Madrid, 23.09.2022
Como humilde pregonero
en ocasión tan honrosa
de las fiestas de esta iglesia
que a vuestro nombre se advoca
Santísima Virgen de Atocha,
toca a mí, Santa Señora,
en este día preciso
de vuestro nombre, la loa,
cantando a los cuatro vientos
vuestros hechos, vuestras glorias,
para que todos las sepan,
para que todos las oigan,
y oyéndolas por su orden
que todos bien las conozcan.
Pues bien Señora bendita,
pues bien bendita Señora.
Dicen los más antiguos
que la imagen milagrosa
que hoy vemos en esta iglesia
de vuestra santa persona,
la esculpiera con paciencia
y sus manos laboriosas
el gran santo Nicodemo.
El mismo que en buena hora
según de Juan su Evangelio
el cuerpo inerte y exhausto
del Hijo que tanto adoras,
de la cruz lo descendiera,
y en la hora tenebrosa
de su cruel crucifixión
y su tortura espantosa,
embalsamara su cuerpo
de mirra y otros aromas
y lo cubriera en un lienzo,
y le diera tumba honrosa,
desde la cual, a la muerte
vencer en la magna hora
que los profetas narraran
y los cristianos pregonan.
Y dicen también algunos
que al ver tu imagen preciosa,
de mixturas tu carita
y de colores tu ropa
pintara ni más ni menos
que el que ensalzara la gloria
de tu hijo, el nazareno.
Aquél que pasa a la historia
por su tercer evangelio,
y que todos Lucas nombran,
de sacrosanto recuerdo
y de bendita memoria.
Y dicen los más antiguos
que estando en Constantinopla
o en tierras de Antioquía,
hasta esta tierra remota
de los campos madrileños
en el meridión de Europa
trajeron tu icono bello
hombres de santa memoria,
discípulos de San Pedro
enviados desde Roma
a cristianizar España
en buena y excelsa hora.
¿Que sí, que no, que tal vez?
Entre vos y yo Señora,
que sea cierto o no sea,
¡a quién de verdad importa!
Si todos quieren creerlo
y a todos les reconforta
pensar que así acontecieron
en su momento las cosas,
¡quién soy yo para negarlo
quién es nadie en esta hora
para intentar demostrarnos
que sea falsa la historia!
Y un buen día decidiste
hacerte al mundo vistosa,
y para hacerlo elegiste,
entre las variantes todas,
aparecerte en imagen
tangible y maravillosa
a un hombre justo y honesto,
escritor de bellas glosas,
de vidas de santos grandes,
y de historias milagrosas:
Ildefonso de Toledo,
varón de vida virtuosa,
forjador de aquella España
de raíces visigodas
que quería ser cristiana,
y de tu imagen devota.
Y así un buen día cualquiera
esa tu estatua preciosa
de cara tostada y bella
en madera primorosa
en la que ofreces al Niño
una manzana sabrosa,
junto al río Manzanares
los madrileños la portan.
No debió ser de tu agrado,
cuando una jornada que otra
abandonaste la ermita
dejándola fría y sola.
¡Qué susto aquel pobre alcalde!
Gracíán Ramírez lo nombran,
cuando al ir a visitarte
como hacía a todas horas
cada día por la tarde,
con las piernas temblorosas
y el aliento contenido
entre llantos y zozobra
comprueba que ya no está
en la ermita su Señora.
“¿Qué ha pasado?” se pregunta.
“¿Dónde estás madre amorosa?”
Y por fin alguien te encuentra
en un erial de macollas
a las puertas de Madrid,
lleno de zarzas y hojas,
y de altos y firmes juncos
que algunos llaman atochas,
y otros los llaman espartos,
que ambos son la misma cosa,
elegida como sede
por tu sagrada persona
para reinar en Madrid
como la Virgen de Atocha.
Pero corren tiempos duros
en las tierras españolas.
Son tiempos de Reconquista
y de dominancia mora
que del apóstol Santiago
hacen peligrar su obra.
El infiel se enseñorea
de la tierra que un día Roma
llamara Hispania fecunda,
y Al Andalus llaman ahora.
Moros atacan tu ermita
juzgando amenazadora
tu presencia en estos pagos.
Pero Gracián y sus tropas,
-aquel alcalde que triste
tanto te llorara otrora,
¿te acuerdas Santa María?
¿te acuerdas santa Señora?-
defienden con valentía
el lugar en el que moras
desde el día que a él viniste
por decisión tuya propia.
Alfonso décimo el Sabio
también te ofrece dos glosas
llenas de amor y poesía
en sus cántigas famosas.
En ellas narra milagros
y cosas maravillosas
que todos los que te quieren,
con gratitud rememoran,
bendita Santa María
bendita Virgen de Atocha.
Era una madre que al campo
a labrar se fue con otras,
y mientras así lo hacía
metiose su hijo en la boca
una malhadada espiga
que sin remedio lo ahoga.
En esas estaba el niño
cuando lo traen hasta Atocha,
y ante la Virgen bendita
la madre reza devota:
“Sé que Tú puedes salvarlo,
bendita Virgen de Atocha,
pues no hay nada que no puedas,
Tú puedes todas las cosas”.
Y al punto ve que del niño
por el costado le brota
la espiga que lo ha matado.
