sábado, 7 de junio de 2025

ACACIA UCETA. Centenario de la poeta, celebrado en el Ateneo de Madrid


En el Ateneo de Madrid



    L.M.A.

    07.06.2025.- Madrid .- La Cátedra Mayor del Ateneo de Madrid celebró, el martes 3 de junio, el aniversario del nacimiento de Acacia Uceta, cuya larga trayectoria literaria, su sólida implantación y reconocimiento por la crítica especializada y la calidad de su obra la convirtieron en una de las voces más prestigiosas del panorama poético de la segunda mitad del siglo XX.  

 El acto se abrió con la Presentación de Miguel Losada, Vicepresidente de la Sección de Literatura, el cual recordó que Acacia Uceta se hizo socia del Ateneo en 1975, año en que la institución recobró la independencia y volvió a regirse por sus propios estatutos. En 1989 un grupo de socios la convencieron para que presentara su candidatura a Presidenta de la Sección de Literatura del Ateneo. Desde entonces, fue elegida 12 años consecutivos Presidenta, hasta la fecha de su fallecimiento, el 10 de diciembre de 2002. Tras rememorar los cientos de actos presididos por la homenajeada y la intensa labor que realizó de difusión cultural, se puso el énfasis en que no sólo intervinieron los grandes escritores del momento, también se recibió a los escritores que regresaron del exilio, se creó movimientos como Poetas sin Fronteras y se dialogó de temas polémicos del mundo literario. Además, Miguel Losada resaltó el interés especial de la Presidenta por los jóvenes poetas y narradores, y por las mujeres escritoras, en un tiempo todavía complicado. 

    Seguidamente tomó la palabra la hija de la escritora, Acacia Domínguez Uceta, que agradeció al Ateneo y a la sección de Literatura la celebración del acto y, de manera especial, a Miguel Losada, que fue compañero en la Sección durante los 12 años de presidencia de Acacia Uceta. Con unas emotivas palabras recordó la voz de su madre, siempre joven resonando en el Gran Salón que ha acogido la celebración de su Centenario. Emoción que contagió a los presentes al narrar la infancia de la escritora. Había nacido en la cercana calle Pelayo, en el seno de una familia enamorada de las Bellas Arte, los libros y la música clásica. Las mismas tres pasiones que acompañaron a Acacia toda su vida. Hija única del dibujante, pintor y decorador Rafael Uceta Sanz y de Acacia Malo Peñalver, profesora de francés, su prosperidad fue tronchada totalmente por la Guerra Civil. Los bombardeos, el hambre y la enfermedad dejaron en la escritora una herida que no dejó nunca de sangrar. Y escribió poemas recordando la gran tragedia de su vida. “Mi madre perteneció a la generación de los llamados Niños de la Guerra. La sombra del dolor y la muerte, vividos en la infancia, atraviesa de manera tangencial toda su obra”, nos dijo Acacia. La cual añadió que como hija había acompañado a su madre en todos los momentos de su vida, buenos y malos. A ello se unió su condición de escritora, confidente literaria y de ateneísta durante 4 décadas, pudiendo hablar con pleno conocimiento de su madre en todas sus facetas. Centró su intervención en dar a conocer la personalidad de Acacia Uceta y el universo poético que edificó apoyándose en fragmentos de sus poemas. Afirmó que consiguió salir de su trágica infancia y la temprana muerte de la madre gracias a su fuerza interior, que la caracterizó toda su vida y la condujo a la plenitud deseada. 

    Aunque empezó a escribir poemas a los 14 años, estudió Bellas Artes, que fue su primera vocación. En los primeros años de la posguerra la poesía no oficial se refugiaba en las tertulias literarias de algunos cafés. En la de Eduardo Alonso, Versos a media noche, del Café Varela, un 12 de mayo de 1950 leyó sus poemas por primera vez y conoció al que sería su esposo y compañero literario durante 51 años. Se trataba del escritor y periodista Enrique Domínguez Millán. Él la llevó a su ciudad natal, Cuenca, y la escritora se enamoró de la ciudad medieval entre las hoces. Su vida discurrió desde entonces entre Madrid y Cuenca. Llegaron los hijos y se sucedieron los años de plena actividad literaria: publicación de libros, recitales, conferencias y viajes por medio mundo. 

    Acacia fue construyendo una personalidad fuerte y profundamente humana, solidaria con los seres más desafortunados y absolutamente pacifista. Se interrogó por la esencia del ser humano y conoció en París el Existencialismo. Poco a poco cimentó una personalidad de absoluta independencia. Fue una libre pensadora con ideas muy avanzadas y una pionera. En el mundo literario también tuvo una actitud independiente con el fin de crear su propio universo poético. Una de sus múltiples facetas fue su actitud decidida en alcanzar la plena igualdad con los hombres en todos los campos. Abrió numerosos caminos a las escritoras. Fue de las primeras mujeres en pertenecer a una Real Academia de Artes y Letras, fundó el Grupo 14 de escritoras, creó el Premio Fémina junto a su amiga Carmen Conde, mantuvo durante décadas una tertulia de escritoras en el café jijón, etc. A continuación, la hija contó una anécdota de las duras condiciones de la mujer escritora en las décadas de los años 50, 60 y 70 del siglo pasado:  El novelista Luis Verenguer, jurado en 1970 del Premio Nacional de Literatura, aunque no conocía personalmente a Acacia apoyó la candidatura del libro Detrás de cada noche, en todas las votaciones. Al final se impuso la sin razón de que no se lo iban a dar a una mujer. Verenguer le hizo llegar a Acacia, a través del poeta Antonio Hernández, su disconformidad con tal decisión. Entonces Acacia le dijo a su hija: “lo único que no nos pueden negar es la obra que dejemos escrita.” Y la intervención finalizó con la lectura de un soneto de la homenajeada que define su personalidad.  

Estirpe.    Pertenezco a esa estirpe desdeñosa/que suele poner todo a una jugada, /que pierde todo sin que pierda nada/ y bajo el cierzo sigue siendo rosa. /

Mi actitud no es soberbia ni es hermosa: / es sólo y simplemente apasionada; /es dejarse quemar en llamarada/ por alumbrar con ella cada cosa. /

Yo me dejo ganar por no vencerme/ y me dejo prender por no ser noche/ y llegar con mi luz a la mañana. /

Mientras el triunfador se apaga y duerme/ sobre la dura almohada del reproche, / yo beso el día desde mi ventana. 

    Miguel Losada dio la palabra Martín Muelas, Catedrático de Literatura de la Universidad de Castilla-La Mancha, el cual realizó un análisis de los nueve poemarios que dejó la escritora. Por el tratamiento que realizó del paso del tiempo en su primer libro, “El corro de las horas” (1961), se la consideró una obra de carácter existencialista, característica que se acentúa en los dos poemarios siguientes: “Frente a un muro de cal abrasadora” (1967) y “Detrás de Cada Noche” (1970), que la sitúan en la llamada Segunda Generación de Posguerra, enunciada por Carlos Bousoño, aunque su poesía sobrepasa los estrechos límites temporales de la consideración generacional. En ellos, añadió Martín Muelas, se manifiestan el tiempo vivencial, el amor y la muerte y la esperanza de la propia vida, aunque sea en una soledad irrevocable. Su cuarto libro, “Al sur de las estrellas” (1976) presenta una exaltación vitalista que acrecienta la esperanza en el devenir humano. El amor al compañero de su vida se completa con los poemas dedicados a Cuenca y a los autores admirados por la escritora. “Íntima Dimensión” (1983) y “Árbol de Agua” (1987) marcan un nuevo rumbo en su poesía y ponen de manifiesto un perfecto equilibrio emocional. Cambia las referencias temporales en la organización de los poemarios, por referencias espaciales. “Íntima Dimensión” está dividido en tres partes: Esfera, Círculo y Espiral, como dimensiones habitables de estados de ánimo, en torno a las cuales se traza un camino hacia la perfección, con alusiones místicas a los laberintos interiores de un sujeto poético laico. Al final se llega a alcanzar la cima y a sentirse en plena comunión con la naturaleza. En “Árbol de Agua” se presenta un diálogo de amor con el Hacedor, que a veces se puede identificar con el Dios cristiano y otras con una fuerza absoluta, origen de todo lo creado. Con Cuenca roca viva (1980) y Calendario de Cuenca, hace de la ciudad motivo poético para reinventarla y ofrecerla como una realidad sensorial. En “Memorial de Afectos” (2004) se evocan las personas que habrían dejado su huella intelectual y afectiva en la autora. 

