martes, 11 de agosto de 2020

ANEXO. VIÑETAS DE LONDRES


11.08.2020.-Madrid                           


A la ciudad que me enseñó tanto

  Este anexo a los recuerdos de algunos de mis viajes y estancias mediterráneos lleva por título Viñetas de Londres. Se trata solamente de tres, de casi un total de diez, que han sobrevivido a los cincuenta años que han transcurrido desde que empecé a pergeñarlas sobre la marcha. Valga adelantar que fueron varias mis estancias en aquella capital del mundo (Welthauptstadt), metrópolis y palimpsesto viviente de una época de marcado cuño europeo, como lo fue la acotable entre 1789 y 1918.
Se trata de apuntes de corte algo naif, ligeramente revisados de estilo, y motivados por tres aspectos notables de la ciudad del Támesis: Greenwich, los museos y los parques; aunque de los museos me haya limitado a uno que no guarda punto de comparación con el British Museum o la National Gallery. No está, sin embargo, desprovisto de “gancho”, ni de interés en el ámbito de la historia internacional contemporánea.
Las viñetas que siguen van dedicadas a la ciudad que tantos horizontes me abrió durante mi primera juventud y están dedicadas especialmente a la figura de Salvador de Madariaga (1886-1978) y a su hija Isabel (1919-2014), con la que compartí varias veladas y reuniones londinenses[1].                                       

I
GREENWICH

                    A María José Lorente (+ 2012), criatura imposible de olvidar

Años ha, un vaporetto bastante maltratado por el uso y con capacidad para unos setenta y cinco viajeros solía hacer periódicamente la travesía del Támesis entre Westminster y Greenwich. La nave surcaba lentamente las aguas marrones del Támesis pasando bajo los puentes tendidos sobre el río: Charing Cross, Waterloo, Blackfriars, Tower Bridge y unos cuantos hitos más. A un lado u otro de su caudal, la ciudad de Londres iba brindando al viajero la silueta edilicia de su milenaria personalidad histórica: el Big Ben, Somerset House, la señera cúpula de San Pablo, la fortaleza carcelaria de la Torre y algunos monótonos rascacielos que se erigían donde los bombardeos de la última guerra mundial lograron impactar, repetidas veces, la vasta superficie londinense. Luego, cuando el recorrido de la travesía fluvial alcanzaba la mitad del tiempo previsto, el perfil de la silueta de la City se desvanecía en lontananza, para dar paso a los wharves de Londres, viejos y destartalados muelles y almacenes que imprimían al este de la ciudad aquel ambiente de “sucia incomodidad” del que hablaba William Morris (1834-1896).
Mientras el vaporetto avanzaba Támesis abajo, un mundo de leyenda podía atravesar furtivamente la memoria del pasajero: navíos piráticos de sir Walter Raleigh, goletas marineras, bergantines de la East India Company y gabarras carboneras de la Gran Bretaña industrial. Cuando la imaginación histórica se había ido despertando al filo de la contemplación, el vaporetto enfilaba ya, decididamente, el último tramo del río. Con su proa rumbo a Greenwich.
                           ***
Greenwich es una pequeña aglomeración urbana, situada al sur de Londres. A su entrada por vía fluvial, ofrece al visitante la impecable fachada del Royal Naval College (antiguo hospital de marineros) y el juego de mástiles del famoso clipper [2]Cutty Sark. Luego, al iniciarse el ascenso hacia la colina, a cuyos pies reside la ciudad, todo el entorno se convierte en una sucesión de incentivos marítimos y náuticos. Y, aunque no se sea un lobo de mar, el ojo avizor advierte la sede del inenarrable Museo Marítimo Nacional, primero; la colina del Observatorio (donde se ha fijado el arranque del meridiano de referencia longitudinal de la esfera terrestre), y. por último, el bonito parque que corona la colina.
La visita detenida de los tesoros y curiosidades que pueblan las salas del Museo Marítimo Nacional de Greenwich merece una dedicación de varias horas; todas son pocas aquí, cuenta tenida de la tradición ultramarina de las islas británicas, a veces pirática (William Blake), a veces bélica (Horace Nelson). No es infrecuente que el tiempo pase inadvertido en Greenwich y que el visitante se prometa volver en otra ocasión, justo para deleite de su capacidad de instrucción marítima.
Al terminar la visita a Greenwich, cuando se pone el sol, uno no puede substraerse a la contemplación de Londres desde aquel punto de mira, uno de los pocos altozanos que permite dominar el considerable panorama del octopus londinense. Si la visibilidad ayuda, un horizonte de chimeneas, grúas, agujas de iglesias, “jorobas” de puentes sobre el Támesis, y la inconfundible Torre de Londres se agolpan ante la mirada del espectador. Entonces, cuando la ciudad empieza a encenderse, el viajero, gratamente cansado, pero satisfecho de las impresiones evocadoras que ha experimentado tanto a lo largo del trayecto como durante el recorrido de los museos, emprende lentamente el descenso al pequeño casco urbano de Greenwich. Las tabernas han abierto sus puertas; un rumor de voces concomitantes y un vapor de lúpulo llegan al visitante, al que ya espera el vaporetto desde su muelle de atraque, para devolverlo a la City of London.

