martes, 14 de julio de 2020

JUAN ALCALDE (Autobiografía II) DE FRANCIA A ESPAÑA, VENEZUELA Y LA REPÚBLICA DOMINICANA


Ribera de Curtidores, por Juan Alcalde

"Estocolmo", pintura de Juan Alcalde



por Julia Sáez-Angulo

15.07.2020.- Madrid

Tras la huida del “salón del baile" donde los alemanes nos tenían recluidos a los españoles exiliados, deambulé solo durante varios días por la ciudad de Montauban hasta que di con los Albero, una familia española que me alojó y pude respirar tranquilo. Fue entonces cuando  Dori y yo nos enamoramos como dos colegiales y yo me sentía el hombre más feliz del mundo. Ella era la hija mayor de los Albero, familia afortunada que tenía los papeles en regla e iba a viajar a Venezuela, reclamada por unos parientes; esa familia podría dejar al fin aquella Francia en guerra, que nos tenía consternados a todos los españoles que acabábamos de salir de otra contienda bélica. Dori me animaba y decía que, en cuanto pisaran territorio venezolano, iban a tratar de reclamarme igualmente para unirme a ella para siempre. Con esta esperanza seguí viviendo en Montauban, pero el tiempo pasaba y no llegaba ni una sola carta de Dori, por lo que temí que el barco hubiera naufragado. Me apresuré a preguntar a una de sus amigas que se limitó a evadirme como si yo fuera un apestado. Volví a insistir con otra amiga de Dori y, esa sí fue explícita, al contarme la nueva situación del corazón de Dori: se había enamorado de un muchacho que viajaba con ella en el barco rumbo a México, con un porvenir ciertamente más serio y sólido que el mío, por lo que me sustituyó sin más. Me quedé destrozado, humillado y dolido; era como si le golpearan de nuevo al perrillo apaleado, pero he demostrado que soy de naturaleza fuerte, pues remonté como pude al cabo de un tiempo. Poco a poco iba aceptando que la vida depara continuos sustos y sorpresas.
Francia seguía desgarrada entre Paris, en manos de los alemanes invasores, y Vichy, con el mariscal Pétain, amigo germánico. Había que salir de allí como fuera. Como yo no tenía delitos de sangre, decidí volver a España con documentos bien arreglados por un personaje que limpiaba ejecutorias de todo tipo. Esto no quitó que, en principio, me detuviera la policía para aclarar mi origen y antecedentes.
Cuando pude llegar a Madrid, conocí a Conchita Moreda, mi mujer, hija de un militar gallego. Fue un tesoro para mi vida, la madre de mis dos hijos. La conocí en un baile dominguero, al que llegué junto a un amigo.
-Yo no sé bailar- le dije a Conchita, cuando nos acercamos a ella y a su amiga.
-Yo tampoco- me replicó- por lo que, ella y yo nos pasamos la tarde conversando sin bailar ni una sola vez.
Conchita no sabía nada de dibujo ni de pintura, pero era muy inteligente y atenta. Se interesó de inmediato por lo que yo hacía y comprendió muy bien que mis ingresos oscilaban según el trabajo que llegara a mis manos. Ella me pagó el viaje de Madrid a La Coruña, donde vivía su familia y allí nos casamos en 1944. La madre de mi esposa era una mujer comprensiva y adorable, me acogió con calor desde el primer momento, sabiendo que yo no tenía un céntimo en el bolsillo. Nuestro objetivo era Venezuela, país del que nos reclamó la hermana de Conchita, casada con un médico español que ejercía allí su medicina. Embarcamos a América con lo justo.

