Por Julia Sáez-Angulo
22/07/2020.- Madrid.- Yo tuve varios estudios para pintar. El primero fue en la calle María de Molina, una casa donde había unos veinte estudios para otros tantos artistas como Mingorance Acién, Enrique Mélida –que más tarde heredaría el título de marques de Villamagna-, una pintora de muy mal genio a la que había que hablar con una silla en la mano como si fuera un tigre... No recuerdo su nombre. A última hora del día nos visitaba don Daniel Vázquez Díaz. Con su acento andaluz a mí me llamaba “Manué” y solía entrar a mi estudio donde yo le tenía reservado un sillón frailero en el que se sentaba enseguida. Le gustaba encontrarse allí con gente joven, en general otros artistas cercanos, que venían a sostener una tertulia con todos y en especial con don Daniel. La competencia profesional de Vázquez Díaz era Benjamín Palencia, que le restaba clientela. A mí me gustaba más, con diferencia, la pintura de don Daniel. Era mejor pintor. Los pintores sabemos valorarnos y medirnos por dentro, aunque no siempre lo manifestemos al exterior.
Los grandes retratistas de los años 50 eran Manuel Benedito, Sotomayor, Julio Moisés, Vázquez Díaz. Venían a cobrar unas setenta mil pesetas por retrato. En mi opinión Vázquez Díaz era el mejor pintor de retratos; los que hizo del poeta Juan Ramón Jiménez o de Miguel de Unamuno eran soberbios. Los mejores cuadros de Vázquez Díaz los tiene el Museo de Bellas Artes de Bilbao; los vascos supieron comprar muy buena pintura durante aquellos años 50 y 60. Por aquel entonces yo cobraba mil quinientas pesetas por retrato.
Juan Lara, Antonio R. Valdivielso y Antonio Lago era los pintores que exponían en la librería y galería alemana Buhods, que estaba en el paseo de Recoletos. Era la tríada de pintores de moda, los más avanzados. En mi opinión, Lago era el mejor, el más sensible y más artista de los tres; el único que exponía y vendía en París, porque lo merecía.
Con frecuencia yo pintaba sobre otros cuadros míos ya pintados, para ahorrar material y soportes, hasta que un día apareció por mi estudio Juan Lago y me compró varios cuadros que yo tenía pintados. Esto debió ser hacia el año 1945. Aquel aprecio por mi obra me hizo pensar que no estaría tan mal lo que yo hacía y que debiera de respetarlo. No volví a pintar sobre un cuadro mío terminado.
Mi estudio en la calle de María de Molina se lo pasé más adelante a Luba Bakikova, una escultora búlgara – no estaba nada mal como artista- que entonces vivía en Madrid y me fui a otro estudio en el Pasaje de la Alhambra -hoy desaparecido-, que se abría al final de la calle Augusto Figueroa y tenía una gran tradición de estudios de pintores, desde José Jiménez Arando y Joaquín Sorolla, a Casto Plasencia, Cecilio Pla Gallardo, Eduardo Chicharro Aguara y hasta el poeta Eduardo Chicharro Briones, impulsor del Postismo. Había un gran arco árabe para entrar allí. Hoy ha desaparecido el pasaje y en su lugar hay un Hotel. El estudio tenía más de diez por diez metros y cinco metros de alto; era estupendo. Se lo alquilamos a Chicharro, hijo del pintor Chicharro, entre el escultor conquense José Navarro Gabaldón y yo. Chicharro sólo nos puso de condición, que teníamos que prestárselo una vez al mes para hacer una fiesta con sus amigos. En cierta ocasión nos invitó a una de sus fiestas y descubrimos que era un encuentro de homosexuales, algo que iba contra la ley en aquellos momentos y decidimos dejar aquel lugar para buscar otro. No queríamos líos con la policía. Todavía conservo la mesa de modelado del escultor conquense en mi actual estudio de la calle Can Menor, en el barrio de La Estrella. A Navarro Gabaldón le perdí la pista.
En aquellos años íbamos muchos artistas y escritores al café El Colodro, esquina a la calle Colmenares, entre ellos Celedonio Perellón, y Alfonso Sastre. Lo decoramos siete artistas y nuestros nombres figuraban al frente en la pared. A los que allí acudíamos nos llamaban “los colodristas”, en su mayoría dibujantes e ilustradores como Luis Vigil, Gene, Pepe Laffon... Los ilustradores suelen ser muy cultos, porque leen mucho; yo lo he comprobado, pero no suelen saber pintar, aunque lo pretendan, también lo he comprobado y así se lo he hecho saber a los amigos ilustradores. Recuerdo que en cierta ocasión entró en El Colodro el actor Raúl Cancio con una mujer y en un momento dado le dio un bofetón. Yo no podía tolerar una cosa así, por lo que me levanté y le di un puñetazo.