    Martín Muelas afirmó que los cuatro libros publicados de 1961 a 1976 participan de manera transversal de las corrientes que se van sucediendo en la poesía española entre los años 50-70, con marcados rasgos personales. Acacia hace cuestión poética de su experiencia y expectativa vital desde una perspectiva histórica, es decir, su vida y la de parte de la sociedad en la que vive. Poeta comprometida socialmente con su tiempo también está comprometida con la búsqueda de una ética personal. Terminó Martín Muelas advirtiendo que Acacia tiene una poética propia alejada de grupúsculos coetáneos, que la alejaron de los que administraban el negocio. Tal vez esto sea la causa de mantenerse al margen de reconocimientos oficializados y sea necesario realizar una relectura centrada en sus propios versos. 

Tras las doctas palabras el homenaje dio un giro y los poetas tomaron la palabra resaltando la belleza y profundidad de contenido de la obra y la personalidad serena, firme y acogedora por la que destacó en el mundillo literario. Abrió el turno Fernando Beltrán que comenzó recordando la sobrecogedora conversación que tuvo con Acacia sobre el cáncer, que al poco tiempo le provocó la muerte. Confesó que quedo tan impresionado que le inspiró un conmovedor poema que compartió con los asistentes. Terminó su intervención con la lectura de Bombardeo, un poema que Acacia escribió en recuerdo de su compañero de colegio, muerto por las bombas. Fernando se lo dedicó a todos los niños que, en la actualidad, mueren en las contiendas, como sucede en Gaza. 

    Miguel Galanes tuvo una importante intervención al reconocer que su grupo generacional del 80 tuvo en Acacia el puente con las generaciones anteriores, siendo una figura inspiradora. Sentenció: 100 años no es mucho tiempo y menos 45. Hay que leer a los muertos. Hablar con ellos y sentirse feliz. Esa fuerza de Acacia de la que se ha hablado la tenía y la transmitía, e inspiró a nuestra generación una fuerza tremenda, en dos puntos importantes, la herida sin cerrar y la obsesión por el tiempo.  En su poesía se transmuta esa espiritualidad laica que la expande en la naturaleza y hacia el interior, y este es el puente entre tu madre y nosotros.  Tengo la emoción de haber convivido con una personalidad majestuosa. Una majestuosidad que no apagaba nada la cordialidad, no apagaba nada la sencillez ni la simpatía.

    Javier Lostalé señaló que: Acacia Uceta fue aglutinadora de diversas generaciones de poetas, como les ocurrió a Gerardo Diego y a Vicente Aleixandre. Recordó que su relación con Acacia fue a través de su compañero en Radio Nacional, al gran escritor Enrique Domínguez Millán. Manifestó que de la obra de Acacia había interiorizado palabras como amor, ya que todas las respuestas que daba al mundo eran a través del amor; la palabra belleza, que también es una palabra axial dentro de su obra y de su vida, pero una belleza surgida desde el interior y la palabra esperanza. Palabras que han germinado dentro de mí como otra palabra muy de Acacia, la palabra semilla. Y glosó los versos de su última etapa leyendo un poema de Amor, cuyo sujeto pasivo es Enrique Domínguez Millán y Belleza, del Libro “Árbol de Agua”. 

    Nares Montero, la joven escritora, contó como la descubrió por casualidad ojeando una antología realizada por Carmen Conde, en su librería de viejo favorita. Narró la búsqueda de unos libros agotados que encontró en lugares insólitos. Llegó a comprar uno en una noche de lluvia, en un polígono industrial de las afueras de Madrid. Lo que la atrapó de la poesía de Acacia fue la calma limpia con la que escribe, su manera de abrir un espacio que no nace siempre de la herida o del desarraigo, sino del conocimiento y de una aceptación profunda. Añadió: Acacia escribe desde un lugar sereno y lúcido, con una soledad que no pesa, sino que acompaña, un estar consigo misma que no aísla, sino que escucha. Creo que, en estos tiempos rotos, llenos de urgencias, de miedos y del genocidio, su poesía ofrece un lugar de impulso, una forma de confiar sin ingenuidad, una energía que no niega el dolor del mundo pero que tampoco se rinde ante él. Fue Una poeta consciente de su tiempo, comprometida con su realidad, y generosa en su impulso creador.  Leerla hoy es un acto de recuperación, pero también de contagio de su fe en lo humano, de su delicada forma de mirar, un recordatorio de que la poesía ilumina, acaricia, sostiene y que trasmite con fuerza que hay otra forma de habitar el mundo.  Y leyó un extracto de La Mañana, de “Detrás de cada noche”., y un poema de amor a Enrique, del libro “Memorial de afectos”.

 Pepa Bueno basó su intervención en la poesía amorosa de Acacia leyendo varios extractos del Mediodía, de “Detrás de Cada Noche” y uno de sus poemas más profundos y vitales: Por el Hombre, del libro “Frente a un muro de cal abrasadora”

    Rafael Soler recordó su etapa de joven poeta en el Ateneo junto a Miguel Galanes, Fernando Beltran y Acacia, hija. Dirigiéndose a su compañera de generación le dijo que su madre siempre fue para él la fuerza, una mujer muy entera, con una mirada muy franca, siempre acogedora, dando ánimos. Tu padre era de dar consejos. Tu madre trasmitía una enorme serenidad. Para mí Acacia fue una mujer segura de sí misma que impregnaba a todos. Rafael se decantó por leer Desesperado Intento, del libro “Al sur de las estrellas”, un poema que recoge el canto a la vida, el amor a la vida de Acacia Uceta. 

 Miguel Losada leyó de su libro preferido, “Íntima Dimensión” y cerró el acto recordando que hasta mayo del 2026 se celebrará el Centenario y habrá que hablar de otros aspectos de su obra, como las Bellas Artes y la poesía, la ciencia entrelazada con la filosofía y de la narrativa, de sus novelas publicadas. 

    Una cerrada ovación puso fin a 90 minutos de homenaje deslumbrante por la profundidad de las intervenciones y por la emoción al recordar a una poeta tan admirada y querida que supo ayudar a los demás y crear una red de afectos que pervive frente al paso del tiempo. 



DOÑA LAURA EN LA CIUDAD DE LOS HIDALGOS. Relato

Inspirado en Doña Luisa María Narváez Macías, Duquesa de Valencia,  que no se molestó en legalizar el título al que tenía pleno derecho

Palacio de los Águila. Ávila. (Foto: Turismo de Castilla y León)


Por Julia Sáez-Angulo

Madrid, 1990

Renuncié a aquel cheque en blanco que me ofrecía el director de una revista sensacionalista por amor a mi tierra, a la Ciudad de los Hidalgos: Ábula. Si publicas ese reportaje sobre la historia y relación de la duquesa de las Almas y el Dictador no podrás volver por aquí nunca más, me advirtió con severidad mi padre. Yo sabía que estaba en lo cierto, así que, aunque la cifra que habría escrito en el cheque era muy tentadora, dejé pasar la ocasión porque no quise renunciar a mi amada ciudad castellana de Ábula, la bien fortificada por una gruesa muralla de piedra dorada, con dos mil quinientas almenas, noventa torreones y  nueve puertas, construida en nueve años (1090 – 1099) por nueve mil hombres, tal y como nos lo enseñó don Aurelio Sánchez Tadeo, cronista de la ciudad, mi maestro de escuela, que jugaba con la regla nemotéctica del nueve para acordarnos de todo ello. Ciudad de los Hidalgos, con catorce palacios renacentistas y tres góticos, dieciocho conventos, ocho iglesias románicas, cinco góticas, dos mudéjares y una enjoyada catedral, la más antigua de España en el gótico con base románica. Una sólida catedral fortaleza, adosada a la muralla para defensa de la ciudad en el pasado. Una hermosa construcción sacra custodiada por dos personajes mitológicos revestidos de escamas, procedentes de una dinastía nórdica, que aplastan con su calcañar un pulpo y una tortuga. Una soberbia fábrica de piedra defendida por una sucesión de leones pétreos, sujetos algunos por argollas encadenadas a los muros que parecen defender todavía la antigua ley de asilo para quien se refugiara en el territorio sagrado. Dentro, un célebre y sabio obispo esculpido con una pluma de ave en la mano, preside el centro del trasaltar mayor y recuerda la máxima latina: Nulla dies sine línea -ni un solo día sin escribir una línea-, que él practicó en vida y que ha dado lugar a un dicho singular: Escribes más que el Tostado. ¿Cómo iba yo a perder toda la belleza de aquella ciudad que me legaron mis ancestros por treinta monedas de plata?  La cifra era tan tentadora y yo andaba tan necesitado de ella, que la duda volvía una y otra vez a mi pensamiento para concluir llamándome idiota por no aceptarla o traidor por cobrar el cheque.