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            Mi vida de español errante transcurrió por Venezuela, Puerto Rico y la República Dominicana... durante la década de los 50. La primera parte de mi vida la pasé en la Venezuela profunda, en un pueblo remoto donde vivía y trabajaba mi cuñado, el médico español y la hermana de mi mujer. Mi porvenir como pintor en aquel sitio aislado era mínimo. Mi cuñado trabajaba para la Medicatura Rural, atendiendo a enfermos y haciendo de todo: desde partos difíciles, a cirugía de brazos y piernas desgarradas en las frecuentes peleas de la zona, por asuntos nimios, casi siempre sobre cuestión de lindes o de amores. El alcohol contribuía también a exaltar los ánimos y a pasar a la acción.
Mi cuñado era un borrachín impenitente, supongo que se debía a tener que soportar aquel destino rural agotador y tedioso, que no le gustaba en absoluto. Para hacerlo desistir de la bebida, mi cuñada y mi mujer tramaron un plan: meterle en la comida unas hierbas que le iban a mover el intestino de tal manera que él pudiera pensar que se debía al alcohol y se apresurara a dejar la bebida. La descomposición del hombre fue tal, que por poco se va al otro barrio. Mi mujer y su hermana estuvieron varios días asustadas y horrorizadas por lo que habían hecho. Se les había ido la mano, se lamentaban. El medico enfermo no mejoraba. Felizmente mi cuñado se recuperó y, fatalmente, se dedicó con más ahínco a la bebida.
            Yo me preguntaba a veces qué hacía  allí en la Venezuela profunda de los años 40, a la que no le interesaba mi arte lo más mínimo, donde el dibujo y la pintura eran superfluas para la vida de aquellas personas que me rodeaban. Comprar un cuadro parecía una extravagancia en las latitudes en que entonces me desenvolvía. 
Nos mudamos a Caracas y allí las cosas fueron de otra manera, había exposiciones de arte y me llegaban encargos. A veces yo me preguntaba nostálgico ¿Por qué me habré dejado arrastrar por la vida hasta este lugar remoto del planeta?, al tiempo que mis recuerdos volvían a la infancia y a la juventud en Madrid, cuando yo era pobre, pero feliz.

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"El Sena", pintura por Juan Alcalde

           
Mi padre, zapatero remendón en la Corredera Baja madrileña, era hijo de otro zapatero de Guadalajara, que llegó a Madrid en busca de mejor fortuna y se instaló en el Rastro. Mi abuelo tocaba el violín y de eso se enorgullecía mi padre al hablar de su progenitor; el abuelo murió pronto y dejó huérfanos a varios hijos que tuvieron que buscarse la vida a su manera. Mi padre también tenía veleidades artísticas como mi abuelo: dibujaba muy bien –mejor que yo, pero escondía sus dibujos cuando llegan los clientes al taller- y, pese a asistir poco a la escuela, el hombre leía muchos libros y componía poemas ripiosos, con los que nos entretenía a hijos y vecinos.
El hecho de que yo quisiera estudiar Bellas Artes le pareció a mi padre una tragedia. ¿Cómo iba yo a comer con eso? Don Agustín López, mi profesor en la Real Academia de San Fernando, que conocía mis orígenes humildes, me decía lo mismo, que yo era muy bueno en el dibujo y la pintura, pero tenía que saber que con eso no iba a comer y acabaría muriéndome de hambre. Para paliar mi estómago vacío, el profesor López me daba de vez en cuando los azucarillos sobrantes de su café, que guardaba en el bolsillo de la americana, pues, como tenía diabetes, no podía tomar dulces. Los azucarillos olían que apestaban a tabaco, pero me reportaban energía momentánea junto a un vaso de agua para poder seguir en pie. Eran los años 30, en los que la hambruna en España era una realidad dramática. 
Mi padre iba a quejarse a don Agustín de que en casa se necesitaba mi sueldo para poder comer toda la familia, que no podía permitirse el lujo de que su hijo estudiara para artista. Entonces don Agustín cambiaba las tornas y le decía que yo era un pintor extraordinario, un artista brillante, y que España no podía permitirse el lujo de desperdiciar mi talento trabajando como zapatero remendón. Perplejo ante aquellas afirmaciones tan campanudas, yo abría los ojos y no entendía la contradicción del profesor López, pero callaba porque era muy joven y no me atrevía a replicar, ni a mi padre ni a don Agustín. Yo era muy tímido. 
La obsesión por el hambre era tal, que me propuse ponerme a prueba durante dos días sin comer, para ver si resistía. Efectivamente aguanté bebiendo agua y eso –así de simple- me dio alas para pensar que podría ser artista.
            Por un dibujo en un concurso nacional, gané un premio de cincuenta pesetas que me entregó el conde de Romanones, entonces ministro de Gracia y Justicia en el Gobierno de la Monarquía. Con aquel dinero me apresuré a comprarme un buen traje, que nunca había tenido, y me sentí como un marqués ante el espejo. Al domingo siguiente fui a bañarme al río Manzanares con mi colega, el pintor Demetrio Salgado y dejé bien plegadito el traje en la orilla, para ir a nadar; cuando volví, mi flamante traje no estaba en su sitio. ¡Que tragedia más grande para mi espíritu! Una familia del entorno me prestó ropa amablemente, para poder regresar a la ciudad de modo conveniente.

            Mi padre era un hombre creyente y religioso, que iba a misa todos los domingos. A mí me pedía que fuera, pero yo le decía que no, que yo era ateo o agnóstico. No entendía muy bien qué era eso.
            -Usted padre, sí que tiene que ir todos los domingos a misa, porque es creyente y haría mal en no hacerlo, pero yo no, porque no creo en la otra vida, la del más allá.
            Lo comprendía a medias. Mi padre siempre me respetó mucho en el campo de las ideas y las creencias, de la misma manera que yo lo hacía con él. Nos respetábamos y nos queríamos. Su recuerdo me acompaña siempre como alguien muy querido, que emanaba dignidad.