- ¡Es sólo una puta!, me dijo alguien.
-Me da igual. A una mujer no se le pega jamás- repliqué.
Pasé más tarde, me cambié, a otro estudio en la calle Príncipe, después, a la calle de La Bola, un último piso con amplios ventanales, porque perteneció a un fotógrafo que necesitaba mucha luz. Era también grande y lo compartía con el dibujante e ilustrador Luis Vigil, buen amigo. Allí pasamos mucho frío; cuando nevaba, el hielo se agarraba a los cristales y no se soltaba en una semana. Andábamos muy escasos de dinero y a veces no podíamos pagar el alquiler. Pero cierto día apareció por allí un artista venezolano, que venía becado a España y no recuerdo su nombre, dispuesto a compartir el estudio con nosotros. No iba casi nunca por el estudio, pero como era un potentado, pagaba religiosamente el alquiler y nos venía de perlas.
Un sonotone para mi sordera
Un día de los que don Daniel Vázquez Díaz vino a la tertulia de mi estudio me dijo:
-Manué, ¡Estoy harto de gritarte! Te vamos a regalar un sonotone.
No tardo mucho en organizar una exposición en la madrileña galería Alcón junto a otros artistas para rifar obras suyas y de otros para poder comprarme un sonotone de entonces, que valía seis mil pesetas. Una fortuna para la época. Don Daniel contribuyó con dos dibujos y yo con otros dos. Participaron entre otros: Pepe Caballero, Molina Sánchez; Cesar Manrique; Martín Sáez, el hermano de Fernando Sáez… Todos iban contentos al poder exponer junto a Vázquez Díaz. Fue un acto simpático y solidario, hacia 1952.
Se sacó más dinero que el precio del sonotone, pero yo no quise tomar más que las seis mil pesetas que necesitaba para el mismo. La sordera me fue llegando a partir de los veintiún años. Podría ser algo genético; mi madre también se fue perdiendo oído a partir de los treinta y siete años, pero también puso sobrevenirme de una medicación que me administraron durante el servicio militar y que me sentó muy mal.
La sordera aísla bastante y a veces resulta difícil integrarse en ambientes de mucha gente. Con frecuencia uno se tiene que limitar a asentir con la cabeza y a sonreír sin haber comprendido del todo.
Don Daniel Vázquez Díaz me pidió en cierta ocasión que le prestara el estudio a Godofredo Ortega Muñoz que venía de los países nórdicos, iba a exponer en la Biblioteca Nacional y le tenían que hacer una entrevista. Le dije que no tenía inconveniente, pero en aquel momento en mi estudio compartido de la calle Desengaño estaba colgada la pintura vulgar de un colega, por lo que no era muy edificante. Cuando hablábamos de esto se acercó Cesar Manrique, un hombre hábil y calculador para hacer dinero, más decorador que pintor, que ofreció su estudio cerca de la plaza de Manuel Becerra. Efectivamente la decoración de su estudio era puro diseño, pero no se veía una sola obra de arte suya. En cierta ocasión en que fuimos un grupo de pintores juntos a ver los cuadros de El Greco en San Rafael –Farreras y Manolo Conde entre otros- el propio Manrique me confesó que era homosexual.
Con el pintor gallego y profesor de pintura en un Instituto de Segunda Enseñanza de Madrid, Joaquín Rojo Seijas, Quinín para mi hijo Carlos que era su amigo, también sostuve cierta relación, siempre a través de mi hijo con el que se iba a pintar paisajes por los alrededores de Madrid, -a guadalajear, decían ellos. De Rojo se guarda algún cuadro en mi estudio, al igual que de Barandiarán o de Begoña Izquierdo y Maruja Moutas, de la que todos sabíamos que había sido novia del dramaturgo Antonio Buero Vallejo.
Fueron años en los que yo traté mucho a ilustradores como Luis Vigil, Gene, Serafín, Federico Blanco, Celedonio Perellón, un dibujante que trató después de hacerse pintor… Los ilustradores solían trabajar en agencias de publicidad y ganaban más dinero que nosotros los pintores en aquellos tiempos en que muy poca gente compraba pintura. Los ilustradores suelen ser muy listos, muy cultos o eruditos y dibujan muy bien, pero no suelen ser buenos pintores. Es muy raro el ilustrador que sabe pintar de verdad. Ellos dibujan y luego colorean, pero eso no es la pintura.
