lunes, 18 de noviembre de 2024

"Bonifacio I.A.", relato de ROBERTO ALIFANO, que se publicará en su próximo libro, editado por Renacimiento

Robot. Foto RTV




19.11.2024.- Buenos Aires


por Roberto Alifano

    Una de mis carencias es ser poco fisonomista. Veo hoy los rasgos de una persona y quizá mañana los haya olvidado casi por completo. Como político resultaría un fracaso, ya que una de las eficacias de esos impostores públicos, por lo general incompetentes y tramposos, es memorizar nombres y caras; además de mostrarse todo el tiempo con dentifricadas sonrisas cautivadoras mientras aprueban aumentos de impuestos, fomentan convocatorias a elecciones y la división entre compatriotas. Sin embargo, es justo que me reconozca una memoria literaria para nada lábil ni perentoria, y hasta envidiable ya que puedo recitar poemas enteros en diversos idiomas y traer a una conversación frases célebres de remotos personajes. Tengo, además, una sobrada ductilidad para correlacionar de modo espontáneo circunstancias y hechos inverosímiles. Minucias que por supuesto me enorgullecen. 

     Pero a pesar de mi olvido de caras y de nombres, tengo grabada en mi mente como si ahora mismo la estuviera viendo, y creo que no se borrará nunca de mi visión, la imagen y los rasgos del  carismático joven que llegó a la fiesta de graduación acompañando a la profesora Rosarito Buenaventura, mi seductora colaboradora en el Colegio Superior de Internet, del que ejerzo la dirección. 

    -Profesor, he venido acompañada de Bonifacio I.A., el primer cyborg de fabricación nacional -me dijo entrecerrando los ojos y apoyando su mano en mi brazo con un excitante gesto de coquetería-. Se lo quiero presentar; estoy segura de que le causará muy buena impresión. Es, por otro lado un perfecto caballero y para nada se le nota su condición cibernética, que establece una comparación entre el funcionamiento de un ser humano vivo y el de una máquina.

     -Un perfecto caballero con inteligencia artificial -comenté con gesto de asombro- ¿Usted me está tomado el pelo Rosarito? 

     Aclaro que yo, además de considerarme un hombre moderno y bien de mi tiempo, soy un profesional de la ciencia que vive bastante al día con los avances de la tecnología y sus portentosos inventos. El cyborg (o el supuesto cyborg, porque bien podía ser un impostor), se había quedado un poco rezagado; lo cual, aunque a la distancia y con algo de duda, me permitió observarlo de reojo con el debido interés.

     No sin fatuidad, un poco receloso (o mejor dicho celoso por mi interés sentimental hacia Rosarito), atiné a decir visiblemente confuso, pero con mi mejor sonrisa:

     -¡Bueno, bueno, un cyborg!  Si bien es una categoría que se ha empezado a expandir en el mundo, no estaba enterado de que hubiera uno entre nosotros, con rasgos tan diferenciados del Frankenstein de Mary Shelley, y con inteligencia artificial. Ese joven parece más un galán de cine que un robot. ¡Usted se relaciona con personajes increíbles, Rosarito! 

     Con decisión ella lo tomó del brazo y lo plantó ante mí. 

     -Le presento a Bonifacio, profesor. 

     Me resultó extrañamente familiar el personaje. Conjeturé de inmediato que era alguien que no superaba los treinta años; se lo veía viril y rozagante. Tenía facciones recias, a la vez que gratas y sutiles. Repito que no tengo ninguna capacidad para retener los rasgos de una cara; sin embargo, la presencia de Bonifacio me dejó estupefacto. Sus manos fueron otras de las cosas que me llamaron la atención. Cuando extendió la izquierda (no la derecha como es costumbre) para estrechar la mía, noté que estaba decorada por anillos de diamantes y rubíes, quizá de altísimo valor. De cerca y en  contacto directo, esas manos parecían menos humanas que artificiales; digo esto por el estremecimiento frío que me produjo al estrecharla. Eran extremadamente pálidas y transparentes como las manos de un muerto.