Niño y madre juntos lloran.
Al niño ha resucitado
la Virgen Santa de Atocha.
Y canta también el Rey
que todos el Sabio nombran,
con oportunas palabras
en otra más de sus glosas
el caso de aquel labriego
cuyas manos se agarrotan
y ni abrirlas puede ya,
mientras pierde la recolta
y el hambre asalta su hogar.
Ante la Virgen de Atocha
confiesa sus mil pecados,
y al punto el labriego nota
que se han abierto sus manos.
San Isidro Labrador
no se hace nunca a la obra
sin pasar por vuestra ermita
saludando a su patrona.
Y quiere un día la Parca
realizarle una encerrona
y mientras está en el campo
trabajando con su esposa
María de la Cabeza
que trabaja por dos mozas,
el hijo que tienen ambos
a un pozo se cae de brozas
y no es posible sacarlo.
Pide el santo a la de Atocha
su intercesión ante Dios
y al punto las aguas brotan
lanzando hacia arriba al hijo
que se salva de esta forma
de una muerte asegurada
tremebunda y espantosa.
Y el Fénix de los Ingenios
de la rima y de la prosa,
Don Lope de Vega y Carpio,
también ante Vos se postra.
Y en unos versos sencillos
con respeto te menciona
de tu humildad admirado:
“No quiso montes serrados,
ni Peñas de Francia altivas
a nuestros ojos esquivas…
sino atochas, y sembrados”.
¿Y qué decir Virgen Santa
de la admiración devota
que os profesa desde antiguo
la monarquía española?
El gran Felipe segundo
señor de un tercio de Europa
y de más de medio mundo,
jamás Madrid abandona
sin postrarse unos segundos
a los pies de su patrona.
No es el primero que lo hace
pues antes que él ya oran
rendidos a vuestros pies,
otras reinas españolas
y otros reyes españoles
que se quitan la corona
cuando se hallan ante aquella
que en vuestra frente reposa.
Al tercer de los felipes
en la cama mortuoria
acompañas y confortas
cuando le llega la hora.
Y hasta tres mil veces, dicen, tres mil,
Felipe cuarto se postra
a pediros bendición,
tal vez también otras cosas
y por supuesto perdón,
el perdón que sólo implora
ante Dios Nuestro Señor
y su abogada en España
que no-es otra que Vos.
Y al terminarse la boda
del pobre Carlos Segundo
de malhadada memoria
aunque no fuera mal rey
como le acusa la Historia,
el manto y una corona
quiso dejaros en prenda
de su admiración devota.
De donde nace quizás
la costumbre nunca rota
de que los Reyes de España
cuando consuman su boda
a vuestros pies se arrodillan
y un ramo de flores donan.
Así harán Doña Sofía
y Don Juan Carlos primero
y también Doña Letizia
y nuestro rey Felipe VI
Testigo fuisteis Señora
de la unión más amorosa
que en la vida de monarcas
ocurrió nunca en la Historia:
la que uniera a Don Alfonso
duodécimo del nombre,
con su prima más hermosa,
María de las Mercedes.
Y hace no tanto ante Vos
se han presentado gozosas
apenas recién nacidas
la princesita de Asturias
y la infantita Sofía,
a las que Dios, en su gloria,
a las dos dé larga vida
De España su protectora
y de todo el Nuevo Mundo,
y de Madrid su patrona
porque así Vos lo quisisteis,
os declara la Corona.
Y cada vez que sonríe
a las tropas españolas
en algún lugar del orbe
el sabor de la victoria,
nunca falta un rey de España
para ofreceros, Señora,
el laurel de la batalla,
y el honor de la victoria.
La Orden Predicadora
de antigua y probada alcurnia,
Señora Santa de Atocha
de tu ermita se hará cargo
un buen día y hasta ahora.
Mil quinientos veintitrés
es el año en buena hora
en que tan magno suceso
marcado queda en la Historia.
Un fraile que fue soldado
en la conquista de Ronda
y después la de Granada,
Juan Hurtado de Mendoza,
confesor del césar Carlos,
devoto de la Corona
pero más aún de vos,
es quien el prodigio obra,
y consigue que la orden
del santo muerto en Bolonia
y nacido no tan lejos
del atochal en que moras,
Santo Domingo Guzmán,
se encargue de la custodia
de la Virgen que en Madrid
y en esta basílica hermosa
tiene su trono y reina:
Nuestra Señora de Atocha.
Y es desde entonces que así
magnífica y santa Señora,
con los padres dominicos
venís pasando las horas
los días, años y siglos.
Quinientos años son ya,
-el año que pronto asoma
redondos se cumplirán-
que de este templo en que moras
vigilas porque en Madrid
que tanto te quiere y honra
se honre también al tiempo
de tu Hijo su santa gloria.
Qué mejor lugar por tanto
para evocar tu memoria
que este templo viejo y santo
que hoy y aquí nos convoca
en torno a tu altar sagrado.
¿Acaso sede más propia?
Así pues, gritad conmigo,
desde este campo de atochas
todos juntos, mis amigos,
con voz fuerte y poderosa
que se oiga en todo Madrid
y atrone la Tierra toda.
¡Que viva Nuestra Señora!
Viva
¡Viva la Virgen María!
Viva
¡Viva la Virgen de Atocha!
Viva
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