El pintor Luis Mélida –que heredaría más adelante y por sorpresa, según me contó, el título de marqués de Villamagna-, que hacía unas figuras humanas monstruosas, me presentó al director de La Unión y El Fénix, porque quería que le hiciera un retrato a una novia que trabajaba como locutora en la Cadena SER. “No le pidas menos de cinco mil pesetas. Es un hombre rico”, me advirtió Mélida. El directivo llegó a mi estudio conduciendo un pequeño coche no recuerdo bien cual (en aquellos años el Topolino o Fiat-500, el Seat 600, el huevo Isetta y el Biscuter era los cochecitos de moda). Después me llevó a su casa, un apartamento grande, lujoso y bien amueblado en la Gran Vía, que tenía diferentes escalones para diferenciar niveles y al levantar uno de esos escalones apareció una bodega bien abastecida. Me dijo que toda la casa de aquellos pisos era suya. Dejó el utilitario y sacó un cochazo para llevarme a mi casa de la calle Ayala. En este último trayecto empezó a lamentarse de que no estaba pasando por un buen momento y de que le rebajase el precio del retrato de su novia. Me mantuve firme y no le rebajé de las cinco mil pesetas solicitadas. Sabía que sus palabras eran “truco de ricos”. La novia quedó muy satisfecha con el retrato. Él directivo pagó religiosamente y Enrique Mélida dijo que era el mejor retrato que había visto en mi vida. Yo me sentía muy satisfecho de mi trabajo. Perdí después el contacto con Mélida, pero al cabo del tiempo volvimos a coincidir en la Academia de San Antón, en la calle Hortaleza, que dirigía entonces Antonio M. Campoy. Me dijo que el retrato de la locutora seguía espléndido y que ella estaba encantada con él, que debería volver verlo. Quedamos en hacerlo juntos, pero pasó el tiempo y no cumplimos el propósito. A los artistas nos gusta volver a enfrentarnos con obras nuestras obras, transcurridos los años, para ver como resisten el paso del tiempo.
"La pesca", mural por Manolo Ortega
"La pesca", mural por Manolo Ortega
Tertulias y contrato para la República Dominicana
En el Café Gijón del madrileño Paseo de Recoletos, nos reuníamos numerosos artistas amigos en tertulia, hacia mediados de los 50. La Peña de Cossío en el Gijón era famosa; en ella estaba Cristino Mallo. Fue en el Gijón donde formalicé un contrato para trabajar durante cuatro meses en Santo Domingo, la capital de la República Dominicana, para hacer varios murales. Ese año yo había quedado finalista en el concurso del techo del Teatro Real de Madrid y andaban buscando muralistas. Viajamos unos diez pintores reclutados por el pintor Juan Alcalde y contratados por el gobierno de Rafael Leonidas Trujillo para trabajar en la Feria de Santo Domingo de 1956. Éramos la mitad de Madrid y la otra mitad de Valencia; entre los asistentes: el pintor Francisco Abuja y su mujer Nelina Pistolessi; el vasco Echevarría y el valenciano Ricardo Zamorano.
En Santo Domingo nos pagaban 300 dólares al mes, una fortuna en la España de aquel momento, si uno lo guarda como un emigrante gallego, pero no tanto si se la gastaba al ritmo del propio país. Un vaso de ron valía un peso dominicano, equivalente al dólar, y como eso, todas las demás bebidas: un whisky, un vaso de vino... El dólar equivalía a 42 pesetas de entonces. Nos pagaban doce mil pesetas al mes, lo que equivalía a una fortuna, pero los precios iban también en consonancia. Vivíamos todos en un chalet y por la mañana nos recogían varios taxis para llevarnos a pintar murales a la Feria. Nos encargaban que hiciéramos, por ejemplo, grandes vistas de una presa que había hecho Trujillo en el país. Yo trabajé bastante junto a Juan Alcalde en uno de los murales. Los artistas valencianos, que venían de hacer o pintar fallas resultaron a la larga mejor que los madrileños que estábamos más hechos a la pintura despaciosa del caballete –aunque yo ya había hecho algún mural-, pero todos acabamos por acoplarnos a lo que nos pedían. En la República Dominicana conocí por vez primera el manejo de la pintura de plástico, que en España se llama acrílico.