     Confieso que después del saludo me sentí confuso y por un instante se me borró la imagen de Bonifacio, impidiendo que me formara una idea más o menos cierta de quién tenía frente de mí; además del lugar y el tiempo en el que se estaban desarrollando los hechos. Todo me pareció irreal, como soñado. Soy nervioso y un poco neurasténico; un defecto de familia, que no he podido superar y hace que a la menor apariencia de confusión caiga en un estado de agitación a veces incontrolable. 

     Comprendí que Rosarito y Bonifacio advertían mi zozobra y convencido de que más allá de su condición de hombre-máquina podía ser un impostor, un colega que estaba fingiendo; y volví a preguntar de un modo vago, tratando de disimular mi perplejidad: 

     -¿Adónde dicta clases, profesor? 

     -No dicto clases ni soy profesor -respondió con firmeza torciendo la cabeza-. Quizá nuestra amiga le informó mal. Soy un cyborg y desde mi condición intento ser alguien común y corriente.

     Dada esta vaga explicación, Bonifacio sonrió entrecerrando sus ojos y esbozando un irónico gesto de indulgencia. Yo señalé una sala que estaba detrás nuestro para conversar en privado. Atravesamos un breve corredor con puertas laterales, que dan al auditorio y lo invité a sentarse en uno de los sillones. Una alumna del colegio, bandeja en mano, nos siguió para convidarnos los tentadores sandwichitos de jamón y queso; otra muchacha nos ofreció una copa de champagne. Con excesiva cortesía, Bonifacio se disculpó por no beber alcohol y escogió un vaso de bebida gaseosa.

     Los rasgos de nuestro visitante eran menos agudos que amables y su mirada tenía mucho de recóndito y secreto. A pesar de mi negada capacidad para recordar los rostros, repito, creo que en este caso no olvidaré su mirada severa, intensa e inquisidora. No gesticulaba al hablar; aunque de un modo elegante, con cierta gracia, uno de sus brazos se aquietaba al costado del cuerpo.

     -Permítame informarle, estimado profesor -dijo de súbito-, que el incorporado registro Broxing Plus Taimatus, de memoria selectiva para analizar personas que llevo instalado en mi cabeza me ha dado en este preciso instante excelentes referencias de usted, ampliatorias de las ya dadas por Rosarito, que lo aprecia y admira. Otro dispositivo, el 33 hp vis / GZN,  me acaba de brindar, a su vez, su detallada biografía. Le confieso que me halaga estar ante un hombre de su prestigio no solo en el medio educativo y científico, sino también en el virtual; sé que es uno de los profesionales que más saben de cybernetis personae elevada al dominio comunicacional Premium superabulis. Sin embargo, usted se asombrará cuando le revele algunas singularidades de mi caso. A través de nuestra amiga y de la Conection Royal, también estoy enterado de que usted es una noble y respetuosa persona, de buenos sentimientos, comprensivo y dotado de gran erudición sobre los fenómenos humanos y sobrenaturales. Sé que algunas de sus teorías, además de ser estudiadas en las universidades, son tenidas en cuenta por hombres del nivel de Bill Gates y Mark Zuckerberge, y que, sin duda, causarían el asombro de mentes tan extraordinarias como la del mismo Einstein. Por esta razón me siento muy honrado de conocerlo. 

     -Agradezco sus palabras, quizá un poco exageradas -respondí con orgullo, casi disculpándome-. Pues bien, aquí me tiene, humildemente dispuesto a escucharlo y conversar sin ningún impedimento; aunque no sé si es el sitio más adecuado. 

