Jane Bowles confiaba plenamente en Cherifa, mujer árabe rústica, del Tánger barriobajero, porque tenía una inteligencia despierta y una capacidad resolutiva inalcanzable. En su regazo se sentía segura. Desde primera hora de la mañana con su actividad solícita implacable, hasta la noche compartida en el lecho, Cherifa era todo para ella, aquejada tras una mortificante hemorragia cerebral que la había dejado dependiente.
Después de una vida errante desde su Nueva York natal, pasando por Suiza, Centroamérica, París, Ceylán..., diez años llevaba instalada Jane junto a su marido Paul Bowles en la Ciudad Azul, la hermosa localidad atlántica, zona internacional junto al Protectorado español en Marruecos, donde cada seis meses se hacía cargo de la ciudad Gran Bretaña, Francia o España. Un extraño maremágnum de estatus jurídico internacional que trataba de organizar el caos de una ciudad islámica, junto a una población foránea flotante.
Tánger, bajo un cielo azul de nubes arrastradas por vientos marinos, era la puerta de Europa en África, el puerto de desembarco, donde una nubecilla de niños se ofrecían a llevar el equipaje de los viajeros por unos céntimos. Olía a mar, jazmín y acentos de excremento. Tánger era un centro de observación, donde los dimes y diretes políticos y sociales circulaban por los cafés –verdadero tejido urbano de la ciudad- y los mensaje encriptados de relevancia pasaban al conocimiento de los espías. Los cafés, lugares para mirar y ser mirados, el ocio gratuito más ameno del mundo. Los atardeceres tangerinos resonaban con lejana música de tambores y los anocheceres tenían la calidez del terciopelo, bajo la luna sarracena. La arena de las playas era una acariciadora para los pies desnudos de los paseantes, un masaje suave, perturbador. Tánger, lugar maravilloso, salpicado de prodigios.
En Tánger de los años 40, visitaron a Paul y Jane Bowles numerosos escritores y personajes erráticos. En su casa de Tánger, el matrimonio recibió a muchos de ellos a lo largo de una década. La heroína y el hachís circulaban con facilidad por las callejuelas de la medina, los dedos y las gargantas de muchos de ellos.
El maldito ictus hizo a Jane apearse de la escritura, actividad que había iniciado a sus quince años, cuando aún era Jane Auer, perteneciente a una culta familia judía norteamericana y visitaba los ámbitos bohemios de Greenwhich Village. La vida manda con su implacable toma de tierra.
En los primeros años de su matrimonio, a Jane le gustaba cocinar para gusto satisfacción de su esposo, no así en el sexo, pues al poco de casarse en 1938, comprobó que era lesbiana, algo que Paul asumió, porque él también sintió la doble llamada de los sexos. Pese a todo, nunca se separaron; se protegieron uno al otro, fieles al compromiso que contrajeron al casarse.
Con la islámica Cherifa, figura hombruna de bronca voz, Jane había encontrado el refugio grato, el culmen de la tranquilidad y la placidez; se entregó a ella en alma y cuerpo y, como una niña, seguía sus indicaciones de descanso, comidas, boticas y rituales mágicos, que le llevaban a órbitas jamás soñadas, a las alturas de regiones celestiales, a paraísos imposibles en la tierra. Con Cherifa, Jane amortiguó sus permanentes dudas existenciales, su espíritu se apaciguó, mientras su cuerpo mermaba y su mente se desplazaba por ámbitos nuevos, donde escalaba estribaciones inverosímiles o descendía a profundidades abisales. Jane se iba convenciendo de que la verdadera sabiduría estaba en el origen y no en la cumbre de la civilización. Cherifa la conducía por los senderos primitivos del arrebato y el placer, algo nunca visto ni sentido hasta entonces. Era el conocimiento abismal. Era la fascinación por Cherifa, la mora amante, como la llamaban algunos amigos. La fragilidad física y mental de Jane se refugió en su amada Cherifa y las bocanadas del hachís en el sebsi, -adminículo fabricado en madera de naranjo-, hasta frisar con frecuencia la sobredosis.
Cherifa mujer primitiva, pero con determinación, era admirada por el propio Paul y sus amigos por esas cualidades que reflejaban una fortaleza inusual. Tenía sentido del humor y eso la engrandecía. Vestía pantalones vaqueros en la casa, sobre los que se colocaba una chilaba al salir a la calle para mimetizarse con el ambiente de la ciudad, para integrarse sin dificultad en él. Jane la conoció en un mísero puesto del mercado vendiendo algunas verduras. Poco a poco fueron relacionándose hasta intimar. Cherifa fue a vivir a la casa de los Bowles, donde encontró un modo fácil de obtener dinero por sus servicios, y la fuente donde fue creciendo su codicia.
Al no ver mejoría alguna en la salud de Jane, Paul comenzó a preocuparse y a sospechar de Cherifa, a la que a veces consideraban una bruja siniestra, que utilizaba la magia negra sin pudor. Observaban como la criada sometía a Jane bajo su influencia, palabras, magias y ritos infernales. Paul decidió ingresar a su esposa en Málaga, en la Clínica de Reposo Nuestra Señora de los Ángeles, una institución confortable; no podía dejarla en Marruecos, la influencia de Cherifa llegaría hasta Jane con su torva mano alargada. Había que poner el Estrecho por medio. Jane ya estaba muy gastada, y su memoria, entendimiento y voluntad se encontraban menguados por el ictus y su vida al lado de Cherifa. Apenas podía hablar. Paul pagó los gastos del internamiento de Jane y, más adelante, su sepultura durante diez años en el cementerio malagueño de San Miguel, que alojó su cuerpo en una tumba sin lápida. Sit tibi terra levis escribían los romanos en sus tumbas, recordó Paul Bowles.
En 1998, una estudiante admiradora de Jane Bowles quiso llevar sus restos mortales a Marbella, y ponerle una lápida con su nombre, hecho que movilizó a Málaga, la ciudad que los albergaba. El Ayuntamiento malagueño decidió no solo dedicarle una bella lápida de mármol finés sobre una tumba con su nombre (Jane Bowles 1917 – 1973), sino también dedicarle una avenida para que aquel resuene cada día en boca de sus ciudadanos.
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