miércoles, 22 de julio de 2020

MANOLO ORTEGA (Autobiografía IV) PARIS, CÉLULA COMUNISTA Y CAMBIOS EN EL ATENEO


"Vega del Tajuña", paisaje por Manolo Ortega

Manolo Ortega, pintor


Por Julia Sáez-Angulo

23.07.2020.- Madrid.- Viajar ha sido algo estimulante para mi trabajo de pintor. República Dominicana, Guinea Ecuatorial, Francia e Italia han sido lugares que han marcado mi obra artística. En Francia estuve unos meses viviendo en un ático, más exactamente una chambre de bonne -cuarto de sirvienta- de una familia amiga, los Buró. Yo me empeñé en alojarme en ese habitáculo alto de la casa, desde donde se veían los tejados de París y me permitía más independencia de entrada y salida de la casa sin molestar a sus habitantes.
Coincidí en Paris con Francisco Farreras y Agustín Úbeda. El primero, hombre más acomodado, se alojaba en una residencia de la Cité Universitaire, mientras que el segundo, al tiempo que pintaba, se ganaba la vida con la brocha gorda. Tenía una novia bailarina que trabajaba en el Moulin Rouge y a veces iba con él a esperarla por la noche en Montmartre, donde nos sentábamos a conversar en las escalinatas de subida. Los tres quedábamos para vernos, conversar y tomar un trago en el Café Mavillón, en la plaza del mismo nombre, en pleno barrio Latino. Una tarde, al escucharnos hablar español, se nos acercó un hombre maduro que se nos presentó:
-Soy El Campesino- dijo
- ¿El que mató a tanta gente? - preguntó Úbeda de modo automático ante un Farreras petrificado por la pregunta.
Efectivamente se identificó como tal. Acababa de llegar de la URSS donde había estado preso. Nos dijo que se había escapado de un GULAG de Siberia, donde lo habían metido, porque él no aguantaba el mando y la disciplina de nadie.
Úbeda se casó en España con su novia la bailarina y lo celebramos en un restaurante cerca de Cuatro Caminos. Era un tipo simpático; estuvo en mi estudio una semana antes de morir. Cuando vino a Madrid puso una galería de arte que se llamaba Sagra, junto al café Gijón. Quería que yo fuera socio, pero a mí no me interesaba. Allí expuso Enrique Barandiarán; yo no lo hice nunca. Recuerdo que cuando Úbeda vio los murales que pinté en el Hotel Colón de Madrid y en las iglesias del Cristo de la Victoria y otras, me dijo:
-Manolo, tú eres Piero de la Francesca y yo El Greco.
Carmina y yo conocimos y tratamos también a la segunda mujer de Úbeda, una mujer muy interesante y sensata.
En Francia tengo buenos amigos y allí quedó una parte de mi obra, entre ella un retrato de mi ahijada parisina. El Gabinete de Prensa del Ministerio de Cultura de España exhibía un cuadro mío de esa época en Paris: una Vista del Sena resuelta en grises y platas que reflejan la grisalla de la capital francesa. El cuadro estaba situado junto a otro del mexicano Orozco. Una buena compañía, que no se que habrá sido de él. Con el paso del tiempo los cuadros se mueven de pared y de sitio.
Con mi mujer y mis hijos hemos recorrido, en vacaciones de verano, numerosos países de Europa –sobre todo Italia- y no dejábamos de visitar los museos de arte, por lo que a todos nos benefició como artistas que somos. Los coches se gastaban y sucedían y el último que tengo es un Lada ruso, más duro que ningún otro.
La beca que me concedió la Fundación Juan March en 1960 me permitió viajar a Italia varios meses, para perfeccionarme en la pintura al fresco, una técnica muy poco practicada en España y que a mí me ha permitido llevar a cabo numerosos murales en iglesias, seminarios, casas de urbanizaciones y otros edificios. También, dar clases de fresco en el estudio de Betsy Westendorp de Brías en Majadahonda. Mi esposa Carmina no pudo viajar conmigo a Italia, porque acababa de dar a luz a mi segundo hijo, Carlos. Pero años más adelante, los cuatro miembros de la familia hicimos un prolongado viaje a Italia que nos permitió conocer a fondo todo el país y todo su arte.