     -Para mí cualquier sitio lo es -contestó Bonifacio apoyando su mano sobre mi brazo-. Tengo incorporado un elemento JVU-riki versatil de privacidad esencial y empezaré por decirle algo que quizá usted ya sabe: soy un robot a imagen y semejanza de un hombre superior, constituido de órganos sintéticos combinados con los naturales. Es decir que, desgraciadamente, no soy la consecuencia del encuentro amoroso de dos seres humanos que definimos como padres. Estoy instrumentado para moverme en este mundo con dispositivos propios de una inteligencia artificial denominada I.A. protocolaris hueste comunication, con acoples sentimentales e hipersensibles que atesoran todas las historias amatorias, todas las geografías y todas las experiencias vividas en el planeta desde su inicio hasta este momento. Y especifico diciéndole que el concepto del híbrido H.M. hombre-máquina, tan generalizado en la ciencia-ficción, se da en mí de un modo amable y casi natural aunque específicamente virtual y secreto en mi interior. Sin duda lo sorprende esto que le informo y tal vez le produzca algún rechazo, pero esta es mi condición y sin ocultarle nada me identifico ante usted como el simple Bonifacio.

     -Por lo que estoy oyendo, yo diría el incomparable y espléndido Bonifacio; usted es una suerte de Superman -deslicé quizá en un tono vulgar, bastante confundido.

     Como un versado en la materia, completo diciendo que en este siglo vivimos la extensión de un uso que ha modificado los modos de representarnos, generando nuevos códigos comunicacionales y estructurales. La masificación del uso de redes sociales humanum etentialis, ha introducido y difundido singulares y variados sistemas de interacción; sobre todo entre la gente joven, que es la que más abusa de las posibilidades tecnológicas, generando nuevos elementos masivos; a esto se suma la imponente producción y el consumo de tales objetos diseminados por todo el planeta. En esta era de masificación vía internet, la Web se utiliza cada vez más para evadirnos de la realidad o sumergirnos en esta otra forma establecida sobre “códigos virtuales”, un uso on-line vastamente difundido al que se entrega muchísima gente con afán de aventuras y posibilidad de participación 3K software, consolidados ya en todos los órdenes de la vida. Es necesario aceptar que existen posturas enfrentadas respecto de si la identidad que se construye a través del universo cibernético se considera una simple extensión de la realidad cotidiana o un espacio de falsedad. La polémica, aún no resuelta y sigue abierta. 

     En el caso de Bonifacio, una sombra de duda me seguía confundiendo; de manera que se cruzó otra vez por mi mente, que podía encontrarme ante un impostor, que había empezado por engañar a mi amiga y que ahora intentaba convencerme a mí con un relato afín a la profesión que me ocupa. Con un poco de suficiencia de mi parte, se lo hice saber acompañando mis palabras con una sonrisa y un gesto de amable desconfianza. En especial porque había una notable dicotomía (acentúo “notable dicotomía”, aunque el término es quizá muy débil para expresar plenamente lo que quiero dar a entender), que se presentaba ante mí asumido como un cyborg con modos estudiadamente naturales. 

     -¿No sé por qué me hace depositario de su secreto? -atiné a balbucear evidenciando mi desconfianza-. Y así, tan de golpe, como usted se presenta. La verdad, le confieso que... aún sigo confundido.

     Bonifacio sonrió con indulgencia. Su naturalidad era impresionante y perfecta a primera vista; digna, además, de un genuino modelo de varón seductor. Tenía una altura de más de un metro ochenta y su aspecto, como ya creo haber señalado, era imponente. Se notaba en él, lo que yo llamaría en términos acaso tan cursis como académicos una distinguished aristocratic air very Harvard, que daba a entender una refinada cultura de base universitaria y hasta de altísimo academicismo. De estar programado en este sentido, su caracterización era impecable.