Cuando mi padre me amonestó con dureza ante la decisión que habría de tomar, decidí dar un paseo por la Ciudad de los Hidalgos para reflexionar con calma. Recorrí los dos kilómetros y medio de muralla siguiendo su contorno por el adarve, oportunamente restaurado para la seguridad de los viandantes, y me dejé azotar por un viento suave y constante que subía de los valles circundantes y agitaba la esclavina de mi abrigo gris marengo. Contemplé con atención las plantas arraigadas en algunos paños de la muralla que colgaban caprichosas desde ciertas oquedades acogedoras. Sentía que el aire puro que me envolvía, un aire que en nada se parecía al habitual y contaminado de la Villa y Corte donde yo resido habitualmente. Mi mirada acariciaba las iglesias medievales situadas extra muros, no lejos de la corriente del rumoroso río Adaja, o se perdía en lontananza para extenderse por los parajes infinitos del horizonte o las iglesias construidas frente a cada una de las puertas con hermosos nombres como la del Alcázar, la del Mariscal o la de los Señores de Fuentesol, San Segundo, San Silvestre, San Nicolás, San Andrés, San Vicente o la Malaventura frente a San Isidro -iglesia desmontada y llevada a Madrid... 

Me asomé después al interior de la urbe y pronto descubrí el cardo y el decumeno del antiguo trazado romano de la ciudad. Los históricos palacios de granito, reconvertidos en hoteles, paradores o instituciones oficiales contrastaban con los habitados o abandonados, decrépitos por el paso del tiempo, la pobreza o incuria de sus inquilinos o la desidia de sus herederos a la espera de tomar una decisión definitiva sobre el futuro del inmueble de sus ancestros. Los infinitos patios porticados de aquellos nobles edificios, algunos de dos y tres pisos techados, ponían un calado hermoso en medio de la solidez de la piedra. Entre todos estos palacios, mi vista se detuvo en el conocido como Casa de las Almas, de doña Laura de Navarrete y Albelda, V Duquesa de las Almas, VIII marquesa de Bale, IV vizcondesa de Jorán, hija del Gran Maestre de Andalucía y gentilhombre de Su Santidad, don Luís María de Navarrete y Pérez de los Linos, descendiente del célebre general, conocido como el Espadón de Andalucía.

Yo estaba bien documentado de la prosapia y genealogía de la única familia noble que quedaba en uno de los palacios habitados de la Ciudad de los Hidalgos; las demás se habían ido a vivir a la Villa y Corte o a ciudades más grandes. Todas las mansiones, salvo la de la Duquesa de las Almas (1942-1983) y otra más, que pasaba los veranos en Ábula, habían acabado por dejar arruinar, primero, y vender, después, sus históricos inmuebles a los codiciosos compradores con fines especuladores. Doña Laura era la única que había sabido mantener con dignidad sus blasones en los dinteles de las puertas de su casa y sostener las panoplias, el mobiliario y los ajuares que engalanaban desde antiguo sus interiores. Ella fue la única que tuvo redaños para enfrentarse a los humos del Gran General rebelde, que ganó la partida en un alzamiento militar al gobierno legítimo; ella sola fue capaz de amenazarle para que no pisara la Ciudad de los Hidalgos, porque no era merecedor de estar en aquella tierra ilustre. “No se te ocurra poner los pies por Ábula o no saldrás vivo de ella”, le amenazó. “Te garantizo que pondré todo mi patrimonio al servicio de tu exterminio por unos sicarios”, dicen que le dijo al Gran General, en una ocasión que coincidió con él en el césped de una carrera de caballos”.  Esta historia me la contó en voz baja mi tío Venancio, el sastre, cuando yo era un muchacho de catorce años y él comenzaba a considerarme como un hombre que debiera ir conociendo la vida y las cosas que sucedían alrededor. Tanto mi tío como yo comprobamos que la Ciudad de los Hidalgos fue la única que no visitó el Gran General, en los cuarenta años del gobierno y silencio que siguieron a su victoria militar. Sólo la esposa del dictador se atrevió a hacerlo -quizás porque desconocía la amenaza-, y yo la recuerdo tal y como consta en una foto que se publicó en el periódico local, donde la primera dama se asomaba a un balcón cercano a la catedral tocada con una boina de requeté.

Mi tío Venancio, el sastre, vivía en la calle de Telares, sita en la antigua judería de la Ciudad de los Hidalgos, no lejos de los vestigios de una antigua sinagoga. Estaba empeñado en que nosotros -nuestra familia- éramos descendientes de conversos judíos y que por ello vivíamos desde hacía siglos en aquel lugar y nos dedicábamos a los negocios textiles. Yo me resistía a aceptar aquella tesis sin fundamento alguno, pero entonces él ponía de relieve ante el espejo las narices semíticas en forma de apagavelas de mi padre, de mi abuelo e incluso la mía. La suya –decía era de cristiano viejo como la de mi abuela paterna. Para que no hubiera duda alguna, sacaba algunas fotos sepias del aparador y señalaba con el índice las napias curvas de otros parientes fallecidos y exponía su teoría sobre los apéndices nasales de los familiares judíos. 

-No, si esto no es para decirlo a la gente, porque no están los tiempos para ello, sino para saberlo entre nosotros-, me indicaba en voz baja, que era el tono que utilizaba para hacer confidencias o comunicar un secreto familiar.

Lo que a mí nunca se me escapó, aunque no hablamos de ello, fue que el tío Venancio leía la Biblia con frecuencia y me contaba las historias más interesantes y escabrosas -decía- del Antiguo Testamento, como la de Susana y los viejos, la de Lot embriagado y sus hijas o la del incesto de Tamar y su hermano. Llegué a conocer todos los nombres de la genealogía de Abrahán, los de sus mujeres y los de todos los enemigos de Israel, una tierra que estaba presente en mi imaginación con la misma fuerza que la Ciudad de los Hidalgos. 

Mi tío Venancio acudía con presteza a las reuniones de la Cofradía de los Textiles del Rosarito, que en sus estatutos fundacionales tenía tres ramas: el Peine, la Carda y la Percha, con sede en San Esteban, la única iglesia románica que existe intramuros.

Desde muy niño, yo acompañaba a mi tío el sastre, cuando iba a la Casa de las Almas para llevar telas, tomar medidas o entregar los trajes, en su mayoría pantalones de montar, que le encargaba doña Laura, una mujer grandota, con aires de marimacho. Ella me recibía con simpatía y me obsequiaba con dulces, monedas o juguetes. En una ocasión me regaló, por fechas navideñas, una preciosa locomotora de tren en metal, que me había comprado en su reciente viaje a Múnich. Fue el juguete más hermoso y valioso de mi niñez; el anhelo y la envidia de todos mis compañeros de colegio. Fue una de las satisfacciones más gratas de mi infancia. Aquel invierno, yo era el niño más orgulloso y feliz de la Ciudad de los Hidalgos, porque poseía una locomotora de metal como ningún otro niño tenía en su poder. Fui la admiración y la envidia entre todos mis amigos por una vez en la vida.

Doña Laura era la única mujer que se atrevía a vestir pantalones, en la Ciudad de los Hidalgos. Nadie hubiera osado hacerlo en los timoratos años 40. La ciudad tenía cierta comprensión hacia la extravagante doña Laura porque era una mujer muy especial, excéntrica para todos, porque era noble por los cuatro costados y montaba a caballo en su finca; porque viajaba al extranjero y volvía con modas que todavía no habían llegado a España  y seguramente –decían- no llegarían jamás; porque era audaz y además un poco hombruna, como le reprochaba más de uno de aquellos que destacaban su comportamiento libertino. Además, fumaba brevas de La Coruña, que así era como se llamaba coloquialmente a los puros farias.

-No es una marimacho- la defendía mi tío. – Lo que sucede es que se trata de una mujer que se ha quedado sola y ha tenido que defenderse y luchar en la vida como si fuera un hombre, de lo contrario la hubieran devorado aquí y en Madrid. Ella se ha querido marginar voluntariamente de Ábula para defenderse de las habladurías, de la pacatería provinciana, de su falta de altura y de miras ... No hay que olvidar que su padre esperaba un hombre cuando ella nació y le dio una educación de muchacho, para que sostuviera la noble casa con fortaleza. Además, ella misma me ha explicado que no es la primera mujer que viste pantalones en España; la primera fue Georges Sand, escritora francesa, compañera de Chopin, que en 1938, también escandalizó con su atuendo a la pudorosa isla de Mallorca.

