"LA PENA NEGRA", Relato de Toreros y Flamenco
Julia Sáez-Angulo
Ver a su padre y a su
marido retozando apasionados en el lecho la dejó sin aliento. Ellos en pleno
arrebato amoroso no se percataron de su entrada en la habitación y Lola salió
de inmediato, demudada, tratando de contener su sofoco. Se dirigió al porche posterior
de la casa, encendió un cigarrillo y dejó vagar su mirada en las ondas que
formaba el caño renovador del agua en la piscina. El pálpito de su corazón se
iba amortiguando a medida que pasaban los minutos. Era la hora de la siesta y
la canícula de agosto caía firme sobre la finca andaluza. Lola se había
levantado tarde después de una noche larga, pesada, en la que apenas pudo
dormir. Su estado de gravidez le hacía sentir molestias continuas y le costaba
relajarse. Tras la visión de los amantes, su ánimo quedó en suspenso, su
corazón confuso y su voz atenazada. De pronto sintió un fuerte dolor moral,
miedo, impotencia, temores de pérdida... ¿Qué podría hacer ante aquellos dos
hombres que eran el doble amor de su vida? Miró al horizonte y contempló un mar
de olivos plateados que la ayudaron de momento a serenarse. Recordó la
fotografía de su madre en la mesilla de noche y gritó: ¡Mamá! Estalló en un
llanto liberador que le ayudó a desahogarse. Se sintió ligeramente confortada.
Su madre había muerto
cuando tenía cinco años y su vago recuerdo acabó en la imagen congelada de
aquella fotografía sobre su mesilla de una mujer joven y hermosa abrazaba a su
hija cuando la niña tenía dos años. Lola la besaba con más rutina que
sentimiento cada noche antes de acostarse. Su padre, su verdadero amor, le
inculcó aquella costumbre desde que perdió a su progenitora por una extraña
enfermedad; la locura había escuchado en cierta ocasión a Juana, la cocinera.
Él, Manuel de La Gbina, había sido para el padre más amoroso del mundo. Se
volcó en su única hija y la colmó de besos, atenciones y mimos. No había un
solo día que no hablara por teléfono con ella cuando viajaba o tenía que torear
durante la temporada taurina en América.
Manuel de la Gabina era el matador de
toros más célebre, el torero con más garbo y tronío, el hombre más educado y el
varón más exquisito. Tenía una elegancia innata y un gusto estético que se
traducía en todo lo que le rodeaba, desde el traje que vestía hasta la
decoración de la casa. La prensa destacaba siempre su refinamiento como persona
y como matador de toros. Desde muy joven su hija Lola lo seguía con frecuencia
a los ruedos para admirar sus faenas taurinas y aplaudirle con calor. Más de
una vez le brindó un toro y Lola siempre echaba a su paso claveles rojos
reventones, que él cogía, besaba y trataba de devolverle lanzándolos hacia al
tendido.
Curro de Cádiz llegó a
sus vidas cuando tenía diecisiete años y ella quince. Manuel de la Gabina lo apadrinó
enseguida porque intuyó en él a otro genio del toreo. Lo tenía todo: planta,
arte y ganas de triunfo. Pasaba con ellos largas temporadas en la finca y su
padre le enseñaba el arte de Cúchares al tiempo que le transmitía su destreza
en las tientas, antes de que se lanzara al ruedo. Curro era un alumno atento y
aventajado que no tardó en aprender del maestro, sin renunciar a su propio
estilo. En menos de dos años Curro tomó la alternativa en La Maestranza de Sevilla,
de la mano de don Manuel. Fue un día radiante y glorioso. Desde el palco Lola
vio torear a los dos hombres que más amaba: a su padre y a Curro de quien se
había enamorado como una colegiala.
Curro era un muchacho
esbelto, de pelo castaño claro, de mirada brillante y sonrisa cautivadora. Sus
ojos color de miel y sus rizos caídos sobre la frente habían fascinado a la
hija del diestro. Tenía gracejo al hablar y les hacía reír a todos con su
franqueza. Lola y él paseaban a caballo por la finca y entablaban pequeñas
carreras en las que ella solía ganar, bien porque él le daba ventaja o porque Lola
tenía más experiencia en el mundo de los caballos. Disfrutaban tanto juntos que
se buscaban a todas horas. Muy pronto se enamoraron uno del otro y era vox
populi el recíproco embeleso. El padre de Lola le advirtió a su hija que
era ella era muy joven para casarse, que tenía que conocer a otros muchachos,
incluso fuera del mundo del toreo, para que eligiera con más objetividad y
conocimiento. Fueron inútiles sus consejos pues, cuando Curro tenía diecinueve
años y ella diecisiete, decidieron casarse en la boda más sonada que hubo en
Sevilla, incluidas las bodas reales. Curro y Lola formaban la pareja más
popular y querida por los sevillanos, que los mimaba con su admiración y
aplausos cada vez que aparecían juntos en algún evento. Manuel de la Gabina fue el padrino más
apuesto y rumboso que conoció la ciudad de la Giralda. Todos
pasearon en calesa por las calles entre una salva imparable de aplausos. Para
Lola fue un día grande, como el día que su padre salió a hombros de la plaza de
La Maestranza
por haber cortado dos orejas y rabo.