DEDICADO A MURALES

1962-82.- Estos veinte años de mi vida me dediqué por entero al arte aplicado a la arquitectura, lo que me permitió vivir bien, al día, pero dejé de exponer en galerías de arte, aunque no de practicar la pintura de caballete en el interior del estudio y en el exterior, al aire libre en la naturaleza. Las anécdotas de estos años de intensa dedicación a los murales son infinitas. Yo solía instalarme en los sitios para los que trabajaba como Medinaceli o Navas del Rey. Era la manera de madrugar mucho y hacer que me cundiera el tiempo, sobre todo si trabajaba en un mural al fresco ya que, debido a la técnica debía de hacerlo de manera seguida, pues cuando la cal fraguaba ya no se podía trabajar encima. Era y me sentía joven, capaz de trabajar hasta dieciséis horas seguidas. En 1957, en Navas del Rey, un pueblo a cincuenta y dos km. de Madrid, trabajé en mi segundo mural, un fresco de más de 70 metros que me encargó don Manuel, un párroco nacido en Andalucía, un hombre muy culto que tenía gran interés en mi trabajo. Era un erudito y estaba al tanto de todo lo que yo hacía. Un hombre de rica cuna y que vivía de manera muy sencilla. Él procuró que se instalara una fábrica de chalecos en el pueblo, para que pudieran trabajar allí las mujeres. Tardó mucho en pagarme porque le costaba sacar el dinero al pueblo y al obispado, pero a mí no me importaba, porque lo conocía bien y yo sabía que acabaría cobrando como así fue. Me alojaba en la Telefónica, una fonda del pueblo donde también lo hacía el veterinario que recorría varios pueblos en su tarea. Nos hicimos amigos y fuimos juntos a más de una corrida de toros en los pueblos cercanos, cuando las plazas efímeras se construían con los carros de los lugareños. En cierta ocasión, este veterinario me contó una anécdota que me hizo mucha gracia: estaba vacunando a un rebaño ovino, cuando se despistó y le puso toda la dosis de una jeringuilla a una oveja. “Este animal va a morir y los dueños me van a matar, porque la muerte de un animal era una tragedia para ellos”, pensó y para curarse en salud le dijo al dueño:
-Esta oveja está muy mal; no creo que viva mucho.
-Pues ha estado triscando la mar de bien esta mañana en el campo- le replicó el dueño.
El veterinario prefirió no pasar la noche en el pueblo por si se producía el óbito.

Volver a exponer en galerías de arte
y la célula comunista

Veinte años sin exponer en galerías de arte, después de haberlo hecho en el Ateneo, la galería Goya del Círculo de Bellas Artes o la galería Biosca, que entonces eran los espacios con más prestigio, me alejó del circuito artístico en el que seguían estando mis colegas como Agustín Úbeda, Agustín Redondela y otros. No me arrepiento, porque en esos veinte años no dejé de trabajar ni un solo día en el arte y me ha permitido dejar una obra junto a la arquitectura que se traduce en más de doscientos murales al fresco, cerámicos, con vidrieras, acrílicos, al óleo o con relieves metálicos. Además, pude vivir holgadamente con ese trabajo igualmente artístico, que yo cobraba por metros.
Como he dicho, aunque dejé de exponer en galerías, nunca dejé de pintar de caballete en mi estudio. He alternado la pintura con el diseño y la creación de vidrieras como lo demuestra en el 2000, los trabajos de las vidrieras para la catedral de la Almudena en Madrid y el Palacio de Neptuno (Madrid), entre otros monumentos.
La galería Macarrón acogió a primeros de los 80 mi pintura y allí expuse en varias ocasiones. Rafael Macarrón, que murió en 2009, era su director y apostaba con fe por mi pintura y también por la de mi hijo Oyonarte. En 1994 hice mi primera exposición retrospectiva en el Centro Cultural Galileo de Madrid, lo que me permitió mostrar mis distintas facetas y series en el arte: óleos, dibujos, bocetos, fotografías sobre los murales, serigrafías, etc. Fue una larga mirada sobre el trabajo realizado.
Recuerdo que cuando expuse por primera vez en Macarrón vino a verla el pintor Francisco Farreras, compañero de Bellas Artes y, después de contemplar los cuadros con atención, me dijo:
-Está claro que de nuestra promoción sólo estamos tres pintores buenos: Agustín Úbeda, tú y yo.
Nos sonreímos. Félix Revello del Toro, otro compañero de Bellas Artes, es también un buen pintor, aunque se haya dedicado fundamentalmente a la pintura de retratos de sociedad, pero él está muy por encima del Macarrón retratista, que empezó pintando como Zuluaga, pero con el tiempo se amaneró. Nelina Pistolessi, otra colega compañera, es también una buena pintora, pero es muy lenta pintando o muy perezosa para ponerse a pintar. Tiene muy poca producción.
Durante los años 60 y 70 para tener un reconocimiento mediático se necesitaba la agi-propaganda de cierta izquierda clandestina o tolerada. Se sabía de la firma de manifiestos que se movían desde ciertas células comunistas; en aquellos años no había socialista alguno, toda la izquierda era del Partido Comunista. Venancio Marín me lo decía con toda claridad:
-Si no estás con nosotros, si no firmas nuestros comunicados o manifiestos no te apoyaremos en prensa.
Me acordaba de mi padre y sus opiniones de monárquico liberal y yo le decía a Venancio que no era comunista sino liberal, por tanto, no tenía sentido que yo secundara todas aquellas cosas en las que no creía. Efectivamente no me ayudaron lo más mínimo, pese a que Venancio era buen amigo con el que comíamos juntos o tomaba algunas copas en el bar. Pero tuve que trabajárme toda la difusión, no siempre fácil, a solas.
Por su parte, Luís González Robles, desde Cultura Hispánica, promocionaba a los artistas del grupo El Paso y a otros abstractos como Tápies, llevándolos a la Bienal de Venecia para representar a España. A este respecto ninguno de aquellos artistas hacía ascos a representar a la España de Franco y se dieron a conocer en el exterior.