"La Ribera de Curtidores. Madrid", por Juan Alcalde


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            Cuando estalló la guerra civil de 1936, mi hermano mayor Pepe se alistó en el frente y enseguida llegó a sargento, porque tenía dotes militares. Yo no las tenía, por lo que siempre me quedé en soldado raso. Lo de matar al de enfrente, al que yo no consideraba mi enemigo, no me entraba en la cabeza.
-Es que, si no matas, te matan-, me advertía un compañero en el frente de Guadalajara.
-Pues que me maten, me da igual- le replicaba yo muy digno.
No me importaba morir y mucho menos después de que mataran a mi hermano Pepe. ¿Qué sentido tenía la guerra en aquel país, el mío, tan dividido y sembrado de odios por unos y por otros?
Aunque no apreciaba la vida, sí me llevé un gran disgusto –mi padre mucho más- cuando se alistó mi hermano Ángel, el pequeño. Era un niño de dieciséis años. Una locura. Un suicidio. Me parecía injusto. Dijo que se alistó para comer, porque pasaba hambre en Madrid. Ir al frente suponía que, al menos, podría comer de rancho.

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Mi carrera de pintor se truncó con la guerra civil y, de nuevo la veía truncada en aquella Venezuela interior de los años 50, desinteresada por completo de mi arte. En Caracas coincidí con el poeta español Pla y Beltrán, un jorobado de gran viveza. Había estado en la URSS, pero salió de aquel país decepcionado.
            -¿Tú has visto a algún jorobado viejo?- me solía preguntar.
Yo me encogía de hombros.
            -Me voy a morir pronto- añadía.
De seguro que barruntaba o le obsesionaba la muerte
            Efectivamente murió joven. No le pude decir que tenía razón en aquello de que los jorobados no llegan a viejos, aunque no sé si es cierto.

Felizmente me llegó un contrato de la República Dominicana para trabajar en los pabellones de la llamada Feria de la Paz y Confraternidad del Mundo Libre, que duró todo el año 1956 y me permitió sacar a flote mis talentos artísticos en aquella isla en plena expansión económica.  Estaba gobernaba entonces por el dictador Rafael Leonidas Trujillo, que tuvo que rehacer la isla después del fuerte huracán de san Zenón en 1930, que la arrasó casi por completo. La obsesión de Trujillo era la blanquear la población con distintas levas de cualquier procedencia europea: judíos, alemanes, españoles, italianos… lo que fuera.  El mismo Trujillo tenía un hermano más moreno que él. En Santo Domingo circulaba la leyenda de que el presidente Trujillo se acostaba con cientos de mujeres blancas para dejarlas preñadas y que dieran a luz dominicanos de raza clara; que se sentía verdadero semental de blancos para el país, frente al negro y vecino Haití. Trujillo me pidió que le hiciera dos retratos y la indicación de su edecán fue que lo pintara más blanco de lo que realmente era. ¿Qué habrá sido de aquellos buenos cuadros que hice? Desde Santo Domingo me comisionaron para que viajara a España y llevara a más artistas que ayudaran embellecer la República Dominicana, sobre todo la gran Feria Internacional que iba a ser su escaparate mundial en 1956. En aquel país americano apenas si había pintores que pudieran hacerlo y preferían artistas que hablaran español.

En 1955, en el madrileño Café Gijón, junto a José Vela Zanetti, reclutamos  a un puñado de artistas jóvenes que iban por allí a la tertulia de Cossío: Manuel Ortega, Ricardo Zamorano, Francisco Abuja, Nelina Pistolessi y otros de procedencia levantina, que resultaron muy útiles, porque tenían buena experiencia artesana de haber trabajado para las fallas valencianas. Otros tenían como encargo hacer grandes murales, sin demasiado miramiento, enalteciendo a personajes, actividades o paisajes de la República Dominicana. Nos pagaban en dólares y el dinero cundía cuando se convertía en pesetas. Fue un buen tiempo para hacer un poco de bolsa. Todos los artistas estaban muy contentos conmigo. Al terminar la Feria, las autoridades dominicanas quisieron renovarme el contrato para seguir allí, pero no acepté. Yo hubiera podido amasar, al menos, una pequeña fortuna en aquella hermosa isla, pero el clima político social que allí se respiraba no me convencía lo más mínimo. Me olía lo peor, un estallido de violencia en cualquier momento. No me equivoqué y así fue. El dictador Trujillo fue asesinado en 1961. Allí quedaron mis obras y las de mis colegas, de las que desconocemos, su paradero.  ¡Qué se le va a hacer! Tiene inri, me decía yo para mí mismo, que tuve que huir del dictador Franco y estos artistas y yo hemos venido a trabajar para el dictador Trujillo. Pero así es la vida.