Doña Laura contó a sus íntimos de la tertulia que sostenía en su casa con un canónico y el director del periódico local, entre otros invitados, que en cierta ocasión la convocó el señor obispo de la Ciudad de los Hidalgos para resolver un asunto de la Casa de la Misericordia en la que ella colaboraba para sostener a los pobres ancianos. Después de que ambos, obispo y ella, cambiaran impresiones y tomaran una decisión sobre el arreglo del tejado de la institución, el señor obispo se atrevió a reconvenirle por escandalizar al vestir siempre pantalones y le invitó a lucir faldas para no dar que hablar en Ábula.

-Cuando Su Eminencia vista pantalones, no dude de que yo llevaré faldas- le replicó la aristócrata sin inmutarse.


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Doña Laura se había casado con el viudo Barón de Mandel y el matrimonio se disolvió a los pocos meses, lo que dio lugar a numerosas especulaciones. Se hablaba de matrimonio rato y no consumado, de impotencia de él, de masculinidad de ella... ¿Quién puede saberlo? Como dicen en la Ciudad de los Hidalgos hay que ir con el cazo y la luz para estar seguros. Lo cierto es que el barón de Mandel había tenido hijos de su anterior casamiento. Nunca se supo si se habían separado simplemente o anulado el matrimonio en los años de las leyes divorcistas de la II República, más bien creo lo primero, propio en familias de esta prosapia. A partir de la separación matrimonial, doña Laura -según mi tío- comenzó a hacerse dura para defenderse de las numerosas habladurías y asechanzas que le llegaban desde fuera, sobre todo de otras familias nobles. Tuvo que protegerse de los dimes y diretes de la ciudad y optó por fortificarse a su modo y manera, desde su persona hasta la misma Casa de las Almas. La extravagancia es una fortaleza inexpugnable ante los otros. Muy poca gente entraba en el palacio, por eso mi tío y yo nos considerábamos unos privilegiados.


Cuando decidí ingresar como estudiante en el seminario conciliar, mi tío Venancio me reprochó:

-Somos una raza de traidores. Primero conversos, y ahora tú rabino de otra Iglesia.

-Sigo las enseñanzas de un judío crucificado- le objeté, piadoso.


Me gustaba la dialéctica humorística y cáustica de mi tío Venancio, algo que no podía hacer con mi padre, un hombre convencional, seguidor de la doctrina política oficial del Gran General. Mi progenitor era adicto acérrimo al régimen político, y medroso ante la posibilidad de que yo publicara el reportaje sobre doña Laura para contar de modo morboso su vida, sus enfrentamientos y amenazas con el anterior Jefe del Estado. Pero esto fue más adelante.

Al despedirme de doña Laura, después de comunicarle mi decisión adolescente de ir al seminario, ella me dio un billete y me dijo con palabras que entonces no comprendí muy bien:

-Espero que los curas te traten mejor que a mí.

Doña Laura hablaba siempre de modo alado, irónico o misterioso, pero ni mi tío ni yo osábamos pedir aclaración alguna de sus palabras. Mi tío Venancio siempre la trataba con el título y le mostraba aquiescencia en todo: “Sí, señora Duquesa; de acuerdo, señora Duquesa; tiene razón señora Duquesa; como usted mande, señora Duquesa...” 

 Hasta que un día ella le dijo:

-Venancio, mientras estemos en privado, basta con el tratamiento de Señora o doña Laura y no con tanta puñeta.

-Lo que usted diga señora Duquesa, quiero decir, Señora.

Doña Laura sabía ser muy educada y refinada, pero también muy mal hablada, cuando se hartaba de algo, de alguien o se enfadaba, cosa que sucedía con cierta frecuencia.


Cuando terminé el seminario conciliar con buenas calificaciones académicas, me enviaron a la Universidad Pontificia de Salamanca, donde disfruté sobremanera por la categoría de su saber y de su enseñanza, por la libertad que se respiraba en sus aulas, envidiada por otros muchos estudiantes de la Universidad civil, donde regía mayor censura política. El nivel de Filosofía era altísimo durante los años 60; estudiábamos textos de autores, que la Universidad oficial no osaba tocar, porque era más papista que el Papa. En la Pontificia de Salamanca conocí el mejor claustro de profesores al que se podía aspirar; muchos de sus integrantes son hoy cardenales, obispos o deanes. El mundo eclesiástico es apasionante en lo que tiene de entramado de relaciones de fe, piedad, comportamiento, diplomacia y relaciones sociales, claves para una buena carrera en la Curia.

 Yo no me ordené sacerdote, no llegué a misacantano, pero me beneficié de la generosa formación que otorgaba la Universidad Pontificia y siempre estuve agradecido a esta gran institución docente de altura. Mis pulsiones y sentimientos me llevaron por otros derroteros. El Tío Venancio, que comenzó a rodearse de candelabros de siete brazos y de estrellas de David, compradas en anticuarios, para crearse un pasado hebreo más evidente, celebró mi deserción del seminario. 

Regresé a la Ciudad de los Hidalgos dispuesto a buscar un trabajo para lograr mi sustento. Pese a las sugerencias de mí tío, ni la sastrería ni la tienda de textiles, eran lo mío; yo quería algo intelectual. Él mismo se encargó de presentarme a un amigo suyo que me llevó a colaborar en el periódico local. El director de la publicación, don Cosme Atilano, que pronto me tomó cierta estima, decía que yo era un muchacho espabilado, que escribía bien, que me habían preparado a conciencia en Salamanca y que llegaría lejos. Quod natura non dat, Salamanca non prestat, me repetía guiñándome un ojo. Todo esto me facilitó el ascenso en su periódico y el poder acudir con él a las tertulias en la Casa de las Almas, muy restringidas a las personas que doña Laura quería invitar. Ella me recibió enseguida con alborozo, entre exclamaciones afectivas y expresiones gruesas de las que a veces gustaba soltar. Siempre me daba recuerdos para mi tío Venancio el sastre, a quien parecía apreciar de veras; él se enorgullecía de estos saludos y sobre todo de que yo, su humilde sobrino, me incorporase a una tertulia de gente erudita y de alcurnia. Además de don Cosme y yo, asistían don Trifón Ahumada, un clérigo culto, profesor de griego y latín en el Instituto de bachillerato de la Ciudad de los Hidalgos, al que doña Laura había nombrado capellán del oratorio privado en la casa. Nadie había visto jamás a doña Laura pisar una iglesia en Ábula, pero todos sabían que tenía una capilla privada en su palacio y suponían que allí cumpliría al menos con el precepto dominical de la santa misa. Ella era una mujer que apenas se hacía ver por la ciudad, como si no le interesara lo más mínimo. Sólo salía de su casa, patios y jardines, para ir a montar a caballo en su finca cercana.

Al principio, yo permanecía silencioso en las tertulias de la Casa de las Almas, a las que se sumaban esporádicamente visitantes foráneos distintos a los habituales, invitados por la anfitriona. Allí se hablaba de libros, de autores, de cine, de viajes, de ciudades, de la Casa de Misericordia, que en buena parte sostenía la duquesa, de las curiosas vidas de los ancianos que allí moraban, de política... Este último capítulo solía exaltar con frecuencia a doña Laura. Recuerdo una ocasión en que se enfureció y, ante mi asombro, pese a su reconocida fidelidad monárquica partidaria de Don Juan, Conde de Barcelona, como futuro rey de España, comenzó a insultar a don Alfonso XIII, al que denominaba Alfonso doce más uno, porque era supersticiosa del número trece y hacía una higa en el aire con sus dedos. Además, añadió que ese rey era un gafe desde su cuna de hijo póstumo y que por tanto estaba llamado a perder el trono de España, como así fue. Que aquel monarca que debía dar herederos sanos a la Corona, fue un irresponsable al casarse con una inglesa portadora de hemofilia, pero que los Borbones cuando se ponen rijosos ya se sabe; que no tuvo ojo clínico para calibrar quienes eran sus buenos colaboradores o verdaderos amigos; que fue un necio al aceptar ser padrino de bodas de un generalito de poca talla, que iba a ser el mayor traidor a la dinastía reinante que había dado España en toda su historia, que... Todos escuchamos con reserva y horror, en silencio, su diatriba contra Alfonso XIII en primer lugar, y más tarde contra el Gran General que todavía vivía. No nos atrevíamos a rechistar, a contradecirla ni a secundarla lo más mínimo en este campo, porque no sabíamos ante quien estábamos y podríamos jugarnos la libertad por una delación posterior. La anfitriona era una duquesa y la nobleza siempre había tenido prebendas en el país, para decir lo que le viniera en gana. Doña Laura se refería naturalmente al Gran General cuando hablaba del Generalito, por su baja estatura. Todos sabíamos su declarada fobia a este militar, dictador en el poder, pero era peligroso hablar de él de aquella manera ante testigos. La duquesa fumaba sus farias y, junto al humo de los cigarrillos de los otros contertulios, la estancia se llenaba de un aire espeso, que a veces se podía cortar, y se hacía la estancia irrespirable. 