La
pareja tardó dos años en tener hijos, pero, al fin, la noticia esperada se
produjo cuando el ginecólogo confirmó a Lola el embarazo de gemelos. El
matrimonio vivía con el padre ya que Manuel de la Gabina, hombre viudo, estaba
sólo. Había espacio para todos en la gran casa de la finca con dos alas
perfectamente delimitadas. Los dos matadores procuraban figurar en el mismo
cartel de corridas y eso les permitía viajar juntos y animarse en las tardes de
menor éxito o de fracaso. El mundo de los toros es muy azaroso; la suerte es
siempre antojadiza. Cuando ambos acudían a torear la temporada americana no
dejaban de llamar a Lola un solo día y sus voces se escuchaban en una
conversación de a tres, lograda con dos auriculares de teléfono en la misma
habitación.
Mirando
a los olivares y al agua de la piscina, Lola rememoró su vida y sintió de
pronto que un líquido tibio mojaba sus piernas. ¡Estaba rompiendo aguas!
Comenzó a gritar: ¡Mamá, mamá! Acudió Juana, la cocinera, y al poco salieron
apresurados su padre y su marido para llevarla a la Maternidad de Sevilla.
Después de recobrarse de
la anestesia epidural, la comadrona mostró a la madre dos hermosos varones, a
los que Curro había registrado ya con los nombres de Manuel y Francisco, los de ambos matadores, padre y
abuelo de los neófitos. Curro apareció con una pulsera de brillantes y un
anillo para su mujer. “Dos alhajas porque has parido dos hijos”, le dijo. El
padre le siguió con un collar a juego con las citadas joyas, para completar el aderezo.
Todos parecían felices en las numerosas fotografías que publicó la prensa, en
las que Lola aparecía rodeada de cuatro varones. Los nombres y apellidos de los
niños perpetuaban los nombres de la saga de maestros taurinos, repetían los
pies de foto.
La
llegada de los hijos la descentró; los miraba como a seres extraños, ajenos a
sí misma. Se sentía apesadumbrada. El ginecólogo decía que era una depresión
pos parto más prolongada de lo normal, pero que ya pasaría. No fue así. La
tristeza comenzó a roerla como un cáncer. Ya no podía viajar como antes para
seguir los triunfos de su marido y de su padre. Estaba demasiado tiempo sola.
La casa de la finca, que siempre le había gustado, se le antojó una cárcel de
aislamiento; los paseos a caballo entre los olivos la sumían en un silencio
ensordecedor. Una niñera experta se ocupaba del cuidado de los pequeños y eso
le permitía poder bajar en coche a Sevilla con frecuencia y oxigenar su mente
de los pensamientos torvos que la afligían tras lo que ella denominaba la
visión de la siesta. Rehuía a sus amigas de antaño; no estaba a gusto en su
compañía. Ellas le reprochaban que la veían absorta, extraña, rara. Dejó de
llamarlas y de ponerse en contacto con ellas.
Cuando
el padre y el marido estaban en América su angustia se recrecía y su ánimo se
abajaba hasta infiernos de abismo. En una de las frecuentes visitas a Sevilla,
se encontró a Pepe el Rana, cantaor de flamenco y buen amigo. Le dijo que la
veía desmejorada y que eso no podía ser.
-Chiquilla, ¡tú eres la
más guapa de Sevilla y no puedes perder tu sonrisa! A ti te pasa algo.
Cuéntamelo, mi alma, y te sentirás mejor.
Pepe la hacía reír y ella
se demoraba a su lado con gusto, tomando finos y manzanilla.
-Fúmate un canuto de
estos y te sentirás mejor. Ya lo verás -le dijo Pepe el Rana, al tiempo que se
preparó uno de sus habituales liados de marihuana.
Accedió
para no perder su compañía. El aroma de aquella hierba la envolvió en una
sensación de calma y de placer desconocidos.
-Esta
noche actuamos Paca la
Tomatera y yo en el tablao Azules Rejas. ¿Por qué no vienes a
vernos?
La
noche de flamenco supuso para Lola una sensación y experiencia renovadas.
