villajoyosa en 1938, durante la guerra civil; la habían trasladado desde Madrid a esa localidad levantina durante la contienda.
Yo, que tenía quince años al estallar la guerra y la pasé entera en casa de mis tías, por parte de madre, que se apellidaban Jaén y Pérez de Monforte. Se llamaban Angelita, Ana María… pero todas tenían motes familiares: Chucha, Momi…Yo me dedicaba todas las horas a dibujar piratas sobre papel y cartón, a recortarlos y tratar de ponerlos en pie. Fue un buen ejercicio de dibujo.
            Mi padre viudo se volvió a casar de nuevo en 1940. Lo hizo con Mery del Olmo, una hija de militar que tendría unos 30 años, veinte menos que él. Vivió con nosotros en Claudio Coello, 43, hasta que mi padre falleció y se fue a vivir a Ayala, 154, con una hermana soltera. Mi mujer, Carmina Oyonarte, y yo siempre mantuvimos una relación amistosa con Mery.
Entre los proyectos de mi padre, después de la guerra, estuvo el de publicar una serie de libros que fueran la continuación de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. Francisco Camba había sido el escritor elegido por mi padre para dar continuidad a esos nuevos Episodios; decía que su hermano Julio Camba estaba marcado por su sentido del humor y no procedía que hiciese los relatos históricos que habrían de ser serios y llevar a los españoles la comprensión de lo que había sido su historia más reciente. Sólo escribió algunos libros, entre ellos: Cuando las bodas del Rey, referido a Alfonso XIII, un libro que cuenta muy bien el atentado de la bomba de Mateo Morral con una bomba al regreso de la carroza real de la ceremonia de Los Jerónimos. Hoy es prácticamente son libros inencontrables.
El objetivo era llegar con los nuevos Episodios hasta la guerra civil de 1936-39 y explicar las claves del por qué surgió la contienda. Pero al fallecer mi padre en 1943, se truncó el proyecto. Mi hermano y yo renunciamos a la herencia de mi padre porque tenía más deudas que haberes. Así nos lo recomendó el escritor Cristóbal de Castro, que estaba muy al tanto de los negocios de mi padre, negocios variados como el de la empresa Autos Acedas, de coches de pedales, capaces de hacer más de treinta kilómetros por hora, muy solicitados después de la guerra. Aunque su negocio preferido era el de la editorial. Muy cerca de él estuvo Tomás Borrás, un falangista que venía a comer a casa con frecuencia. Su mujer era La Goya,  una vedette muy simpática.
El escritor Francisco Camba nos animaba a mi hermano y a mí a que siguiéramos con el negocio de la editorial, pero no nos sentíamos preparados ni capaces de ello.
Después de la muerte de mi padre, yo traté bastante a Francisco Camba, cuando abandonó el Círculo de Bellas Artes, del que era socio, y se pasó a la Gran Peña, de Gran Vía, 2. Me contó que se produjo a raíz de ver a un tipo que se dirigía hacia donde él estaba y ante su horror, lo vio escupir en una escupidera cercana en el suelo. Estupefacto, de una patada lanzó la escupidera al otro extremo del salón y se marchó del Círculo diciendo: “Aquí viene gente sin educación”.
Durante la guerra, mi padre apenas tuvo contacto con los escritores que había tenido en su editorial, como Fernández Flórez, Azorín, los hermanos Machado, Antonio y Manuel; Pedro Mota, Joaquín Belda, Cristobal de Castro… Del tema de la estancia en la checa de mi padre, escribieron Agustín de Foxa –en Madrid de Corte a checa- y Wenceslao Fernández Flórez. Este último venía mucho por casa después de la guerra. Fue en este tiempo también, cuando comenzamos a veranear con mi padre en San Rafael o en San Vicente de la Barquera. Desde esta última localidad fuimos a visitar a la escritora Concha Espina a su pueblo de Mazcuerras en Santander. Tenía una bonita casa y nos invito a comer