En otra ocasión arremetió en sus iras contra toda la nobleza española, diciendo que eran gente servil, unos gallinas y unos cagaos ante el Generalito, que se vendían por cuatro perras o una embajada y un deshonor ante el poder, que no tenían resistencia ni clase...


Yo solía llegar casi siempre con don Cosme a estas reuniones que tenían cierto sabor de logia intrigante o conspiradora. Cuando avanzábamos hacia el salón en que esperaba doña Laura, el director de mi periódico solía decir en voz alta: 

-Ave María Purísima.

-¡Váyase a  hacer puñetas,  don Cosme! Esto no es un convento- replicaba ella entre divertida y enfadada.

Una de las primeras cosas que tuve que aprender fue llamar Casa de las Almas al palacio de doña Laura, si no quería hacer el ridículo.

-Palacio solo lo llaman los paletos de Madrid- me advirtió ella un día y ya lo aprendí para siempre.

A veces salía a abrirnos la puerta uno de los dos criados mariquitas que la dueña se trajo de Andalucía a su servicio. Nos explicó que eran muy trabajadores. Desde luego la Casa de las Almas estaba siempre reluciente. Las escaleras de piedra se lavaban con cepillos de raíces y olían a lejía de modo intenso; los bronces y dorados estaban siempre impolutos y relucientes; la colección de cerámica de Talavera, Puente del Arzobispo, Manises y Teruel, lucía en grandes vitrinas, sin una mota de polvo. 

-Estos mariquitas son los criados perfectos. Lo hacen todo con la destreza y pulcritud de las mujeres, pero con la fuerza de un hombre- explicaba doña Laura, que se apresuraba a aclarar que en Andalucía se distingue muy bien toda la gama de los homosexuales: mariquitas, amanerados, sarasas, maricones, mariconas, locas y locazas. Estos eran mariconas, hombres que se sienten mujeres.

Al principio Paco y Pepe, las dos mariconas, sorprendieron con sus voces, ademanes y gestos en la Ciudad de los Hidalgos. Salían a la calle adornados con pieles de conejo de colores en su cuello, se iban a un bar para poner sevillanas en una máquina de monedas y se ponían a bailarlas sin pudor ni vergüenza alguna, a la vista de clientes y viandantes atónitos por su atrevimiento. Constituían un espectáculo público; unos comediantes auténticos, que rompían las costumbres moderadas y sobrias de la castellana y sobria Ábula. Poco a poco la gente los fue entendiendo, asumiendo y respetando, venidos como venían del sur, a través de la extravagante Duquesa de las Almas. 


Más chocante fue la llegada de Ati Topkapi, un conde moldavo, supuesto sobrino del rey de Albania, que llegó a la Ciudad de los Hidalgos de modo misterioso. La nobleza de Ábula, pese a su habitual reserva, lo acogió enseguida por su cultura, saber estar y caballerosidad. Doña Laura de Navarrete y Albelda lo admitió muy pronto como amigo de la Casa de las Almas y hasta le permitió alojarse en ella. Ambos, doña Laura y el conde Topkapi, montaban muy bien a caballo y, a partir de entonces, se les veía cabalgar continuamente juntos. Él apenas sabía español, por lo que ambos se entendían en francés, mientras el conde iba aprendiendo paulatinamente el castellano. Topkapi había vivido varios años exiliado en París con su familia, tras la primera guerra mundial. Algunos días acudía a nuestra tertulia, pero, dado el poco y ágil conocimiento de nuestro idioma, más parecía un convidado de piedra que otra cosa, por lo que pronto dejó de asistir y prefería leer en francés o salir a tomar un café a la ciudad, algo que doña Laura jamás hacía. La figura de Ati Topkapi, de casi dos metros de estatura, se hizo familiar en la Ciudad de los Hidalgos; todos lo respetaban como el gran amigo de la Duquesa de las Almas. A mí me tomó cierta simpatía, desde que le regalé una garrafa del clarete de El Barraco, una maravilla de producto natural de unos trece grados. Me aseguró, entusiasta, que era uno de los mejores vinos que había bebido en su vida.


Una de las discusiones de la tertulia tuvo lugar, cierta tarde, en torno a la continua presunción de don Trifón, que afirmaba, sin investigación histórica alguna, que descendía de Santa Teresa de Jesús por parte de madre, ya que su apellido era el de Ahumada. Aparte de decirle que su descendencia sería colateral, puesto que la Santa Madr era virgen, don Cosme y yo le asaeteamos aquella tarde diciendo que no se podían hacer tales afirmaciones gratuitas sin una ejecutoria de apellido por delante, llevada a cabo concienzudamente por un genealogista serio y riguroso, no por cualquier ganapán que le hacía a uno descender de la pata del Cid, si le pagaba unos buenos duros. Creo que esa tarde nos ensañamos a gusto con el clérigo bonachón y culto, además de profesor de latín y griego. Fuimos innecesariamente agresivos y crueles en un pim-pan que en nada nos beneficiaba a don Cosme ni a mí, pero así se comporta con frecuencia la especie humana. 

También había pequeñas traiciones a espaldas de sus protagonistas. Don Cosme me hablaba de la generosidad total de la Duquesa con la Casa de Misericordia, pero que ella, en sus frecuentes visitas, practicaba el Noli me tangere, porque sentía repugnancia al contacto ajeno. Nunca estrechaba la mano de los ancianos y era incapaz de hacerles una caricia. Tan sólo practicaba el servir con el cazo la sopa boba o la legumbre en los platos de los arrecogidos.



Doña Laura era muy aficionada a los animales exóticos y los tenía de todo tipo por la casa, los patios, las cuadras y el jardín. A mí me gustaban los perriburros o burriperros, como los llamaba sistemáticamente don Cosme, animales que protegían la entrada. Eran dos grandes canes daneses que infundían respeto más que otra cosa, pues eran pacíficos como corderos. La dueña los dejaba en el zaguán y eran ciertamente disuasorios ante los posibles furtivos, ya que imponían por su sola presencia y tamaño. Entre los árboles del jardín merodeaban unos monos bracilargos y, por uno de los patios, unas tortugas bien acorazadas que comían lechugas frescas. 

Doña Laura gustaba de ir al mercado de ganado, que tenía lugar dos veces al año junto a la muralla de la ciudad, para negociar personalmente con los tratantes, cuando le interesaba algún animal, sobre todo caballos, para su cuadra. Era a la única mujer que se admitía en la feria de ganado.





Al bajar del adarve, tras el paseo, me encontré a Jaime de los Valles y Sandueza, uno de los aristócratas de la Ciudad de los Hidalgos, al que hacía tiempo que no veía. Me dijo que había llegado a la ciudad para acompañar a un renombrado anticuario madrileño, que deseaba comprar unos cuadros de Lucas Cranach y de Gentileschi a Laura Almas -él siempre la denominaba así porque de esa manera se llaman entre sí los nobles: por el título como apellido. Su papel era el de presentar a ambas partes. Enseguida recordé el cuadro de “El viejo y la joven” de Lucas Cranach, que yo había contemplado tantas veces en uno de los salones de la tertulia. Jaime era un hombre de mi edad, con el que había tenido cierto contacto cuando éramos jóvenes; siempre nos habíamos tratado con scordialidad. Le invité a tomar el aperitivo en un bar frente a la muralla y le pregunté por sus recuerdos en la Casa de las Almas. Conversador nato, Jaime empezó a recordar cuando siendo niño acudía a la Casa de doña Laura:


“Bien entrados los años 60 Laura Almas decidió construirse una piscina en medio del jardín. Lo hizo con los buenos dineros que obtuvo por la venta de un palacio que tenía en Andalucía y que apenas visitaba. Fue la primera piscina privada que se construyó en Ábula, una innovación extraordinaria que la dueña compartía en principio con los que consideraba sus amigos. Todos los invitados disfrutábamos allí chapoteando a gusto. Pero, dado el temperamento vivo y errático de la dueña, algunos días, se asomaba a una ventana y decía:

-Fuera todo el mundo. Que aquí no quede nadie. 

Todos teníamos que abandonar el lugar de inmediato.

