martes, 5 de febrero de 2019

"El sopor de Europa", artículo de Sebastián Dozo Moreno



El sopor de Europa
La Gaceta, de Tucumán



05.02.18

El mundo presenció azorado los “no” rotundos de Francia y Holanda a la Constitución Europea, y comenzó a hablarse del fracaso del proyecto continental, y del fin del sueño de una Europa unificada y próspera. Las causas principales que se aducen para explicar el fracaso, son de índole social, política, y económica, y no se va más allá de esto. Los europeos tienen, es verdad, una vaga sensación de que las recientes negativas a la Constitución responden a problemas más profundos, pero, extrañamente, no pueden saltar sobre esa vaguedad para ir a la caza de una certeza.
Es necesario reconstruir Europa bajo unos cimientos que no existen en la actualidad", afirmó Philippe de Villiers, un líder político francés, pero no dijo ni una palabra sobre cuáles deberían ser los nuevos cimientos. “Debemos proponer a Europa una nueva fundación y un nuevo impulso”, escribió Nicolás Tenzer para La Nación, y dejó abierto el interrogante sobre las bases de una nueva fundación (¿no tiene Europa cimientos milenarios, como para que haya que crearle un nuevo suelo?). Méndez Vigo, funcionario de la Comisión Europea, reconoció a su vez que: “Hay una atmósfera viciada y una falta muy fuerte de motivación”, pero no aclaró a qué puede deberse esa atmósfera y ese desgano que enerva al gigante europeo. Y entonces preguntamos: ¿y si la crisis no fuera social y económica, sino más bien cultural, es decir, espiritual?
Hablarle de crisis espiritual y de valores a una Europa que se precia de ser progresista y moderna, es sin duda motivo de escándalo: ¿quién es tan ingenuo como para hablar de “espíritu” en el imperio del euro, y de valores morales en donde la cuestión principal es la economía de mercado?... Y sin embargo, mal que le pese a Europa, todo indica que su drama es espiritual antes que material, y filosófico antes que social. “Un gran cuerpo, precisa de una gran alma”, dijo el pensador Henri Bergson, y Europa, al darle prioridad a lo económico en su proyecto de unificación de naciones, renegó de su esencia, y se condenó a la incertidumbre con respecto a su identidad y a su razón de ser penúltima. Basta con repasar la historia de Europa, para fundamentar este aserto.
            La primera Europa fue la Grecia continental (la Hélade), que se extendía desde oriente hasta la colonia de Massalia (Marsella), en la Península Itálica, y las pequeñas colonias de Iberia, como Ampurias.
            Luego Europa fue la Roma republicana, con centro en Italia, que se extendía de Tracia a los Alpes, y abarcaba el sur de la Francia actual y las provincias hispanas, y que acabó de consolidarse con la conquista de las Galias y de Britania (los límites del Imperio fueron El Rin y el Danubio, hasta sus desembocaduras en las provincias de la germania inferior y de Dacia).
            Pero a partir del siglo IV, la noción “territorial” del continente cambió de un modo crucial: Europa comenzó a identificarse con la religión cristiana, hasta que “Europa” y “cristianismo” llegaron a ser términos indisolubles. Sobre todo a partir de la Navidad del año 800, cuando Carlomagno fue coronado por el Papa León III “emperador de los romanos”. Desde entonces, la idea de “europeidad cristiana”, o “cristiandad europea”, dominó todas las mentes y los espíritus del continente, y la cultura testimonió este hecho con sus catedrales y universidades, canciones y poemas, tratados filosóficos y teológicos, novelas y devocionarios, órdenes religiosas y movimientos artísticos.
            Esta unidad espiritual y cultural de Europa se quebraría, sin embargo, con la conformación –en el Renacimiento—, de los Estados-nación, y con la sustitución del latín por las lenguas vernáculas. Y —tiempo después— las luchas entre católicos y protestantes acentuaron aún más la división de la Europa cristiana, hasta que –tras un periodo de guerras interminables—, la “cristiandad” llegó a su fin con la “paz de Westfalia” en 1648.
            Pero aun cuando Europa dejó de ser “la cristiandad” al perder su unidad geo-política, no dejó por esto de ser cristiana en su espíritu y fundamentos. Y esto es cierto aun después de los procesos de secularización del siglo XVIII, y de los movimientos “ateizantes” del marxismo y el nazismo, que sembraron en el continente (y el mundo) sentimientos feroces contra la religión, y contra la cultura milenaria que de ella había derivado.