II
LOS MUSEOS: IMPERIAL WAR MUSEUM

            A Teresa Pereira,
ad maiorem Dei gloriam

Los domingos de verano pueden ser días idóneos para visitar algunos museos de Londres. Así ocurría, al menos, cuando yo vivía allí o visitaba esporádicamente aquella ciudad. Solían estar abiertos entre las dos y las seis de la tarde, con libre acceso. En una ocasión dejé para el final de mi estancia, por si el tiempo y la resistencia física me lo permitían, el Jardín Botánico en Kew Gardens, la Galería Nacional y el “complejo” museístico de South Kensington, mientras fui viendo aquellos museos que, generalmente, no se visitan; o que, por lo menos, no habían atraído mi curiosidad en estancias anteriores. Tal fue el caso del Imperial War Museum, situado en el distrito de Lambeth, al sur de la ciudad, e instalado en un edificio que, como otros tantos de Londres, no posee particular atractivo edilicio. Alberga, empero, una interesante colección de “máquinas infernales” con las que los europeos han solventado sus recurrentes pleitos internacionales, a través de los siglos.
En el Imperial War Museum, todo el despliegue ambiental (reconstrucción de batallas, mapas y datos que hacen al caso), previo a la aparición de la guerra eminentemente mecanizada entre 1870 y 1918, se resiente de su marcado didactismo escolar, lo que no resta ni un ápice de interés y valor al museo. Cuando se alcanza el período de 1870-1945, las piezas que alberga el Imperial War son auténticos carros de combate, primicias de la aviación, obuses, y hasta un cohete o misil precoz (V2), que transportan al visitante a los días de la détente[3]. Es decir, se trata del despliegue de una colección de ingenios bélicos que introducen de lleno en el mundo de la guerra, inventados por la humanidad para resolver los conflictos entre las partes, una vez agotadas vías previas a la declaración de hostilidades, como la negociación diplomática.
Ciñéndonos al siglo XX, procede recordar aquí, que, cuando las guerras se “estancan”, la espiral de los inventos destructivos del enemigo se acrecienta, como ocurrió en la guerra de posiciones de 1915-1916 entre Alemania y Francia. El empantanamiento bélico produjo el invento del Big Willie, prototipo de tanque pesado inglés, construido por la industria de guerra británica con sede en Birminghan y potenciado durante los años 20 por el tándem industrial Vickers & Armstrong. El museo refleja también otros tipos de guerra: por ejemplo, la guerra relámpago de 1939-1940, cuando las divisiones acorazadas del general Guderian dieron el flamante triunfo al Tercer Reich alemán en Polonia y en el frente francés; o las guerras acaecidas en el desierto libio (Rommel versus Montgomery) y en la jungla, como el duelo entre Japón y Estados Unidos, que mi generación recuerda a través de viejas películas americanas. Guerras, en suma, en las que el camuflaje, la adaptación al reñidero de turno, la supervivencia à bout de souffle y el aprovisionamiento debido contribuyeron a dirimir el resultado final del combate, tanto como la potencia de fuego, la consolidación de las líneas de comunicación y el recurso estratégico a las fuerzas aeronavales combinadas.
El Imperial War Museum, con un título algo “rimbombante” a la altura de los días que corren en Europa y, en particular, en Gran Bretaña, cuando los imperios comenzaron a desmoronarse, sumerge al visitante de sus salas en el ambiente de las guerras mecanizadas. Falta, quizá, una recuperación de otros aspectos: la guerra y su impacto sobre la población civil, la guerra y la escasez de aprovisionamiento, y un breve etcétera polemológico. En suma, el recorrido de las salas del museo no dejará de “avivar el recuerdo”, alentar el ánimo y satisfacer la curiosidad, por aquello de que la guerra, paradójicamente, según comentaba Ortega y Gasset, es un “hecho de civilización”, factor no menos poderoso que el derecho internacional de las gentes de todo el mundo a vivir resolviendo sus conflictos con un grado prudencial de forcejeo, y no a través de la violencia organizada, de la violencia revestida de su coraza siderúrgica e inexorable capacidad de destrucción del enemigo.
En rigor, el cambio de mi elección museística de aquella plácida tarde de domingo abrió un paréntesis de distracción insólita de contemplar; salvo que se habite en países, ciudades y civilizaciones que lucharon a muerte con sus antagonistas, para obtener finalmente la victoria, aunque fuese, como siempre ocurre, una victoria amarga. Caso que ha sido el de Gran Bretaña y su ex-imperio el poder, la gloria y la inexorable decadencia.
El londinense Imperial War Museum no solo distrae e ilustra, sino que puede invitar a reflexionar sobre el tolstoyano binomio de Guerra y Paz.   