Al principio la obedecíamos, pero después, como la conocíamos bien, los niños nos hacíamos los remolones, hasta que un día decidió darnos un escarmiento y no se le ocurrió otra cosa que sacar un caballo del establo, fustigarlo y meterlo en la piscina. Salimos todos de estampida. Era una mujer insólita, absolutamente imprevisible. En otra ocasión, siendo ya mayor, le pedí permiso para mostrar su palacio a un grupo de diplomáticos americanos, llegados a la Ciudad de los Hidalgos, favor que se me había solicitado desde el Gobierno civil. Ella me lo concedió de buen grado, para ir a las cuatro de la tarde. Yo sabía que dormía la siesta, así que comencé por el jardín y las caballerizas, pero cuando subimos a la casa, asomó su cabeza despeinada por la puerta de su aposento y gritó:

-¿Quién coño hace tanto ruido por ahí? ¡Fuera! ¡Fuera! Me han jodido ustedes la siesta. 

“Tuve que tranquilizar a los visitantes, incómodos ante sus imprecaciones. Les dije que la dueña era una mujer original, insólita y variable de temperamento. Por un lado, una especie de excéntrica inglesa y por otro, una reina castiza como Isabel II; protocolaria unas veces, caprichosa, otras; con una moral poco al uso...” –seguía contándome Jaime. “Nunca la he conocido joven. Recuerdo bien su figura alta y grande en la que se adivinaba su belleza de juventud; mujer culta y educada, que sabía estar cuando requería la ocasión. Yo diría que muy inteligente. Sabía bien lo que quería, lo que tenía que hacer y cómo hacerlo en cada momento. No se le escapaba nada. La recuerdo en todas sus facetas y siempre me asombró su lado generoso con la Casa de Misericordia, que ella sostenía casi por entero. Otras veces invitaba a los indigentes en una parte de su jardín y sobre todo celebraba con ellos el día de los Pepes, en la festividad de San José, el 19 de marzo. Ella y Ati atendían a los ancianos y desvalidos que acudían, incluso les servían la comida en sus platos, siguiendo esa costumbre de la sensibilidad del XIX. Laura Almas tuvo muchísimo dinero cuando vendió el palacio que tenía en Andalucía, pero ese dinero se le fue en sus viajes a Europa y sobre todo en la Casa de la Misericordia. Allí le escuché una vez –me emocionó- que deseaba ser enterraba bajo las losas del barro de un amplio corredor “para que todos los pobres pisen sobre mi tumba”, dijo. Su temperamento alborotado la perdía en el trato social que, por otra parte, no le interesaba lo más mínimo. Se llevó siempre muy mal con su madre y con su hermana Paca. Al final creo que hicieron las paces y se reconcilió con sus sobrinos”.


Supuse que Jaime conocía el incidente que tuvo doña Laura con el Gran General, del que yo siempre había oído hablar soto voce. Le pedí que me lo contara:

“Es una historia muy conocida entre la nobleza” -me dijo. “Un día en el hipódromo, a finales de los 40 o principios de los 50, a la Duquesa de las Almas no se le ocurrió otra cosa que reprochar a determinadas personas con títulos nobiliarios allí presentes –entre otras la duquesa de Bensabides- su cambio de chaqueta y de régimen, cuando ellos, noblesse oblige, tenían la misión de velar por la presencia de la monarquía en España, algo a lo que se resistía el “Generalito”. Ella era firme partidaria de Don Juan de Borbón como rey sucesor en España y así lo decía en voz alta. El asunto llegó a oídos del General que llegó a ponerla presa unos meses para amedrentarla, como única manera de taparle la boca, y después la confinó en la Ciudad de los Hidalgos con la prohibición de que no se acercara a la Villa y Corte. El odio que esta mujer tenía al Dictador era visceral. Cuentan que en la cárcel compraba a las presas las cucarachas que cogían en el suelo y las pegaba en la pared con goma de sobres y sellos para escribir: “Viva Don Juan”. Parece ser que esto llegó a oídos del Dictador y a él le dio por reír con su humor céltico, ante el descaro de esta mujer. A petición de algunos nobles, Franco pronto la soltó y le aplicó la pena de extrañamiento y confinamiento en Ábula. La prensa extranjera, al menos la venezolana que estuvo en mis manos, publicó que los monárquicos la habían sacado a hombros, no sé muy bien si de la Audiencia o de la cárcel. Ella acabó harta y decepcionada de la nobleza española que no merecía ser tal, sobre todo de los que componían el Consejo privado de Don Juan, porque, por un lado, transmitían la consigna de aislar y no darle cancha al Generalito y, por otro, aceptaban de inmediato un cargo político o diplomático de su mano, sobre todo si era el de ministro o embajador. El Dictador los toreaba y sabía hacerles claudicar. Eran todos unos interesados y unos cagaos, decía ella. Después, la monarquía de los Borbones no la ha recompensado o reconocido como Laura Almas merecía. La han borboneado como acostumbran. Es más, le han querido cambiar el título de las Almas por otro similar, para recuperar el suyo de reino para la dinastía. Mientras ella viviera, “aquello no iba a ser posible”, decía.”


-He oído que la Duquesa llegó a amenazar al Dictador para que no pisara la Ciudad de los Hidalgos o no saldría vivo de ella. De hecho, el General nunca viajó a esta ciudad. ¿Sabes algo de esto?

-No, pero no me sorprendería nada que Laura Almas lo amenazara en uno de sus arrebatos. Era capaz de cualquier cosa. Lo que sí he oído –no sé si es leyenda- es que en una ocasión ganó el caballo de la Duquesa en la carrera principal del hipódromo madrileño, en la competición por la copa del Gran General y cuando lo dijeron por los altavoces, todos los nobles allí presentes se quedaron atónitos y aterrados ante el incidente que podría desencadenarse si ella no acudía a recoger el trofeo o si el General se negaba a entregárselo. Ella, presente en el lugar, pese a la pena de extrañamiento, dio la cara, avanzó con dignidad y él le entregó el trofeo.

-¿Sabe lo que lo que digo General?- le espetó ella- que he venido, porque, después de todo, es usted el único que tiene cojones para seguir adelante en lo que se ha propuesto. Los demás están cagaos de miedo. Y ahora si nos vieran pasear juntos un rato les daríamos a todos una lección.  El General accedió a pasear un trecho con ella por el hipódromo. 

Si non é vero é ben trovato. Laura Almas era siempre oportuna, hasta en su inoportunidad. Lo suyo era una cadena de despropósitos muy controlados. 

Era evidente que Jaime de los Valles sabía mucho más que yo sobre doña Laura y él hubiera podido escribir el reportaje bien pagado sobre la Duquesa de las Almas, mucho mejor. Quise conocer un poco más sobre Ati Topkapi y él se apresuró a contarme.

“Era un personaje misterioso que nadie sabía a ciencia cierta como llegó a Ábula. Pero él enseguida conectó con los nobles y sobre todo con Laura Almas, porque a ambos les encantaba montar a caballo. Era un noble moldavo al que unas veces llamaban conde y, otras, príncipe. Se sabía que su familia dirigía un negocio de sillas de montar, que había abastecido a todas las casas reales del Este y a las nobles de toda Europa. De hecho, en la Ciudad de los Hidalgos también dirigió un negocio parecido junto a unos artesanos, aunque el mercado español, lógicamente, era escaso. Ati era un hombre de buena planta; culto, islámico; apenas si hablaba español y con el que los nobles se comunicaban en francés. Tendría unos 40 años, cuando apareció. Curiosamente la Ciudad de los Hidalgos le acogió pronto y bien, quizás porque era educado, tenía nobleza innata y era amigo de la Duquesa. Acudía con frecuencia al tiro pichón, porque le gustaba disparar. Era un hombre que, a medida que aprendía castellano, hablaba con todo el mundo sin perder su dignidad, pero al mismo tiempo era una persona muy independiente y acabó siendo un magnífico amigo de Laura Almas. Los que antes la habían calificado de marimacho, la calificaron entonces de libertina, por vivir bajo el mismo techo que el noble moldavo en la Casa de las Almas. Algunos dicen que con el tiempo se casó con él. No lo sé; yo no lo creo. Lo que sí es verdad es, que ella, inexplicablemente, logró que él se convirtiera al cristianismo –no sé como lo hizo-, él se bautizó en la iglesia de San Juan, donde también lo hiciera en su día Santa Teresa. 