     Sobre este tema, el de la presencia física de Bonifacio, siento una especie de melancólica satisfacción al intentar ser minucioso y prosigo con aquello que considero imperdonable en mi descripción, que se limita (valga la redundancia) a una superficial descripción. Su cara, de rasgos agradables, lucía los dientes más regulares y más blancos que se puedan concebir. En cada ocasión apropiada nacía de aquella boca de labios carnosos y sensuales una frase melodiosa, rítmica y bien timbrada, acompañada de gestos amables y precisos. Con respecto a sus ojos (vuelvo a insistir) eran de un celeste estridente y llamativo, con un brillo penetrante como el de diamantes alumbrados por un sol pleno de mediodía; pero cuando clavaba sus ojos sin pestañear su mirada cobraba la firmeza de un Julio César o de un Napoleón y cada uno de esos ojos valía por un par de órganos oculares inteligentes, que imponían respeto desde la más espontánea oblicuidad.

     En cuanto a su abundante cabellera, tirando a rubia, con rizos apenas luminosos, imagino que hubiera hecho la delicia de las masculinas estrellas de Hollywood, pues ondulaba de una manera sutil y cadenciosa como los del adolescente James Dean de “Rebelde sin causa”, o los de Robert Redford de “La jauría humana”, o del enigmático Marlon Brando de “Un tranvía llamado deseo”; eran, asimismo, impactantes sus distinguidas patillas afrancesadas, que no superaban el lóbulo de sus delicadas orejas. Su cuello era firme y, sin embargo, se expresaba sutilmente sobre el cuerpo como una cascada de pétalos; a su vez el pecho se imponía soberbio y avasallante, augusto y majestuoso, proporcional a las extremidades. Diría que nada tenía que ver con el exagerado pectoral de los fisicoculturistas, ni tampoco con el de los atletas de las pruebas olímpicas. En vano se hubiera querido encontrar alguna falla en sus maravillosas proporciones. Tan rara peculiaridad ponía de manifiesto, muy ventajosamente, unos hombros que hubieran provocado el rubor y la humillación de Miguel Ángel al esculpir el David. Subyugaba, también, la danza elegante de sus brazos que se adivinaban musculosos y perfectamente modelados debajo de su chaqueta. Puedo decir, con total seguridad, que jamás había visto perfección semejante en un ser humano. En cuanto a sus miembros inferiores no les iban en zaga en lo específico de su simetría. Eran realmente el nec plus ultra de las hermosas piernas de un Apolo de carne y hueso. 

     Cuando se sentó y cruzó las piernas (todo conocedor de estética podría coincidir conmigo) mostró y reafirmó, lo que ya he expresado, pues sostenían con vigor y compensada fortaleza la elegancia de un cuerpo que parecía tallado por los buriles de Fidias, Miguel Ángel o Auguste Rodin. Sus extremidades, no menos sutiles que notables, presentaban una musculatura ni demasiado delgadas ni frágiles. En fin, imposible imaginar una curvatura más graciosa que la de esos femoris; ni siquiera faltaba la suave prominencia de la parte posterior de la fíbula, que contribuye a la conformación de unas pantorrillas que pueden adivinarse debidamente proporcionadas.

     Esas dotes corporales bien pueden relacionarse con el je ne sais quoi francés de muy exquisitas personas, estructurado de un modo afín con los dones espirituales, que tiene origen en las actitudes caballerescas; a veces afectado y sujeto a cierto estiramiento, por no decir rigidez, para expresarse con exagerada cortesía y (si se me permite decirlo de un modo más contundente), concebido o bien estudiado para cada movimiento. Una forma de expresión alejada de toda fatuidad, que en ciertas personas se convierte en lamentable afectación o pomposidad; pero que en un varón cyborg de las dimensiones de Bonifacio no podía atribuirse más que a la humana palabra “perfección”; vale decir, el loable sentido de lo que corresponde también a la dignidad legendaria de las proporciones colosales que viene de los griegos y se caracteriza en el “hombre de Vitruvio”, perfeccionado por la imaginación y el arte de Leonardo da Vinci. 

     Creo que se advierte en mi descripción un apasionado e indisimulado  entusiasmo. Concluyo afirmando que Bonifacio parecía incomparable con cualquier humano, y era superador de cualquier hombre que ha pisado y pisa sobre la tierra. Después de mi acaso aburrida descripción, afirmo sin titubear bajo mi condición bien varonil, que era el más hermoso hombre que he visto bajo el sol en mi terrenal existencia. 

