miércoles, 20 de agosto de 2025

ENCUENTROS AMIGABLES. El arquitecto libanés. El Partenón y Santa Sofía, cabezas de fila en la arquitectura; la Alhambra, no. El Escorial, “Dios arquitecto”

Nôtre Dame de París
Alhambra de Granada

Julia Sáez-Angulo

                 A mi ahijada Ainhoa Julia Sáez

20/8/25.- El Escorial.-  

-¿Qué hora es, madame?

-Las siete y media, monsieur?- contesté a un anciano que se me acercó, al final de la misa vespertina, en la catedral de Nôtre Dame de París

El hombre, vestido con un traje un tanto usado, miró al reloj de bolsillo y manifestó una mueca de contrariedad. Volvió a dirigirme la palabra con un parlamento prolongado en el que yo apenas acerté a comprender que se le había parado el reloj. Le sonreí como respuesta ambigua, y el anciano se animó a seguir hablándome con la misma voz incomprensible y queda, que se requiere en un lugar sagrado, pero con el órgano tocando con todo brío.

-Perdone, monsieur, pero soy extranjera y no hablo muy bien su idioma.

-No, si yo soy libanés, tampoco es mi lengua- me replicó con humor. ¿De dónde es usted?, me interrogó a medida que avanzábamos hacia la salida, mientras mi ahijada, Ainhoa Julia Sáez, de siete años, que estaba a mi lado, se impacientaba con la presencia de aquel hombre que le robaba mi atención.

-De España- le dije de modo automático, para saciar la curiosidad del anciano. 

-¡Ah, qué hermoso país!- exclamó alborozado. -Qué suerte tienen ustedes de contar con la Alhambra, cumbre de los monumentos árabes. Yo la conozco, estuve una vez en su país. La Alhambra de Granada es clave en la Historia de la Arquitectura...Yo soy libanés, arquitecto libanés.

Ainhoa tiraba de mi chaqueta para que le hiciera caso y el anciano lo percibió. 

-¿Me permite que las invite a un refresco para poder conversar un poco sobre su país?

Vacilé un instante. No parecía prudente aceptar la invitación de un desconocido, pero sentí que rechazarla podría parecer descortés, hacia aquel anciano oriental que sólo quería hablar un poco sobre España.

Franqueamos una nube de mendigos a la salida, entre los que revoloteaban las astutas gitanas rumanas con su vestimenta animada de colores chillones. Una vez en la esplanada frente a la catedral, el arquitecto libanés me señaló la terraza de un café situada en el flanco izquierdo del monumento. Nos sentamos los tres en torno a un velador diminuto en el que estaba la carta con la lista de precios del establecimiento. Ainhoa se puso a jugar con ella. Los turistas, de vestimenta cómoda y desgarbada, caminaban por delante con el aire cansino de una jornada agotadora de visitas y paseos por la ciudad del Sena.

Miré al anciano con atención. Rebasaba los setenta años; de su cabeza sobresalía un hermoso pelo gris y blanco ondulado, y de su rostro la nariz curva y carnosa de la raza semita más que fenicia. Sus ojos, ligeramente verdosos, parecían agotados por el largo mirar de su vida y se enmarcaban en unos párpados algo enrojecidos y llorosos. Era un hombre con acicalamiento antiguo y desvaído, con elegancia de principios de siglo. Vestía un terno con rayas de diplomático ajado por el uso y el tiempo, del que sobresalía una leontina de oro amarrada al bolsillo de su chaleco. Del arquitecto libanés emanaba la dignidad hermosa de las personas bondadosas, que inspiran respeto y ternura al mismo tiempo. Parecía un noble señor que, hubiera perdido la fortuna pero conservara el orgullo de su identidad y prestancia hasta donde pudiera sostenerla. Nuestra conversación transcurrió en un francés decoroso por ambas partes.

-Yo no soy católico- me aclaró. -Soy ortodoxo, pero es lo mismo. Me gusta venir a Nôtre Dame todos los domingos. Admiro mucho esta catedral del Medievo. Los ortodoxos tienen una pequeña iglesia en un barrio de París, pero nunca voy allí. Me gusta rezar en Nôtre Dame, porque Dios es grande y poderoso; yo sólo lo entiendo en un lugar magnífico como ésta. A Dios hay que darle culto en arquitecturas como Santa Sofía, San Pedro o Nôtre Dame. Solo en espacios amplios y bellos se puede entender y adorar a la divinidad, en la confianza de que nos escucha porque le hemos ofrecido algo digno de ella. La gran arquitectura religiosa ha sido siempre la señal segura de veneración del hombre a su Creador. El rey Salomón, que era sabio, supo que había que construir y ofrecer a Dios algo importante, lo mejor, por eso le dedicó su gran templo. Dios es arquitecto.