En Santo Domingo nos pagaban 300 dólares al mes, una fortuna en la España de aquel momento, si uno lo guarda como un emigrante gallego, pero no tanto si se la gastaba al ritmo del propio país. Un vaso de ron valía un peso dominicano, equivalente al dólar, y como eso, todas las demás bebidas: un whisky, un vaso de vino... El dólar equivalía a 42 pesetas de entonces. Nos pagaban doce mil pesetas al mes, lo que equivalía a una fortuna, pero los precios iban también en consonancia. Vivíamos todos en un chalet y por la mañana nos recogían varios taxis para llevarnos a pintar murales a la Feria. Nos encargaban que hiciéramos, por ejemplo, grandes vistas de una presa que había hecho Trujillo en el país. Yo trabajé bastante junto a Juan Alcalde en uno de los murales. Los artistas valencianos, que venían de hacer o pintar fallas resultaron a la larga mejor que los madrileños que estábamos más hechos a la pintura despaciosa del caballete –aunque yo ya había hecho algún mural-, pero todos acabamos por acoplarnos a lo que nos pedían. En la República Dominicana conocí por vez primera el manejo de la pintura de plástico, que en España se llama acrílico.
No ahorré mucho dinero haciendo los murales y me iba a casar pronto, así que prolongué mi estancia prevista de cuatro meses en unos cuantos más. Hice dos murales para la Capilla de Aviación, en los que representé escenas de la vida de santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, ambos levitando. También hice algunos retratos oficiales y particulares, entre ellos a Ramfis Trujillo, el hijo del dictador - ¿qué habrá sido de ese buen retrato? -, que murió en un accidente de tráfico, ya exiliado en España. Vendí también varios cuadros a particulares. Así pude volver con algún dinero en el bolsillo para poder contraer matrimonio.
En 1956 me casé en Madrid con Carmina Oyonarte Álvarez, una alumna mía que preparaba conmigo su ingreso para Bellas Artes. Me llegó a través del crítico de arquitectura Juan Ramírez de Lucas, que me envió también a una estudiante mulata, procedente de una rica familia de Puerto Rico. Junto a ella llegó también Carmina, mi futura mujer.
La primera vez que pedí su mano a Carmina, me rechazó. No debió verme lo suficiente interesante o guapo, lo cierto es que me dijo que no. Ella, entonces, dejó mi estudio y se fue al de Eugenio Hermoso, que daba clase de estatua. Más tarde supe que salía con el pintor Ángel Villamor, un artista conocido, más acomodado que yo, porque tenía una fábrica de cartones, pero que no llegaría a triunfar en la pintura, seguramente porque no se dedicó de lleno a ella sino a los negocios. La relación entre Carmina y Ángel no prosperó. Él permaneció siempre soltero y murió relativamente joven.
Nuestro reencuentro –el de Carmina y mío- se produjo gracias a la Virgen de las Nieves, me explico, gracias al cuadro que pinté con el tema de La Virgen de las Nieves, un óleo de dimensiones tan grandes que no cabía en mi estudio y tuve que pintarlo en el Seminario de Madrid en Las Vistillas; allí me prestaron una nave gigantesca para poder hacerlo. Creo sinceramente que es una de mis mejores obras. Un día cuando volví al seminario para seguir pintando el cuadro me encontré con una nota escrita que decía: “Me gusta mucho el cuadro”; estaba firmado por Carmina Oyonarte. Esa misma tarde me apresuré a ir al estudio de Eugenio Hermoso, donde ella recibía clases de siete a nueve de la tarde, para esperarla y darle las gracias. A partir de ese momento seguimos viéndonos y cuando le pedí que se casara conmigo, me aceptó.
Carmina estaba muy bien dotada para la pintura, pero al casarse dejó Bellas Artes y se dedicó a la familia y al diseño de moda femenina. Era un campo que conocía bien por familia y que disfrutaba, tanto en su boutique madrileña Duchenka´s, en la calle de Juan Bravo, como en sus viajes a las ferias textiles de Versalles o desfiles de moda en París para proveerse de nuevos materiales y diseños. En su tienda nunca faltaban vestidos con el plisado Fortuny para trajes de fiesta importados de la capital francesa. Era una de sus especialidades. Mi hijo Carlos le pintó numerosos vestidos de seda, lo que hacía de las piezas obras únicas, algunas todavía las conserva su mujer, Cristina Vadillo. A su vez, Carmina era una crítica de arte aguda y certera; sabía calificar un cuadro con objetividad y acierto. Siempre me gustaba conocer su criterio cuando yo terminaba un cuadro; era certera y justa.
Cuando me casé, Lorenza del Corral, que nos había cuidado a mi hermano Tomás y a mí de niños, vino a mi casa y siguió cuidando de mis dos hijos: Manuel Luis y Carlos. Ella se ocupó siempre de la intendencia doméstica y mi mujer, Carmina, pudo dedicarse a su vocación: el diseño de moda; en definitiva, ella conseguía unos ingresos económicos más fijos que yo en el campo de la pintura, siempre oscilantes y variables.