Don Agustín López no fue un profeta, al menos conmigo. El dibujo y la pintura no me mataron de hambre, sino que me dieron la vida –si no dinero- en muchos momentos difíciles, como en el frente de guerra, en el campo de concentración y en todo tiempo y lugar. Con el arte me sentía a gusto y estaba ganándome el pan.              Esta vida es una novela a la que la imaginación no alcanza. La vida es algo tan irreal que con frecuencia no me creo lo que sucede en ella; la miro distante, como un espectador de teatro, por eso la trato a veces con displicencia o le añado capítulos extraños y absurdos, que no me conciernen y que más adelante me gustaría borrar, pero ella, la vida rara y extraña, te arrastra donde quiere. Estoy convencido de que sucede lo que tiene que suceder, porque no puede ser de otra manera. Sé que divago, pero yo me entiendo.

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Desde Venezuela donde habían nacido mis dos hijos, decidimos volver a Francia, al poco de terminada mi estancia de trabajo en la República Dominicana, en este caso a París, todavía meca del arte contemporáneo, aunque el cetro le había sido arrebatado por Nueva York, después de la segunda guerra mundial. Mi mujer, Conchita, me secundaba siempre de buena gana, dispuesta a vivir si llegara el caso una nueva vida bohemia. Era la mujer adecuada para un artista, sabía adaptarse perfectamente a los cambios de vida y fortuna de un pintor.
Con mi buen dinero ahorrado en Santo Domingo, en los 60 pudimos instalarnos con cierta comodidad en la capital del Sena, donde trabajé duro para abrirme camino, incluso impartiendo clases de pintura en una academia. Adquirí un taller/estudio alto de grandes ventanales al norte, que me proporcionaba la luz adecuada para pintar. París conserva una buena relación de casas con áticos preparados para pintores, debido a su larga tradición en el campo artístico. La capital del Sena muestra casi siempre una luz de grisalla hermosa en la bóveda, que cubre la gran cubeta del río y eso facilita las cosas a la hora de ver y aplicar los colores a los lienzos y las tablas. Es una luz de pura plata. París seguía bullendo de actividades culturales en los museos, fundaciones, centros culturales y galerías de arte; lo único que dificultaba la tarea de abrirse camino era comprobar, no sin asombro, el número interminable de pintores que allí vivían, no sólo franceses, sino procedentes de todas las latitudes y países, sobre todo del Este de Europa. Se hablaba de sesenta mil artistas en la capital de Francia en los años 60. Abrir una trocha en aquella jungla urbana era poco menos que una aventura en la selva virgen. Hubo que luchar de nuevo con todas las fuerzas para abrirse camino. Yo me relacionaba con pintores españoles como Baltasar Lobo, Joaquín Peinado, Manuel Ángeles Ortiz o Hernando Viñes; con todos ellos hice exposiciones colectivas bajo el título de “Pintores españoles en París”. Al fin conseguí un estudio del Ayuntamiento de la capital fracesa, estudios que se concedían a los profesionales reconocidos. Yo pinté con profusión las riberas del Sena y sus gabarras, las calles, parques, avenidas y monumentos de París.
Expuse donde pude y mi suerte llegó, sobre todo, de la mano de una galería madrileña de prestigio, la galería Biosca que, enterada de mi reconocimiento en Paris, promocionó mi pintura en la capital de España, desde donde irradió a otras ciudades, sobre todo a Barcelona, a través de la galería Dalmau. El mito de Paris se tenía todavía en España y yo hice una bonita serie de paisajes urbanos, esquematizados en dibujo y simplificados de color sobre la Ciudad de la Luz. Se vendieron prácticamente todos. La crítica fue muy buena con mi obra. Hablaban de los "blancos de Alcalde".
La revista Blanco y Negro, que dependía del grupo ABC, me hizo un amplio reportaje en mi maravilloso estudio parisino, desde el que se veían los tejados de pizarra de la capital ornados con sus pequeñas chimeneas color naranja, que yo había plasmado en buena parte de mis cuadros. Una de las fotos del reportaje, muy interesante, me mostraba a mí entre los reflejos del gran ventanal del taller.
Fue una buena racha, que aprovechamos bien en mi familia para disfrutar la vida francesa con holgura.

Continuará mañana el cap. III

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