     Bonifacio no dejó, como es lógico, de llamar la atención de todos los presentes que empezaron a rodearlo como si espontáneamente hubiesen descubierto en él a un famoso actor del cine o de la televisión; esto, sin saber, por supuesto, que se trataba de un robot. En algún momento Rosarito se acercó a mí de manera muy cauta para decirme al oído algunas frases elogiosas sobre su amigo, que yo aprobé sin disimular mi celosía, ampliándolas inclusive. Para ella, me lo confesó buscando complicidad al tocarme con su codo, Bonifacio era la persona más perfecta y brillante que había tenido el privilegio de conocer. 

     -Para mí también -asentí de inmediato cuando lo deslizó en mi oído, casi como un susurro-. Lo acepto sin discrepancias, es el perfecto arquetipo del homme séduisant anticipado por Gustave Flaubert.

     -¡Cuánto me alegro, que Bonifacio lo haya deslumbrado y que se hayan entendido! -me susurró al oído Rosarito-. Él es una muestra de la perfección del universo cibernético, ¿no le parece?

     -Sí, un fabuloso arquetipo -asentí-. Y lo demuestra en cada gesto y en cada palabra que pronuncia.

     Lamenté que nos hubieran interrumpido cuando yo empezaba a profundizar sobre ese ser nacido del universo científico, dueño de un presente mágico y probablemente aterrador por ser un producto de la llamada inteligencia artificial. La deliciosa y brillante conversación de Bonifacio no había demorado en disipar completamente cualquier sombra de disgusto que yo sintiera en un comienzo. 

     Nuestro amigo se evaporó de pronto, según nos anticipó por ineludibles compromisos que lo esperaban. Cuando quedamos solos con Rosarito, la abrumé de inquisidoras preguntas que no vienen al caso sobre nuestro hombre-máquina, y no sólo quedé muy complacido sino que aprendí muchas cosas sobre las que ella me aleccionó, y que yo decididamente ignoraba. 

     -Le debo confesar, mi admirada y querida Rosarito, que jamás había oído a un narrador más fluido, ni a un hombre más informado -me sinceré-. Bonifacio se comunica con su sola presencia. 

     Rosarito, con hábil prudencia, se abstuvo de tocar el tema que secretamente más me inquietaba; diría que lo eludió hábilmente. De mi parte, con una delicadeza que considero oportuna, me contuve de mencionar la cuestión de su -digamos-  “atractivo de naturaleza virtual” (si cabe el adjetivo calificativo en este caso), pese a que me sentía muy tentado de hacerlo. Noté asimismo que Bonifacio había preferido orientar su conversación hacia tópicos de interés filosóficos y generales, y que se había complacido especialmente en comentar muy al pasar el rápido progreso de las invenciones robóticas.

     -Profesor, me alegra mucho que piense así de nuestro Bonifacio -comentó Rosarito con alegre convicción-. Habitamos un mundo asombroso y transitamos la época más maravillosa de la historia de la humanidad. Fíjese, celulares y computadoras por todos lados y para todos los gustos; además de aviones, satélites, televisores, automóviles voladores, micros-sistemas que nos asisten todo el tiempo y nos rodean de confort y, como si fuera poco, también un cyborg perfecto que nos deslumbra y nos colma de orgullo. 

     -¿Espero que usted no esté enamorada de Bonifacio? -pregunté de pronto con una sonrisita, sin poder contener mis impulsos sentimentales-. Tamaña perfección quizá no da oportunidad para que en el plano amoroso un humano rivalice con él.

     -¡Profesor, cómo se le ocurre! -se sorprendió Rosarito-. Nuestro virtual Bonifacio es el hombre súper perfecto y lo perfecto no funciona en el amor. Solamente somos amigos.

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