Ati siempre fue un hombre misterioso. Desde que se alojó en la Casa de las Almas se ocupó de ayudar a Laura Almas en la dirección de la explotación de su finca y en la atención a la Casa de Misericordia. Eran dos personajes muy disneuvienme, algo así como dos escapados de la novela Pequeñeces del Padre Coloma. Cuando murió Ati, se le enterró en el cementerio católico de la Ciudad de los Hidalgos y Laura Almas encargó a Guido Capelli, un célebre escultor de la ciudad de origen italiano, que le hiciera un monumento encima de la lápida, exactamente un gran caballo  y un jinete con el retrato de Ati que lo sujetara por la brida. El asunto llegó a oídos del señor obispo, quien convocó de nuevo a la Duquesa para decirle, que el cementerio no era un zoológico y que por tanto no cabía hacer aquella estatua del caballo. Ella se enfrentó al prelado, alegando que a San Francisco de Asís le hubiera gustado la escultura de un animal y que en el cementerio ya había otra escultura peculiar con el vaciado de una extraña mano sobre una tumba, que era precisamente de los Capelli. Nunca se llegó a hacerse el monumento del caballo para Ati, pero el cementerio de la Ciudad de los Hidalgos conserva la tumba con su nombre.” 


Recordé que la Ciudad de los Hidalgos tenía uno de los cementerios más hermosos de España, donde los nobles, hidalgos y burgueses habían competido en singularidad y belleza con sus panteones. Estaba, por un lado, el del escultor Capelli, artista nacido en Italia y afincado en la ciudad. Su hijo, también escultor, había hecho el vaciado de la mano escultora de su progenitor y la colocó encima de la tumba. El efecto era ligeramente sobrecogedor. La familia de los banqueros de Santorcaz tenía otro de los panteones más bellos, con una escultura de Vasallo en piedra, que representaba un enorme ángel compacto, de ecos modernistas, con los brazos pegados al cuerpo, las manos en actitud orante y las alas formando un solo bloque macizo en la espalda. Su estética era una mezcla entre escultura egipcia y postcubista. A sus pies, unas flores de loto simbolizan la eternidad. Mucho más impacto causó el panteón de la familia que lleva el apellido Bernaldo de Quirós. Cuando se atrevió a esculpir en el frontis la divisa: “Después de Dios, los Bernaldo de Quirós”, alguien entró un día en el cementerio y colgó un letrero altísimo que decía: “Después de Dios, la Olla. La Casa de Quirós, la Bambolla”. El hecho fue muy comentado en la ciudad. El letrero estuvo colgado casi un mes, hasta que la familia aludida pagó al enterrador para que lo descolgara.


“Ati fue la mejor compañía que tuvo Laura Almas en su vida y el recuerdo grato de su vejez. Te contaré otra excentricidad más suya ”– añadió Jaime, acercándose a mí y bajando la voz como hacía el tío Venancio: “Ahora cuando he ido con el anticuario al palacio de las Almas, la Duquesa nos invitó a tomar el té y ante nuestro asombro le indicó a uno de esos criados viejos y polvorientos que tiene de toda la vida”:

-Póngale la merienda al Príncipe”.

Se refería a Ati, naturalmente. Otra de sus inauditas extravagancias.

Después de la tasación de los cuadros que vendía, Luisa Almas nos mostró las distintas estancias de la Casa, para que las conociera el marchante de antigüedades y llegamos al despacho de Ati. El cuarto estaba como cuando él vivía: la mesa con sus libros, sus gafas, su tabaco... más el periódico del día y la bandeja con el té que le había llevado el criado.

-¿Por qué la Duquesa se separó del barón de Mandel?- me atreví a preguntar ante la locuacidad de Jaime.

-Mis noticias fueron que en la noche de bodas el barón se encontró en la habitación con Luisa Almas y una boa constrictor, por lo que salió de allí aterrado. No sé si esto es verdad o leyenda, pero todo podría ser, dado lo mucho que le gustaban los animales exóticos a Luisa Almas. Todavía recuerdo uno de los simios que tenía, ataviado con un delantal blanco, servía copas a los invitados cuando estábamos junto a la piscina”.


Después de toda esta información pasamos a hablar de nuestra Ciudad de los Hidalgos, de lo cerca que había quedado de la Villa y Corte al construir la magnífica autopista. Esto hubiera evitado quizás en su día la gran diáspora de los nobles, se lamentaba Jaime. La sierra ya había dejado de ser el gran obstáculo, la gran barrera con la capital del reino. La fortificada ciudad de Ábula no había tenido mucha suerte en la historia –se lamentaba Jaime. Fue siempre partidaria de los vencidos. Lo fue de Enrique IV Trastámara y tuvo que enfrentarse a la vencedora Isabel la Católica; después, la ciudad se hizo comunera y, por tanto, perdió, frente al poderoso Emperador que llegó de Gante. Hubo una especie de infortunio en todas sus elecciones históricas. Todo esto se cuenta muy bien en el libro Los de siempre, que acoge la historia de las familias nobles de las catorce Casas palaciegas de la Ciudad de los Hidalgos. 

-Es curioso, que tuvieran que morir cinco Tratámara para que los Austrias llegaran a reinar en España; los Habsburgo con su mal fario en los genes -continúo explicando Jaime. -Don Juan, el malogrado hijo de los Reyes Católicos, Príncipe de las Españas, reposa en la iglesia de Santo Tomás el Real de Ábula.  El poeta Pedro Cué recuerda en sus versos que se refieren a él: “Don Juan, para nacer, qué bien Sevilla para vivir/ Don Juan, para morir, en Salamanca/ Don Juan, para dormir y descansar, el silencio de Ábula”, explicaba Jaime con cierta melancolía. Otro, Don Juan, de Borbón en este caso, tampoco pudo reinar en la España del siglo XX.


Ábula, mi amada Ciudad de los Hidalgos. 


*****



He vuelto a mi Ciudad para visitar la Casa de las Almas en su estado actual, casi vacía. Doña Laura de Navarrete y Albelda murió hace ocho años y la legó al Estado para que instalara en ella una extensión del Museo del Prado. No quería que la heredaran sus deudos. Antes, tuvo la sensibilidad de reservar un dinero aparte durante cinco años para que criados y animales se fueran recolocando y asentando en otro lugar. Así lo dispuso en una manda testamentaria. La mayoría del mobiliario y de los cuadros ya no ornaban la casa cuando entramos en ella. “Está todo en un guardamuebles mientras se restaura el edificio”, explicaba el director de la recién creada institución museística al grupo de periodistas que acudimos a una convocatoria de prensa. Tan sólo los grandes muebles con estanterías de la biblioteca y las enormes vitrinas doradas, en las que se guardaba la colección de cerámica, permanecían en su lugar, cubierto todo ello del polvo de las obras. “Estas, que eran las salas nobles de la casa, serán los espacios principales del museo”, explicaba el recién nombrado director del mismo. Los suelos con baldosas de barro entre azulejos de Talavera habían perdido el brillo que yo conocí, cuando vivían en la casa las mariconas andaluzas que los lustraban. “Los muebles que había no valían gran cosa; eran casi todos historicistas del XIX”, contaba con displicencia el director. 


El jardín se encontraba invadido por la grama, jaramagos, albardines, escorzoneras, dientes de león, y ranúnculos. Estaba atravesado por un fragmento de calzada romana al descubierto, no sé si cardo o decumeno, protegida con entablamentos colocados por el arquitecto que iba a restaurar la Casa. “Se construirá un puente bajo de cristal para poder contemplar mejor los vestigios romanos”, explicaba el responsable. Las caballerizas del fondo aparecían con las batipuertas desvencijadas. Ya no asomaba caballo alguno por ellas. Un saúco dejaba caer sus ramas en un rincón. “Allí irán los despachos de la administración del museo”, escuché de lejos, mientras me acercaba a la piscina con agua putrefacta cubierta de verdín y un par de neumáticos de coche en el interior. Sentí que el sic transit gloriae mundi se había posado en aquel lugar como la divisa maldita del paso del tiempo. De pronto me invadió una melancolía extraña, rebelde, malhumorada...

-Este palacio fue construido en el siglo XIV y restaurado en el XVIII- seguía explicando el director.   

-La dueña nunca llamó palacio a la Casa de las Almas; eso -decía- sólo lo hacen los paletos de Madrid- repliqué. 

El director me miró altivo e hizo oídos sordos a mi observación. Continuó:

-La propietaria de este palacio era una mujer estrambótica y caprichosa; llevó una vida muy ajetreada.

-Fue una mujer singular, muy culta. Yo la he conocido – añadí. -Gastó su fortuna en sostener la Casa de Misericordia, donde se alojaban al menos cincuenta ancianos abandonados”, dije en voz alta ante todos mis colegas.

El recién nombrado director del futuro museo me miró, esta vez con desconfianza. Retándole a los ojos, continué:

-Fue la única mujer capaz de enfrentarse al Gran General y por eso el dictador no se atrevió a pisar nunca la Ciudad de los Hidalgos”.