            Si repasamos la cultura europea, comprobamos que su arquitectura, su música, su literatura, su arte, su teoría del derecho, su filosofía, son esencialmente cristianos (o de lo contrario, se definen por su oposición al cristianismo, de modo que provienen de él por vía negativa, como es el caso de Nietzsche). Los grandes hombres de nuestra cultura, como Giotto, Shakespeare, Cervantes, Miguel Ángel, Da Vinci, Bernini, Pascal, Newton, Bach, Beethoven, Mozart, Dostoyevski, Gaudí… Son inconcebibles fuera del seno del cristianismo. Las catedrales, las grandes sinfonías, las obras literarias geniales, importantes descubrimientos científicos, así como la progresiva emancipación de la mujer, y la abolición de la esclavitud (una herencia del paganismo), son obras del espíritu cristiano que animó al cuerpo de Europa durante siglos. Por eso, cuando el anterior Papa pidió perdón por el “caso Galileo”, fue de algún modo Europa la que pidió perdón, sin necesidad de estar aclarando que Galileo, después de todo, no hizo otra cosa que demostrar la teoría heliocéntrica formulada por un monje polaco de nombre Copérnico.
            Es el cristianismo, en definitiva, el que le dio su identidad a Europa, y no la herencia cultural del Imperio Romano o de la Grecia Clásica, ya que naciones como Irlanda, Alemania, Dinamarca, Austria, Suecia, Hungría, Chequia, Finlandia, así como los países del este europeo, no se identifican con las raíces culturales del mediterráneo. E incluso países como Polonia, Hungría, o Suecia, pertenecen a la civilización europea por su conversión a la religión cristiana.
Por demás, ¿no son cristianos la mayoría de los ciudadanos integrantes de la Unión? (su número es de 400 millones, sobre 35 millones de credo islámico). El calendario, las fiestas, los ritos, son cristianos; las familias europeas siguen bautizando a sus hijos; la Navidad sigue siendo la celebración religiosa por excelencia; y la maduración de las ideas de “dignidad humana”, de solidaridad, y de vida interior, se las debe Europa a su raíz cristiana, cuya savia sigue animando –a pesar de todo— el árbol del añoso continente.
            Por último, ¿se ha notado que la bandera de la Unión Europea tiene doce estrellas doradas sobre fondo de azul heráldico? Es porque los padres fundadores de la unidad europea (Jean Monnet, Robert Shuman, Alcide Gasperi, y Konrad Adenauer) tomaron como modelo de esa enseña la corona de doce estrellas (que menciona el Apocalipsis) de la Virgen María, y que se puede admirar –por ejemplo—, en los vitrales de la catedral de Estrasburgo (Arsene Heitz, un artista católico belga, fue quien diseñó la bandera de la UE en la década del 50). En este sentido, es acertado lo que el periodista Borja Bergareche afirmó en este diario, al decir que: “Europa tiene un problema de liderazgo. Ha desaparecido la generación de políticos de raza que impulsó la construcción europea”.
Uno de los asuntos pendientes, entonces, es volver sobre los principios de los fundadores de la Comunidad, y revisar la motivación del llamado “sueño europeo”, que, si pretende ser genuinamente europeo, de ningún modo puede evadir la dimensión de lo espiritual-cultural, y mucho menos identificarse con el “sueño americano”. Más aún, le vendría muy bien a Europa que algún político de sinceridad brutal, la mirara de soslayo y le dijera sin ambages: “No es la economía, estúpida”, para arrancarla del sopor en el que parece estar sumida.
Un claro indicio de ese sopor, es que la Unión Europea se haya obstinado en no mencionar en el Preámbulo de su Constitución las raíces cristianas de Europa (una actitud completamente anti-histórica), sometiéndose al riesgo de crear un gran cuerpo sin alma, es decir, un autómata gigantesco capaz de volverse contra sus creadores el día menos pensado, como sucede hoy con los colosos de la Ciencia y de la Técnica. 
            Por tanto, si Europa no reacciona a tiempo, es de creer que no sólo no podrá salir de la crisis en la que ha caído, sino que además habrá traicionado a sus fundadores, a la tradición milenaria del continente, y a las bases morales que la constituyen. Su razón de ser, fría y utilitarista, será puramente material, y –al igual que la luna satélite de Júpiter, de nombre Europa¾, girará helada y pequeña en torno a la esfera de lo económico, en el espacio vacío de un nuevo orden carente de principios, y de humanismo cristiano.

1 comentario:

Anónimo dijo...

magnifica reflexion sobre el problema europeo, muy bien documentado, para leer y reflexionar.