miércoles, 5 de mayo de 2010

María Montessori, mujer clave en la educación de los niños



Elisa Mancini

Escribir acerca de Maria Montessori, gran mujer, cuya relevancia es indiscutible en la historia de la educación, puede ser superflua. Ríos de tinta cuentan su vida y sus éxitos. Hablaré desde mi punto de vista como madre.

Mis amigos mismos de la generación de los años 1940,1950 hablan de la brutalidad con que fueron educados. Maestros de los mejores colegios de España, de Italia y de toda Europa fueron convencidos de la necesidad de frenar la vitalidad y la desobediencia de los estudiantes con la violencia del poder.

El diálogo, el amor por los jóvenes arrancados de sus hogares por ser internados en las escuelas no existían. Los padres arrojaron a pagar honorarios muy elevados y se privaron del calor de sus criaturas, seguros de hacer lo mejor. Los educadores se sentían obligados a pegarlos. Más rabioso, más fueron respetados. Llegaron con golpes de varitas encima de las manos y con palmadas y puños. Por miedo obedecían: tristes, desesperados, oprimidos. Las personalidades fueron cambiadas. Se convirtieron en misóginos, malos, revoltosos, acomplejados. Los mejores años de su vida, los de la juventud despreocupada, arruinados.

Maria Montessori dedicó sus estudios especialmente a los niños retrasados. Pero pronto se dieron cuenta que los mismos métodos eran maravillosas para todos los chicos. Ella amplió la importancia de la preparación del maestro. La enseñanza es una vocación, no es un comercio.


Futuros ciudadanos en sus manos

Tienen en sus manos los futuros ciudadanos. Todos tenemos que estar agradecidos a aquellos que están con nuestros hijos en las aulas. El tiempo que pasan con ellos es iguales o mayor a esto que los niños pasan en familia. Mis hijos, hoy ambos profesionales, fueron niños normales. Recuerdo que en un día lejano una amiga me dijo:

- Tu suerte habitual, junto a tu casa está un centro Montessori. –
Yo sabía bien los beneficios del modelo de enseñanza. Era un centro público. Precio por año 350 liras de la época, desde las 9 de la mañana a 5 de la tarde. El pequeño comería en la escuela. Estaba un poco perpleja. Muchas horas y, a continuación, la comida, de seguro, sería mala. ¡Era tan pequeña la recta!

Una joven y dulce profesora me mostró el lugar. Precioso, estaba ubicado en una villa en el mar de Posillipo: Villa Martinelli. Tuvo una gran terraza y estaba rodeado de antiguos pinos mediterráneos. Los muebles y los mismos sumideros y lavabos eran de la medida de los huéspedes muy pequeños. Los bancos estaban pintados de azul y rosa, cómo las estantería por los juguetes y los libros y la silla de la docente. No se veía ni una rígida cátedra. El mismo crucifico era sonriente. Todo parecía alegre y agradable.

En la mañana mi hijo se levantaba gustosamente para ir a la escuela. Muy tímido, me apretaba fuerte la mano, sonreía con alegría cuando veía a la maestra, la bedela-cocinera o a los compañeros. Parecía que llegara a una fiesta.

Enseñaron rápidamente al niño los buenos modales, los números, las letras, a escribir las primeras palabras. Sabía que el era feliz en aquellas horas y también yo estuve contenta.

Era tan pequeño que asistió al magnifico asilo durante dos años ante empezar la escuela primaria. La profesora de la primera me dijo entonces que estaba tan bien capacitado que podía asistir tranquilamente la tercera clase. Sin embargo, cuando empezó la escuela primaria, yo vi cada mañana dos grandes lagrimas caer en el delantal azul y su mano se levantaba en el aire para saludar o para decirme que no quería que lo abandonase. No se mostró feliz como en los años anteriores.

El otro mi hijo fue siempre muy caprichoso. La mañana estaba conmigo para acompañar al hermano. Comenzó un poco por ver:
- Mamá, solo quiero ver. –
- Mamá, todavía un minuto. –
Luego, al momento de volver a casa, lloraba, cada día más. Tuvo convulsiones. No era justo que el hermano podía permanecer y él no. Las profesoras se conmovían frente a ese muñeco de cauchú. Esto les parecía mi hijo en la época. Cada día seguía estando más tiempo. Intervino la directora:
- Es irregular hacer permanecer a este pequeño. –
- No tenemos derecho de hacerle tener las crisis – contestó la maestra.
- Entonces, debemos pedir el permiso al director –

Llegó la autorización. Los hermanos no se podían separar. Así a dos años y medio, aún no caminaba bien, entró feliz en la guardería. Jugaba, reía, servía en la mesa a los otros niños con una chaqueta blanca de camarero.

En la Navidad hacía siempre de Niño Jesús, porque era el más pequeño. Con rostro sereno gozaba en el belén entre el buey y la mula (otros dos niños disfrazados).

En su casa no quería comer más. Nada era tan bueno como la pasta y patatas y las albóndigas de la bedela. En los años siguientes ayudó la pedagoga a enseñar los juegos, las letras y los números a los nuevos niños. Era parte del mobiliario y no faltó nunca.


Nunca odiaron a los maestros


Creo que el amor y la dedicación recibida en la escuela Montessori acompañó a mis hijos en todos los años de estudio. Nunca odiaron a los enseñantes, considerándoles siempre con gran respeto y tuvieron tanto amor a aprender con serenidad.

Hoy considero que se da demasiada importancia a la voluntad de los niños. Mandan en casa y fuera. Es justo que se sientan libres, pero con limitaciones. Los jóvenes abandonados a sí mismos para el trabajo de ambos padres, por un lado sufren de soledad y por otro se sienten dueños del mundo. No respetan más a los profesores, desbandados, llenan las carreteras en busca de ternura. El maestro no es más que el amigo para apoyarse.

La madre, derrotada y con el cabello en desorden, busca desesperadamente cuadrar el presupuesto. Luego están los divorciados. La familia destruida y los hijos proyectados entre un amante y el otro o por los abuelos ya cansados, ellos mismos necesitados de amor. La única esperanza para la educación es una atmósfera de cariño y protección y dar valor a la creatividad espiritual del ser humano, como enseñó María Montessori

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