Lorenza, nuestra ayuda en la casa –fue una madre para mí- era todo un personaje. Se sabía hija de un conde y presumía de tener unas manos alargadas y finas debido a su origen. Ante mis hijos las meneaba en el aire y decía:
-Si estas manos hablaran… ¡No sabéis de dónde vengo yo!
Estaba orgullosa de tener un padre de la nobleza, aunque no la hubiera reconocido. Era hija de un conde y una molinera. Vivió con nosotros hasta que murió. Presumía de tener más de cien años, pero falleció con 98.
Mi hijo mayor, Manuel Luís, nació en Madrid en 1957. Con el tiempo estudiaría Arquitectura y más adelante la compaginaría con la docencia y la pintura bajo la firma de Manolo Oyonarte. No quería coincidir con mi nombre. Mi hijo Carlos nació, también en Madrid, dos años más tarde, quince días después de regresar a Madrid con mi mujer desde Guinea Ecuatorial.
Una estancia en Guinea Ecuatorial
Ganar el premio “Pintores de África” en 1959 -había una Dirección General para África en Asuntos Exteriores- me procuró una beca de cuatro meses para viajar a Guinea. Carmina estaba encinta de nuestro segundo hijo, Carlos, que nacería en 1960 en Madrid, al poco de regresar del continente africano. Él estudiaría Historia y también se dedica a la pintura, un gen que invade a los Ortega, porque su hija Irene también tiene talento artístico y es arquitecta de interiores. Con el tiempo, los cuatro: Oyonarte, Carlos Pérez de Monforte (firmó así en su primera etapa), Irene Ortega y yo expusimos juntos en el Palacio de Saldaña en Madrid.
La experiencia africana fue magnífica para acoger en mi pintura la luz y los temas de aquella geografía exhuberante Traje muchos dibujos de figura humana de aquellas tierras; numerosas mujeres con siluetas muy sugerentes. En Fernando Poo conocimos al funcionario español Iñigo Xavier de Aranzadi, junto a su esposa Marisa Pérez de Arenaza y su numerosa familia, con los que sostuvimos una prolongada amistad.
Carmina se quedó viviendo en la isla de Santa Isabel con mi hermano Tomás y mi cuñada Asun Jordán de Urríes. Yo tuve que viajar al continente, a Bata, la capital, donde me asignaron un chalet vacío perteneciente a un alto funcionario, donde disponía de un boy, un muchacho africano que me limpiaba y ordenaba la casa. Yo iba comer a un chiringuito que había en la playa junto a otros europeos, que era como nos llamaban allí a los españoles. Para pintar distintos paisajes de la selva, yo solía viajar en un todoterreno con una gran jaula que conducía Daus, un catalán residente que compraba animales de la selva a los africanos, para proveer a los zoos europeos. Una vez a la semana se adentraba por los diferentes poblados y le mostraban los animales cazados a la venta. El catalán los aceptaba o rechazaba según los intereses que tuviera. Yo veía como le ofrecían leopardos, leones o elefantes. En cierta ocasión le ofrecieron un pangolín, un animal mamífero, desdentado, con escamas duras y puntiagudas que se erizan cuando se enrolla en bola para defenderse, tiene unos dos metros de longitud, pero el catalán lo rechazó.
Yo iba tomando apuntes y pintando paisajes, animales o personajes. Me gustaba captar sus ágiles siluetas, sus andares cautelosos muy apegados a la tierra, como si estuvieran siempre listos y al acecho de cualquier contingencia. Todos los muchos dibujos que hice en África me los guardaba Carmina de modo diligente; gracias a ella se han salvado, porque yo soy desordenado.
También solía yo salir de viaje a los poblados con el médico, un funcionario pagado por el Gobierno español. Yo me daba cuenta de que siempre lo esperaban con muchas ganas de verlo y conversar con él, aunque no siempre hacían mucho caso de sus recomendaciones.
En cierta ocasión pinté un tronco rugoso precioso, que de pronto comenzó a moverse. Era un enorme lagarto. El único que vi, de hecho.
Continuará mañana, capítulo IV: "PARÍS, CELULA COMUNISTA Y CAMBIOS EN EL ATENEO"
1 comentario:
Genial Julia, lo estoy compartiendo con la familia y todos disfrutan mucho de mi singular padre. Un privilegio tener sus memorias escritas por ti. Muchas gracias!!!
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