Manuel L. Ortega Pichardo, padre del pintor

Duelos a pistola y sable
Mi padre tenía dos cicatrices rotundas en su cuerpo: una en la cabeza y otra en la comisura de los labios. Eran resultado de dos duelos que tuvo, según me contaba mi tía Lola. El primero, fue a pistola y tuvo lugar en Jerez de la Frontera, cuando mi padre dirigía el Diario de Jerez y sostuvo ciertas diferencias por escrito con un colega que trabajaba en el Guadalete, diario de la competencia. El rival era un tipo atildado y pedante; un cursi insoportable, deseoso de hacerse notar a costa de polemizar con mi padre, llevando la contraria sistemática a su línea editorial.
Un día que ambos periodistas coincidieron en el teatro; mi padre pasó por la fila de butacas delante de su adversario y, a propósito, pero como si fuera de modo casual, le empujó la cabeza con su brazo y le tiró al suelo el peluquín. El tipo del Guadalete, humillado, se puso furioso y lo retó a duelo.
- ¿A muerte o a primera sangre?, preguntó impávido mi padre, ante los que presenciaban el hecho.
Los tiempos andaban civilizados en aquellos años y el duelo se fijó tan sólo a primera sangre. El ofendido era el que tenía derecho a elegir armas y el pedante del Guadalete eligió pistola.
No sé como salió parado el contrincante de mi padre, si sé que a mi progenitor le saltaron las muelas de la mandíbula inferior y tuvieron que reponérselas todas en oro, señal de riqueza y ostentación, ya que su posición de entonces era acomodada. De aquel lance le quedó una cicatriz en la comisura de los labios.
El segundo duelo no sé muy bien cuando ni por qué fue. Creo que por un asunto de faldas porque la tía Lola no fue muy explícita al contármelo. Lo cierto es que en esa ocasión mi padre tuvo que batirse con un capitán de caballería que, como ofendido, escogió el arma: ¡el sable!, según dijo el militar muy irritado.
Mi padre no había manejado un sable en su vida, mientras que el castrense había descerrajado numerosas cabezas de moros en las guerras de África. La cosa se ponía complicada, pero mi padre no se arredró. Mientras se buscaban padrinos para acompañar a los protagonistas del duelo, a mi padre le dio tiempo a recibir una clase de sable con un maestro armero el día de la víspera, lo cual debió de dejarle más bien derrengado que experto, para la incidencia que le esperaba. Pero él no bajó la guardia.
Cuando llegó el amanecer del duelo –también a primera sangre para lavar con ella el honor- los padrinos fueron tomando medidas: los correspondientes pasos de distancia y las posiciones oportunas antes de colocar a los duelistas de espaldas. Mi padre pensó que aquellos momentos eran cruciales para bajar la moral del adversario y, emboscado en un rostro impenetrable, se puso a jugar tranquilamente con la punta del pie en un hormiguero que había en la tierra del descampado. Esperaba que aquel gestó banal desmoralizara al militar de marras, lo que no impidió que el castrense propinara a mi progenitor un buen sablazo en su cabeza calva, herida que le dejó otra cicatriz que cubría habitualmente con el sombrero.
Estos duelos de mi padre me recuerdan otro duelo que me contó el poeta Adriano del Valle,  cuando posaba en mi estudio para que yo le hiciera un retrato, uno de los mejores de mi trayectoria, modestia aparte. Ese duelo tuvo lugar entre Adriano y Camilo José Cela durante un congreso de escritores en Ávila. Como el primero había estrenado un traje, Cela decidió bautizarlo metiéndolo en una bañera. Para lavar el honor del ofendido, se estableció un duelo entre Adriano y Camilo en el que, dado que Adriano era mayor y Cela tuberculoso, se eligió la garrota castellana como arma. Se establecieron una serie de normas como que no podían pegarse garrotazos en la cabeza ni en las partes pudendas, por lo que prácticamente no cabía duelo a sangre. No se sabe como transcurrió, pero ambos duelistas presumían de haber vencido al otro con sucesivos garrotazos. El duelo se publicó en la prensa y tuvo su notoriedad, que debía de ser lo que ambos escritores buscaban.
"Vega del Tajuña", por Manolo Ortega


Partimos de cero

Renunciada la herencia a las empresas de mi padre -no se aceptaron ni a beneficio de inventario-, mi hermano y yo nos fuimos a vivir a una pensión cercana a la Plaza de las Descalzas Reales. Para ganar el tiempo perdido durante la guerra civil, el ministerio de Educación daba facilidades para avanzar en el Bachillerato. Hicimos algo así como dos cursos en uno, para poder seguir adelante.
Mi hermano Tomás y yo estábamos apenas sin dinero cuando mi hermana Julia Heinniger murió en 1944. Fue una muerte triste y dramática; un suicidio. Su herencia, procedente del padre suizo, nos permitió seguir adelante en los estudios académicos, ya que vendimos todos sus bienes en Suiza a unos parientes suyos que vinieron y nos propusieron un precio. Tomás, que se sentía muy caballero español -llegó a ser militar-, aceptó el primer precio sin regatear, como si fuera venido de otro caballero español, que  era suizo. No se discutió lo más mínimo. Aquella herencia cumplió la mejor función que se puede pensar: pagar los estudios militares de Tomás y los míos en Bellas Artes.
Hice el servicio militar de tres años -lo que se pedía en los primeros tiempos de posguerra-, destinado en la Sección del Servicio Geográfico situada en la calle Prim de Madrid. La llamábamos jocosamente la S.S. Me destinaron allí porque sabían que dibujaba. Cada quince días nos tocaba hacer cocina: cuando llegaba el camión nos echaban un saco de patatas y nos ponían a pelarlas. Los demás días, simplemente tenía que ira a pasar revista y después podía escaparme al parque del Retiro, donde podía dibujar o pintar. Se daba por hecho que estaba trabajando en una de las oficinas militares.