Retrato del pintor Máximo de Pablo (1930- ?) , por Manolo Ortega

Series en mi pintura y
cambios políticos en el Ateneo de Madrid

Cuando dejé de trabajar los murales y me incorporé de nuevo a la vida de los pintores y las galerías, sentí cierto complejo porque me encontraba fuera de ambiente. Habían transcurrido veinte años y eran muchos. Me había resultado muy cómodo trabajar en grandes proyectos, a dos mil pesetas el metro cuadrado de mural, lo que no estaba mal en aquellos años, aunque tampoco era una fortuna; lo suficiente para vivir bien y poder viajar con mi mujer y mis hijos en vacaciones al extranjero.
Aunque nunca había dejado la pintura de caballete, volví a ella con más intensidad. Miguel Rubio Moreno, un antiguo compañero de mili, que era un empresario acomodado, venía todos los años a la feria taurina de San Isidro y me invitaba a ver los toros. Él salía insatisfecho de las corridas, pero yo contento de aquel colorido y espectáculo que me dio tema para hacer una serie “Tauromaquia”, y más adelante una de obra gráfica.
Paseando por el parque del Retiro con Carmina me llamó la atención una juventud que se movía y bailaba junto al estanque. Vi que existía otro mundo y me llevó a trabajar en otra serie de cuadros titulada “La movida madrileña”. Después, viendo las aglomeraciones en los grandes almacenes, hice otra serie titulada “Grandes multitudes”, a base de gente agolpada que te paraliza y e impide avanzar. 
          Un día me llamó por teléfono Paco Alcaraz, pintor al que habían encargado la restauración de algunos cuadros en el Ateneo de Madrid, que había sido tomado por la gente del Partido Socialista Obrero Español, PSOE, como un bastión propio para difundir su cultura y su republicanismo. Debía de ser por el año 1985. Querían renovar los cuadros colgados en el edificio y para ello sacaron los que había en los almacenes para elegir cuales exponían con arreglo a su criterio ideológico; entre ellos apareció un retrato que yo hice de cuerpo entero al pintor Máximo de Pablo, hoy ya fallecido; estaba casado con la pintora María Antonia de la Fuente desde 1964. Solía venir por mi estudio y me gustó su aspecto bohemio con la gabardina en la mano y accedió a posar para mí. Fue el cuadro que se quedó la institución, como obsequio mío, cuando yo expuse en el Ateneo en el año 1951. En principio el retrato se expuso en la biblioteca del Ateneo, pero después debió pasar a los sótanos. Paco Alcaraz me dijo que se trataba de un cuadro sin firmar, pero que tenía todo el aire de ser mío. Así se lo confirmé. Ahora se exhibe en la pared anterior a la entrada en los despachos privados. Sabe Dios cual será su futuro con estos vaivenes políticos que manipulan todo.