-Eso lo dice también la masonería- repliqué quizás sin mucho acierto.

-No lo sé- continuó el libanés sin inmutarse- pero no es precisamente una afirmación equivocada. La masonería no debe andar descaminada en este asunto. Los lugares sagrados han de ser magnificentes, significativos; cada generación y cultura debe dar a Dios lo mejor de su arquitectura. Las ermitas, capillas y santuarios están muy bien para devociones privadas, cuando el peculio no alcanza más, pero el culto público a Dios, en la civilización de las grandes ciudades, como Jerusalén, Roma o París, ha de hacerse en edificios que compitan con los del poder político, que lo rebasen en altura, para mostrar su superioridad en la conciencia y en el intelecto de los hombres. La razón y el corazón forman parten del alma. Salomón también lo sabía. Si los creyentes tenemos presencia notable en la arquitectura religiosa, el poder civil, siempre ambicioso, nos respetará.

-No sé si conoce usted que Juan Bautista Villalpando, un jesuita español, quiso reconstruir el templo de Jerusalén en El Escorial para el rey Felipe II. Para ello escribió un tratado de arquitectura, siguiendo los cánones que Dios da en la Sagrada Escritura para aquel templo. Su título es "El tratado de la Arquitectura Perfecta en la última visión del profeta Ezequiel". Creo que el original se custodia en la biblioteca del citado monasterio. Yo trabajé en el Ministerio de Cultura y, en 1991, hicimos una exposición sobre Villalpando titulada “Dios arquitecto”, con un espléndido catálogo.

-¡Qué interesante!, no lo conozco. Me gustaría verlo y leerlo... Lo mejor ha de ser para Dios- repitió el libanés como si meditara en voz alta. -Lo que más aprecia el hombre ha de ser para Él. Todo el oro y la plata del mundo debiéramos ponerlo a sus pies para mostrarle que hemos renunciado, por Él, a la riqueza, a la codicia, y reconocer con ello la grandeza divina y la bajeza humana. 

El discurso de aquel viejo arquitecto captaba mi interés, pero el camarero le interrumpió para solicitar el pedido. Ainhoa señalaba con su diminuto dedo índice una bonita copa de helado con tres bolas de distintos colores, recubiertas de crema de chocolate y rematadas por un barquillo, que se reproducía en la carta. El precio era subido y traté de disuadirle, diciéndole que era muy grande para ella, pero no la convencí. Pese a mi contrariedad, ella seguía insistiendo con su dedito en la carta, en que la quería. La hubiera estrangulado. No me parecía correcto incluir en la invitación del anciano aquel gasto que podría desbaratar su presupuesto. Quizás fuera un hombre jubilado, exiliado, con recursos escasos… Hice una última maniobra para desviar la atención de la niña hacia un carrito de la esquina y sugerirle que fuera a comprarse un helado de cucurucho, pero ella persistía en señalar la hermosa y cara copa del papel cuché. Batalla perdida, pensé resignada.

-No se preocupe- intervino el libanés en mi ayuda. A los niños hay que darles un capricho de vez en cuando.

El arquitecto y yo pedimos un café. Cuando el camarero llegó con la comanda y pidió de inmediato la cuenta, -algo habitual en latitudes galas- el libanés sacó un monedero y comenzó a rascarlo. Me hubiera gustado pagar mi parte y la de la niña, pero no me atreví a proponerlo por miedo a ofenderle. El hombre era oriental y nos había invitado. No debiera humillarlo. "Dios mío, que le llegue, para pagar", recé con angustia. Para mi alivio encontró la cantidad precisa y volví a clamar al cielo: " confío Señor que no le dejemos sin comer esta semana, por la caprichosa copa de helados".

Después de abonar la cuenta, el hombre retomó el tema de nuestra primera conversación para explicarme que la Alhambra debió de haber sido en Europa cabeza de serie de una visión arquitectónica, como lo había sido el Partenón o Santa Sofía, pero no había sucedido tal cosa, se lamentó. La relación casa-palacio y jardín tiene unos componentes muy particulares en la Alhambra -explicó-, la idea de sobriedad exterior que envuelve una intimidad rica y sensual en el interior. Junto a ella el jardín rumoroso de las diferentes caídas del agua, con espacios diferentes para la privacidad de los paseantes, de los pensadores, de los enamorados...  El arquitecto estaba ensimismado en los argumentos que le llevaron a hablar de la proporción áurea. Pareció necesitar papel y lápiz para ilustrar lo que decía. Le ofrecí la libreta de mi bolso para que pudiera hacerlo. Hacía dibujos y escribía números con una rapidez asombrosa mientras explayaba su tesis. No siempre podía seguir sus palabras veloces que habían convocado su propio entusiasmo y acentuado el brillo de su mirada, al mismo ritmo que mi admiración por toda la sabiduría represada en su mente. En una pausa saboreó con placer el café, mientras yo bebía el refresco y Alba jugaba con su copa piramidal de helados. Si no la acaba, la mato, me dije, pensando en el derroche de su capricho.