Acodada en una buena mesa del local, reservada para por el Rana, escuchó una tras
otra las letras del cante jondo que desgranaban la pena negra de otras almas
gemelas a la suya. Historias de amor y desamor, de falta de decoro, de
ingratitud, de dolor hasta lacerarse físicamente el espíritu. Nadie sabía
cantar con la voz bronca de Paca la
Tomatera ; nadie gemía con el sufrimiento profundo de Pepe el
Rana. Ellos la comprendían, la interpretaban, a través de su cante, que hablaba de dolor y
de llanto en lo profundo, como ella lo hacía sin contar a nadie su pena negra.
El flamenco, el cante jondo, fue redentor para su agonía. Se aficionó a él de
tal manera que acabó por ser razonable entendida. Eran muchas las noches que
bajaba a los tablaos de Sevilla para poner su alma a tono con el desgarro de
aquellas voces encendidas en el querer y en su pérdida, en la angustia de la
vida, en el desgarro de la existencia.
Ay pena, penita, pena,
Que me quita la razón,
Que me corre por las venas,
Lo mismito que un león.
Los
cigarrillos de El Rana se le fueron haciendo imprescindibles y él se los
proporcionaba cada día sin dificultad alguna. Pepe el Rana, Paca la Tomatera y Lola
constituían un trío de amigos que se sentían orgullosos de su amistad. Salían
fotografíados en las revistas ilustradas. De vez en cuando El Rana o la Tomatera le insistían a
Lola:
-A
ti te pasa algo, mi alma. Será mejor que lo cuentes todo para echar el sapo
fuera y quedarte a gustito.
¿Intuirían
de donde venía su pena negra?, se preguntaba Lola.
Ella
les miraba en silencio, les sonreía, les dejaba hablar y seguía fumando canutos.
Lola prefería verlos interpretando su arte en el tablao, más que sentados a su
vera con otros canutos y ante unas copas de manzanilla. A veces se ponían
pesados, demasiados interrogantes. Lola llegó a pensar que quizás ellos sabrían
más de su vida de lo que ella pudiera imaginar, pero también sabía que sólo las
palabras comprometen, dan cuerpo real a las cosas y no estaba dispuesta a
cristalizar su pena en el habla que articula lo que sucede. Que ellos pensaran
lo que quisieran, estaban en su derecho, pero ella también tenía el suyo para
callar y no desgarrarse hablando, para ahogar su pena en el sentir del
flamenco, entre copas de manzanilla y canutos de marihuana.
Es un potro desbocado
que no sabe a donde va.
Es un desierto de arena, pena,
es la gloria de un
pesar,
ay, pena, ay pena,
ay pena, penita pena...
Ella seguía oyendo la
copla de lejos o quizás todavía resonaba en su pensamiento.
Algunas
noches se sentía tan cargada de alcohol que se quedaba a dormir en un hotel
sevillano y regresaba a la finca al día siguiente.
Los
niños se criaban sanos en brazos de la niñera y de Juana la cocinera. Lola sabía
que no era una madre modelo, pero se enorgullecía de que sus hijos la querían,
la abrazaban y se alegraban al verla. Compartían el tiempo de piscina a partir
de que ella se levantaba al mediodía o cuando daba paseos por campo junto a
ellos al atardecer hasta que se acostaban. La noche era enteramente suya para
bajar de nuevo a Sevilla y perderse en las cuevas sagradas del flamenco.
Cuando volvían su padre y
su marido de las ferias taurinas,
trataba de recomponer su vida y su horario en el que echaba de menos las
noches de flamenco. A veces convencía a Curro para que la acompañara a Sevilla
y la acercara a un tablao. Le presentó a Pepe el Rana y a La Tomatera , pero no le
cayeron bien al joven torero. No le gustó que el cantaor le ofreciera un canuto
y mucho menos que ella se lo fumara con toda la naturalidad en su presencia.
-Estas
amistades no te convienen- le recriminó en la vuelta a casa.
Pepe
El Rana esnifaba harina y una noche de ausencias americanas de los dos
toreros de su vida, le ofreció una raya a Lola. Animada por la penumbra y el
ambiente tibio del tablao esnifó y se sintió tan plácida como nunca jamás lo
había estado. Su ánimo dejó de atormentarle y su espíritu se aletargaba con un
júbilo desconocido. Parecía cosa de brujas. Desde aquel día no dejó de esnifar harina
aunque le costara una fortuna pagarla a El Rana.
El
padre, Manuel de la Gabina descubrió pronto la adicción a la droga de su hija.
“Te estás degradando”, le amonestó. Ella calló como de costumbre, porque no
sabía qué decirle, salvo el reproche que contenía su garganta desde hacía
tiempo pero que nunca saldría de sus labios. Si lo hacía se iba a romper el
círculo mágico de la familia, las cosas ya no serían igual y ella no quería que
aquello sucediera. Perdería el trato amoroso que reinaba entre todos ellos. Las
formas salvan precisamente porque ofrecen apariencias y cubren con el silencio
las vergüenzas, pensaba Lola para sí. Si ella hablara o le reprochara algo a su
padre o a su marido, todo se rompería como una opalina quebrada por el hierro.