"Musicos", por Manolo Ortega

Paisajes en París para la Galería Biosca

            Hay personas que dejan una buena estela detrás de sí y este es el caso de Luciano Pérez Vargas, un mexicano-español o español-mexicano, hijo de un asturiano que nació en la capital azteca y vivió entre México y España. Hombre cordial y generoso, con él tuve un trato intermitente, que se perdió durante un tiempo y se recuperó en los últimos años. Cuando regresó a Madrid, se fue a vivir a una pequeña casita, casi una chabola, en Tetuán de las Victorias, no lejos de la Plaza de Castilla. En esta casa le visitamos con frecuencia mi hijo Carlos y yo; lo pasábamos bien juntos conversando. Luciano era cordial y hablaba con suavidad, lo que no le quitaba ser valiente y enfrentarse con firmeza a un ladrón que intentó robarle en el metro.
            Trabajó durante un tiempo en México, comerciando con los indios de la selva, comprándoles materiales diversos para abastecer a distintas empresas. Nos contaba que la selva era tan solitaria y peligrosa que tenían que viajar con pistolas en los coches, porque les asaltaban con frecuencia. En cierta ocasión, como no se podía avanzar en coche por un camino, envió a un indio con un caballo para entrevistarse con otros indios. Al poco rato volvió el caballo con la cabeza del indio en una pica y arrastrando el cuerpo por el suelo. Fue una escena terrible y le movió a dejar aquel trabajo tan peligroso.
            En España se puso a trabajar para la empresa de perfume Myrurgia. Cuando yo viajé a París en 1955 Él me entregó tres mil pesetas y me dijo que le pintara un paisaje de París. Durante mi estancia en la capital del Sena pinté unos cuantos paisajes de distinto formato y elegí el de la Place de Tertre para Luciano. Sus tres mil pesetas previas me vinieron muy bien para poder prolongar algunos días más mi estancia francesa. Cuando regresé a Madrid expuse todos aquellos paisajes en la galería Biosca y el de la Place de Tertre se lo regalé a una prima mía que se casaba, porque no tenía otro regalo a mano. Hice una réplica para Luciano –los artistas nunca hacemos copias de nuestras propias obras- que me quedó igual o mejor que el original.
La réplica me la llevé a América, cuando viajé a Puerto Rico, la República Dominicana y Nueva York, ya que Luciano estaba en México y supuse que encontraría el modo de enviarle el cuadro. Enseguida encontré la manera de hacerlo, cuando hice un retrato a la hija del embajador de Haití en Santo Domingo; era una mujer negra muy guapa, que me dijo que iba a viajar pronto a México y podría llevarme el cuadro. Nunca llegó la pintura a manos de Luciano, pero como era tan buenísima persona tampoco le inquietó el asunto. Él llegó a tener varios cuadros míos, sobre todo de paisajes, pero nunca le hice un retrato y lo lamento.
Luciano sin embargo sí me proporcionó el poder hacer un retrato a un empresario mexicano amigo suyo que llegó a España y lo primero que hizo fue visitar a su amigo que ya entonces vivía en la casita de Tetuán, que se la había prestado un amigo escultor, a raíz de que se separara de su mujer. El empresario era un millonario que se estaba haciendo una mansión en la península del Yucatán, un rico de los que no menosprecian a los amigos que no han triunfado como ellos. Había una buena corriente de cordialidad entre ambos, Luciano y el empresario. Cuando ambos se presentaron en mi estudio comprobé que el mexicano había venido con una camisa estampada, inadecuada para el retrato que yo había concebido para él; yo prefería una camisa blanca. Luciano, sin pensarlo dos veces, se quito la suya de inmediato y se la pasó al amigo que posó con ella.
En sus últimos años, Luciano, que tenía una pensión digna, se dedicó también a pintar carteles de caza y otros asuntos, que le encargaba una firma comercial. Los hacía con aerógrafo. Esto le permitía obtener unos ingresos añadidos. Sentí mucho su muerte en los años 90. Mi hijo Carlos, él y yo nos reuníamos a comer con frecuencia y lo pasábamos bien juntos.
Enrique Gran era otro pintor respetable, al que también traté en algunos momentos. Era compañero de estudios de Carmina, y del pintor Antonio López. Gran fue en su día pretendiente de mi mujer.

Continuará mañana con el cap. V. GANADOR DEL CONCURSO INTERNACIONAL DE VIDRIERAS DE LA CATEDRAL DE LA ALMUDENA Y ATROPELLO POR DECISIONES CAPRICHOSAS


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