-Los árabes descubrimos el café ¿lo sabía usted?- dijo con orgullo el arquitecto después de beber un sorbo. Sin esperar mi respuesta continuó hablando -En realidad fueron las cabras de Arabia que se volvían locas cuando mordisqueaban las plantas del café. Un pastor saudí cayó en la cuenta del poder estimulante de aquella especie herbácea.

-Los españoles tenemos la creencia de que todos llevamos algo de sangre árabe por nuestras venas- le dije con un deseo de agradarle. 

-Los árabes creemos que el canto del cisne de nuestra civilización y arquitectura tuvo lugar en Al-Andalus, madame. Luego llegó nuestra decadencia hasta llegar a ser sometidos por potencias extranjeras como lo imperios turco, francés e inglés sucesivamente. Pero apareció un hombre nos devolvió nuestra dignidad y nuestro orgullo perdidos. 

-¿A quién se refiere?- pregunté con interés.

Me hizo una señal de espera mientras sacaba del bolsillo interior de su americana una billetera de cuero algo ajada y repleta de papeles. Hurgó en sus compartimentos hasta encontrar una foto en blanco y negro ligeramente amarillenta.

-¡Este!- dijo y señaló con el índice a un hombre lozano, de unos cincuenta años, que apretaba la mano de otro hombre en la foto. Es el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser y ese otro personaje tan joven soy yo, era yo, aunque no lo parezca- enfatizó con satisfacción.

El arquitecto se quedó unos instantes en silencio contemplando la fotografía. Parecía ligeramente emocionado, se adivinaban sus recuerdos, su nostalgia. Quise preguntarle por qué estaban juntos Nasser y él, pero no lo hice por temor a ser indiscreta. El se apresuró a contestarme siguiendo el hilo de su pensamiento.

-Estamos en la inauguración un gran hotel en El Cairo, que el presidente egipcio me encargó al poco de terminar la revolución contra los ocupantes. Este hombre ha sido clave en la historia moderna de los árabes, nos ha devuelto la conciencia de lo que somos: un gran pueblo. El día que murió lloré amargamente. El arquitecto libanés volvió a extraviar su mirada en el fondo lejano de aquella fotografía maltrecha, que le traía el perfume de otros tiempos más gozosos y prometedores.

A Ainhoa se le cayó la cucharilla al suelo y el revuelo de la recogida suspendió la meditación del arquitecto. 

-Me gustaría enviarle un catálogo reciente sobre una restauración importante, decisiva, de la Alhambra por Ricardo Velázquez Bosco, un arquitecto español del siglo pasado- le dije, que prácticamente la rehízo por fotos. No se olvide que era de barro.

No tuvo inconveniente en escribir su nombre y dirección bajo los dibujos y números que había hecho en la libreta. Nos despedimos con un apretón de manos y un hasta luego.

-Quizás nos veamos de nuevo en Nôtre Dame, en Santa Sofía o quién sabe si en la Alhambra. Allí donde haya buena arquitectura será lo más probable- dijo el anciano libanés con una sonrisa de complicidad.

Lo vi alejarse con paso lento y cansino, el de un hombre que ha visto pasar el ritmo vertiginoso de los tiempos y de la vida.

Al regresar de las vacaciones en Francia me apresuré a enviar al arquitecto libanés los libros, catálogos de Villalpando y de Velázquez Bosco. Nunca supe si los volúmenes llegaron o no a su destino; nunca tuve acuse de recibo de su parte. No volví a saber más de aquel anciano venerable, del arquitecto libanés, pero no lo he olvidado.

Una tarde calmada de domingo lo recordé al ver unas fotos de la Alhambra. Reflexioné sobre su fe cristiana y la necesidad de arquitectura sagrada grande y espaciosa para Dios, sobre su gratitud histórica al presidente Nasser... Era un hombre con inteligencia y corazón, alguien que sabía amar a Dios, a su patria y a su pueblo. Busqué la libreta con las anotaciones y dibujos que hizo una tarde en París, me detuve en las anotaciones sobre la proporción áurea. 

    París, 1993

Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.

El Partenón, vista nocturna. Foto ABC

Santa Sofía. Estambul

1 comentario:

  1. AINHOA SÁEZ VELASCO: Qué maravilla 😍 Es una anécdota que guardo mucho cariño, pero ahora, tenerlo así escrito, con tanto detalle y gusto... Es un regalo para mí, tía

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