No estaba dispuesta a jugarse la única familia que tenía y a la que amaba. El
reproche, la queja, quiebran la flexibilidad de la convivencia, el buen tono, el
trato amable y la coexistencia armónica. La palabra, pese a su aparente
ingravidez, era muy poderosa, solidificaba los hechos.
La
adicción de Lola a la heroína se hizo tan insostenible que Curro y su padre
decidieron internara en una clínica de desintoxicación. Lola se había quedado
esquelética. Pese a todo, su marido le decía amoroso que seguía estando bella y
su padre, como cuando era niña, que era para él la niña más querida del mundo.
Estaba claro que la querían a su modo y manera. La protegían con piedad contra
sí misma, contra sus debilidades y vicios. Lola confiaba en ellos. Dependía de
ellos.
Cuando,
desintoxicada y restablecida, regresó a la finca se sintió más fuerte. Había
ganado algunos kilos de peso y su energía se habíarenovado. Su padre y Curro se
desvivían con ella; los niños estaban cariñosos y adorables con su madre. Juana
había preparado para comer las migas con uvas que tanto le gustaban a Lola
desde niña. Regresar al hogar fue estimulante. Se sentía feliz. “Hija, tienes
que cuidarte, porque en esta familia no hay más mujer que tú y te necesitamos”,
le decía su padre con una dulzura renovada.
******
Era
el mes de septiembre pero el calor seguía apretando con fuerza. Salir al porche
era soportar una auténtica chicharrera, pero Lola necesitaba el aire libre
después de haberse levantado al mediodía. Curro y su padre habían regresado de
una larga cabalgada matutina. Todos comieron un asado de carne y ensaladas
antes de retirarse a la siesta. Lola no tenía sueño ni ganas de leer. Dejaba
vagar su mirada por el paisaje suave y ondulado de los olivos. Curro le dijo
que iba a dar unas órdenes a los encargados de la finca, que vivían en la
casita del fondo. Pese al calor iría a caballo. Lola quiso acompañarlo pero él
le dijo que no lo hiciera; el calor era insoportable y le sentaría mal. Lo esperaría
en el porche. La canícula era feroz y el canto de las chicharras contribuía a
hacerla más saetera y pegajosa. La digestión le pesaba y ella comenzó a sudar.
Decidió entrar al salón refrigerado y ver un programa televisivo. Se cubrió el
traje de baño con el pareo para evitar que el frescor del aire acondicionado le
afectara de golpe a su cuerpo.
No
encendió el televisor y se dejó caer en el sofá. Curro tardaba en volver y el silencio
de la casa era abrumador. Su cuerpo estaba nervioso y sentía la necesidad de
abrazar a su marido. Recorrió la casa con un cigarrillo encendido. Se asomó a
la habitación de los niños que dormían medio desnudos sobre sus camas sin
retirar la sábana. Cruzó el vestíbulo central de la casa y se adentró en el ala
de los aposentos particulares de su padre. Quizás estuviera leyendo el
periódico como de costumbre en su despacho. No estaba allí, entró y acarició
los objetos del escritorio. Las puertas correderas que lo unían al salón
estaban entornadas. Oyó unos gemidos y miró por la rendija que dejaban las
puertas. Su padre y su marido yacían juntos y apasionados en el suelo.
Se alejó a toda prisa y
fue a su habitación. Rebuscó en sus bolsos y encontró dos pequeños sobres de
cocaina. Salió al porche posterior de la casa y las esnifó con rabia y placer
al mismo tiempo. El paisaje de olivos se le antojó soso y monótono. Pensó en
sus hijos. Tenían cinco años, la misma edad que ella cuando se quedó sin madre.
Las ondas del agua de la piscina la atrajeron con la suavidad de un lago
encantado. Desató el pareo de su cuerpo y se lanzó al agua.
******
Juana la cocinera
descubrió flotando el cuerpo de la señora de la casa. Los toreros Francisco y
Manuel acudieron presurosos a retirarlo y trataron de hacerle la respiración
artificial. Fue en vano.
El entierro de Lola de la Gabina en Sevilla fue el
más concurrido de cuantos conocieron los tiempos. Hubo más gente que el día en
que se casó con Curro de Cádiz. En el cortejo fúnebre pudo verse a todo el
mundo, desde los nobles de la
Maestranza a los cantaores Pepe el Rana y Paca la Tomatera. La gente se
enjugaba los ojos al ver a los dos hijos de la difunta, caritristes y hermosos,
tras del féretro. Los maestros del toreo, Manuel de la Gabina y Curro de Cádiz,
erigieron una estatua de bronce con la hermosa efigie de Lola para perpetuar su
memoria en la finca sevillana.
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