Todos los colegas de las radios y televisiones me rodearon de pronto con sus micrófonos y me vi contando la vida de doña Laura de Navarrete y Albelda, V duquesa de la Almas, nieta del gran Espadón de Andalucía.


 La mirada contrariada y atónita del director del futuro museo me estimulaba a narrar sin control alguno. Nadie me ofreció un cheque sustancioso por aquellas declaraciones reveladoras de un pasado conocido y reciente. Todas ellas se publicaron en la prensa al día siguiente. FIN

Julia Sáez-Angulo .- Madrid, 1990

NOTA BENE.- Con el tiempo, coincidí con el sobrino de la Duquesa de Valencia, José Juan Narváez Díaz,  y le pregunté por ella como personaje. Me contestó en tono despectivo hacia su tía. “En realidad, nunca tuvo jurídicamente el título de Duquesa de Valencia, porque no lo rehabilitó en el Ministerio de Justicia. Tenía derecho a él, pero no lo revalidó. La verdadera Duquesa de Valencia fue mi madre, que si lo hizo registrar en el Ministerio de Justicia”. 

    La Corona Española quiso reivindicar para sí el titulo de Ducado de Valencia, ya que deseaba tener todos los reinos a su disposición, se propuso cambiarlo por otro como Ciudad  de Valencia o algo similar, pero no cuajó entre los herederos, que ganaron el pleito ante la negativa del Ministerio de Cultura a rehabilitarlo tras su "dormición" por impago, de Luisa de Narváez.

(Fuentes orales: Aurelio Sánchez Tadeo, cronista de la ciudad de Ávila; Javier González de Vega, y Javier?, redactor jefe de la revista Galería Antiqvaria)

viernes, 6 de junio de 2025

CRÓNICAS LUCENSES IV. Dolores Guerrero, artista pluridisciplinar "persiguiendo sueños" y "alboradas"

Dolores Guerrero con una de sus esculturas



Julia Sáez-Angulo
        Fotos: Adriana Zapisek

7/6/25.- Lugo.- Artista pluridiscipliar y polivalente, Dolores Guerrero (Lugo), recibe en su  estudio/taller en una de las colinas de la capital lucense, un lugar silencioso, desde donde se contemplas las montañas que rodean la ciudad. Allí podemos ver su pintura, esculturas, “arbolitos… al tiempo que se leen poemas y comentamos su trayectoria profesional en la docencia para la Universidad y en sus exposiciones, medio centenar de individuales y numerosas colectivas.
Entre las muestras más recientes: en el Museo Provincial de Lugo y en la Casa de Galicia en Madrid. A Dolores le gustan las tertulias con merienda y reúne de vez en cuando a pintores, escultores y escritores en su acogedor estudio, siempre bastante pulcro, porque confiesa que no mancha en exceso cuando trabaja.
    "Del intercambio de pensamientos, salen nuevas ideas".
Actualmente, Dolores expone dos piezas en la exposición colectiva “Mujeres en Acción por el planeta: Océanos y tierra”, en la Capella de Santa María, situada en el CENTRAD de Lugo, de la que es comisaria junto a Rosa Gallego. La muestra, que habla del reciclaje de materiales para conserva el Medio Ambiente, permanecerá abierta hasta el 29 de junio próximo.
Además de entregada a las artes plásticas, Dolores escribe relatos para adultos y niños, poesía, textos… no en balde estudió Filología Hispánica en la Universidad de Santiago de Compostela.
A la autora le gusta trabajar con distintos materiales buscando efectos metálicos en sus esculturas realizadas con citas de construcción o sus “arbolitos”, hechos con ramas secas oportunamente tratadas contra los insectos.
Sus abstracciones se acercan con frecuencia a los celajes con sus colores celestes y fríos. La gama visual de estos “paisajes elevados” son una gran fineza, donde se aprecian días de luz y rompimientos de gloria. “Alboradas” fue el título de una de sus exposiciones con la abstracción como protagonista principal. Muy bellos también, sus nocturnos.
    Dolores Guerrero no gusta ni quiere caer en la “cárcel del estilo”, por lo que alterna con libertad y acierto abstracción y figuración, incluso con intervenciones de performance, como las pisadas de pigmento de los niños, con el título “El pez grande se come al pez chico”.
    Algunos de los poemas de la autora enriquecen sus catálogos en los que podemos leer textos de Rosa Martínez Lahidalga, Encarna Lago González o Rosa Gallego del Peso.
    Mujer y artista inquieta, trabajadora, ya prepara su próxima exposición.


Dolores y Julia Sáez-Angulo, crítica de arte
Dolores Guerrero, pintora

Dolores y Adriana Zapisek

jueves, 5 de junio de 2025

CRÓNICAS LUCENSES III. Galicia, tierra de bellas artesanías. Lugo cuenta con el CENTRAD, institución que cuenta con una rica colección de instrumentos musicales




Julia Sáez-Angulo

Fotos: Adriana Zapisek

6/6/25 .- Madrid .- Sabido es que Galicia es tierra de ricas y variadas artesanías en cerámica, madera, textiles… Lugo ha encontrado una manera de acoger y promocionar algunas dentro del amplio complejo del Centro de Artesanía y Diseño, CENTRAD, sito en un espléndido y antiguo hospital militar, fuera de la muralla lucense, pero cercano a ella. 

    Dirigido por la Diputación de Lugo, el CENTRAD cuenta con diversos pabellones separados por jardines, que responden a las nuevas ideas de la medicina de primeros del XX, cuando se vio que la separación de enfermos, la amplitud y luminosidad de los edificios, contribuían a la salud y mejoría de aquellos.

    El CENTRAD se creó para la promoción de la cultura de los oficios, cohesión, integración y mejora de la competitividad de los talleres artesanos de la provincia. Realización de talleres de arte y diseño. Biblioteca. Formación. Ayudas. Exposiciones. Artesanos procedentes de distintos lugares del territorio nacional. Un proyecto ambicioso, que muestra los resultados a las visitantes, hoy artistas que exponen en la Capella de Santa María desacralizada, dentro del propio Complejo cultural.

    En suma, una oferta formativa de profesionales en diversos talleres, telares u obradores. Cristina Barreiro, doctora en Bellas Artes, nos va conduciendo por el largo recorrido.

    Comenzamos por la Colección de instrumentos musicales, dirigida por Luciano Pérez Díaz, un experto conocedor de este campo, hijo de artesano en la mareria, que donó su taller y utensilios al CENTRAD. Una sucesión de vitrinas muestra gaitas gallegas, escocesas, galesas y de otras nacionalidades, junto a un sinfín de panderetas y otros instrumentos de diversas procedencias.

    Luciano Pérez ha recorrido numerosos lugares y museos de instrumentos musicales, por lo que sabe todo en la materia. Ambos, él y yo, recordamos el proyecto que tenía la ministra de Cultura Pilar del Castillo, en el gobierno de Mariano Rajoy, de crear un gran museo de instrumentos musicales en uno de los grandes monasterios hoy vacíos, que hay en Galicia. La pérdida de las elecciones y la política cicatera que no admite proyectos ajenos, y menos, en una Comunidad autónoma que no es del color del Gobierno, hizo que el proyecto se viniera abajo.

    La colección de instrumentos, hoy museo, está constituida por fondos procedentes de la antigua sección de música del Museo Provincial de Lugo, fondos de producción propia fruto de diferentes proyectos de investigación, adquisiciones, donaciones y depósitos de particulares. Completan la colección importantes fondos documentales y bibliográficos reunidos a lo largo de estos años relacionados con la materia.

    La tipología de sus bienes abarca instrumentos de música, tanto del patrimonio musical gallego como numerosos ejemplares procedentes de otras culturas, instrumentos mecánicos, objetos y juguetes sonoros, indumentaria tradicional y réplicas en petro de iconografía musical. Destaca la colección más importante en Europa de instrumentos de cuerda medievales de los siglos XII y XIII.

    El taller de Diseño, dirigido por Celsa López, una maestra muy creativa en la materia, es otro de los departamentos que visitamos, para ver la fecunda creatividad del mismo a la hora de diseñar cartería, abanicos, almanaques, publicidad, catálogos, libros, pegatinas… Un sinfín de objetos en papel, cartón, cuero…con gancho y gracia.

    Seguidamente, Celsa muestra una colección de diseños de trajes femeninos contemporáneos, inspirados en distintos aspectos de Galicia, que asombran por su belleza y originalidad. 

    El diseño de joyería también ha sido materia de diseño, entre otras, en el CENTRAD.

Celsa López, directora del Departamento de Diseño
Colección de instrumentos del museoColección de instrumentos
Luciano Pérez explica a las visitantes de la Asociación de Mujeres Progresistas de Retiro.
Celsa, Dolores y Julia