III
LOS PARQUES

A Beatriz Sala Lezcano,
querida prima (de riesgo)

            Hay una evidencia estridente en el paisaje inglés: el color verde predomina mucho en sus ciudades; y, durante el verano, este color acentúa más aún su predominio. Con la excepción de algunos islotes paisajísticos más ásperos, Gran Bretaña es, en puridad, una isla verde que en las Tierras Altas de Escocia experimenta una intensificación de ese color.
            Así como la retina meridional puede pasar del encanto óptico al hastío ante el predominio verde del paisaje inglés, aquella no puede hacer menos que deponer sus armas cuando entra en el vasto recinto de los parques; a no confundir, a propósito, con los bosques (woods) que pueblan el entorno y el corazón de muchas ciudades insulares, como si quisieran reocupar el espacio perdido de la época de ¡Qué verde era entonces mi valle! Los parques son otra cosa. Me encuentro siempre a gusto en los parques ingleses o en los de Escocia y Gales, a pesar de que pueda invadirme cierta ensoñación, o a causa de esta, quizá. Los parques son un pulmón para la ciudad, como dicen actualmente los ecologistas; son, también, una válvula de escape para el ciudadano solitario, o filocanino, que lleve a su Troilo de turno a disfrutar de las delicias de un césped siempre húmedo y vigoroso. Aquellos permiten a los deportistas solazarse a gusto y, ¡ah!, a los enamorados dispensarse a su albedrío el cariño que gobierna por momentos sus inclinaciones sentimentales.
            Los parques de Inglaterra son una delicia de refugio personal al aire libre. Y, como ocurre en muchos sitios de Londres, hay, en aquellos, puestos de servicio de refrigeración, cuando no de la habitual cup of tea, quioscos de música, teatrillos a la intemperie (que, incluso en verano, no pueden funcionar con normalidad por la inclemencia meteorológica de la vieja Albión) y, por haber, hay hasta un enclave tan variopinto como el de Speakers’ Corner de Hyde Park, tribuna crítica para descontentos de todo pelaje. Me pregunto qué más se puede pedir a un país tan castigado por la revolución industrial y la alta densidad de superficie construida en su no muy espacioso territorio insular.
            Siempre me gustaba permanecer, tiempo y tiempo, en los parques de Londres; por eso mismo, había para mí un momento que me llenaba de congoja. Era justo cuando los vigilantes del recinto en el que pienso ahora, y que alberga una “joya botánica” (Kew Gardens), anunciaban a través de sus megáfonos, con monótona cadencia, que había llegado la hora de cierre: Closing down! Closing down!, se oía advertir desde diferentes altavoces instalados en varios puntos del recinto. Solía ser algo temprano en invierno cuando esto ocurría; pero, incluso, en verano, cuando el sol septentrional sonreía algo más a través de la bóveda discontinua de nubes, yo no podía hacer menos que experimentar un sentimiento de expulsión, de habitante devuelto sin conmiseración alguna a su punto de origen, la jungla de asfalto. En este caso, claro, se trataba de un decente suburbio londinense donde yo habitaba, pero en el que la simetría de las edificaciones insultaba la vista, mientras reinaba en sus calles un difuso olor a carbonilla. Eso, sí, débilmente contrarrestado por el vapor de lúpulo que salía de todas las tabernas a partir de las seis y tantas de la tarde. Esa era la hora en que comenzaban a abrirse los public places, y se empezaba a consumir cerveza sin prisa, pero sin pausa, hasta que hacia las diez de la noche otra llamada de atención hacía saber al respetable que se avecinaba la ingrata hora del cierre paulatino de aquellos recintos: We are closing down! 

Víctor Morales Lezcano
Historiador 


[1] Véanse unas líneas consagradas por mí a Isabel de Madariaga en El Imparcial (26 de octubre de 2014).
[2]  Clipper: buque de vela, ligero y de mucho aguante.
[3]  Esta viñeta, como las que componen este anexo, datan de los años 80 del siglo XX. De ahí, la referencia a la détente, o coexistencia pacífica entre Washington y Moscú, configurada por dos regímenes antagónicos a partir de la crisis de los misiles en Cuba (1962).

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