"Niña", por Manolo Ortega


Firma de Manolo Ortega

Ingreso en la Escuela de Bellas Artes 1944 – 49
Ingresé en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, en la calle de Alcalá, cerca de la Puerta del Sol. Estudié Bellas Artes, porque desde niño dibujaba mucho y bien, al decir de todos. Durante la guerra civil había hecho varios retratos de mi padre, mis guapas tías y de otros familiares, así como paisajes urbanos que veía desde la terraza. Mi hermano y yo vivíamos en un ático de la calle Juan Bravo, esquina a Alcántara.
Antes de entrar en Bellas Artes me preparé en la Escuela de Cerámica que está en un lugar tranquilo y privilegiado para trabajar, al fondo del cuartel de la Montaña, no lejos de la ermita de san Antonio de la Florida. Allí pinté sobre todo acuarelas, pues se enseñaban y practicaban mucho y bien. Se hacían acuarelas de gran formato, de hasta dos metros, como no he visto hacer en ningún otro sitio. No hice cerámica, aunque más adelante tuve que trabajar con ella de modo continuado, para los murales cerámicos que llevé a cabo en vestíbulos de hoteles y en paredes de iglesias.
En la Escuela de San Fernando tuve como profesor, entre otros, a don Joaquín Valverde (1896-1982), en la cátedra de Bodegones y Colorido. Era un profesor sevillano fantástico que no daba recetas para hacer, sino que enseñaba a ver ampliamente el modelo para interpretarlo. Era un pintor extraordinario, pero pintó poco, porque estaba entregado de lleno a la docencia. Me dio dos premios en Colorido y Composición. Cuando fui la primera vez a darle las gracias, me dijo:
-Ortega, me ha costado mucho conseguirle ese premio.
En el jurado estaban junto a él los profesores Julio Moisés y Manuel Benedito que era más clásicos, más académicos. Yo he sido siempre un artista figurativo, pero nunca académico. La siguiente vez que fui a darle las gracias por el segundo premio obtenido, el profesor Valverde me dijo con su acento andaluz:
-No me dé las gracias. ¡Iba usted muy fuerte!
También tuve como profesor de dibujo, al escultor Juan Adsuara (1891-1973), que era excelente. Más tarde a don Daniel Vázquez Díaz, que me otorgó el Primer Premio de Pintura Mural. Obtuve dos matrículas de honor en las asignaturas de Colorido y Composición. Como condiscípulos tuve, entre otros, a Félix Revello de Toro, Agustín Úbeda, Nelina Pistolessi, Juana Francés, Enrique Barandiarán o Francisco Farreras, buenos amigos y colegas. Nelina Pistolessi era una alumna muy buena que destacaba. Enrique Barandiarán era un caso muy particular de independencia, se matriculaba por libre y apenas iba a clase, porque decía que era una pérdida de tiempo. Sigue siendo un artista singular, honesto y exigente. En los jurados de pintura, Barandiarán es implacable, cuando algo no le gusta suele decir “esto es para un premio de pueblo sin alcalde”. No se anda contemplaciones y lo dice en voz alta. Una vez entró en una galería y se dedicó aexplicar a los que iban con él por qué la pintura expuesta era malísima. La galerista le invitó a abandonar el local. Mi amistad con Barandiarán perdura hasta hoy y de vez en cuando nos juntamos para conversar y comer juntos.
Julio Moisés nos daba clase de Dibujo. Era buena persona, pero no me gustaba como profesor. Tenía la manía de corregir sistemáticamente el cuadro que estábamos haciendo; con frecuencia dejábamos las correcciones que había hecho y al día siguiente él mismo se auto-corregía creyendo que los trazos eran del alumno. Mientras que Joaquín Valverde era incapaz de corregirnos de modo directo; nunca cogía el pincel del alumno. Si tenía que corregir algo lo hacía de viva voz. Le gustaba decir con frecuencia: “¡Más de conjunto!”
En 1949 obtuve el Primer Premio Fin de carrera en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando y esto fue un orgullo para mí. Dos años más tarde, en 1951, hice mi primera exposición en el Ateneo de Madrid y allí estuvo don Daniel Vázquez Díaz, que solía visitarme en mi estudio de la calle María de Molina, donde le gustaba conversar con la gente. Él vivía muy cerca en un chalet que se había hecho, cuando cobró su trabajo pictórico sobre el descubrimiento de América para el monasterio de La Rábida en Huelva.

Continuará mañana el capítulo III

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