Julia Sáez-Angulo
30/6/25.- El Escorial.- Cuando escribí las memorias de Pity Santa Cruz de Ynguanzo: La Marquesa de Santa Cruz de Ynguanzo. 30 años de Diplomática y 27 de Galerista (2000), una de las cosas que me contó fue que, siempre envidió a las niñas de su colegio que tenían abuelos, mientras que ella no conoció a ninguno de los cuatro abuelos, que por naturaleza le pertenecían. Todos habían fallecido.
Yo, sin embargo, conocí a mis cuatro abuelos, e incluso a un bisabuelo, Benito Marijuan, padre de mi abuela Julia, de quien obviamente heredé el nombre, al igual que otra prima. El bisabuelo Benito, hombre menudo y con bastón, vestía terno y lucía reloj de bolsillo con leontina. Se había quedado viudo muy pronto y vivía solo, con una criada eficiente, Cristina, en una casa grande de dos pisos, en Uruñuela, con la fecha de construcción de primeros del XX en la fachada. A su fallecida esposa, Francisca Guinea, se la citaba en familia como la abuela Quica, y de ella recibió el nombre, su nieta, la farmacéutica en Madrid, Francisca Angulo Marijuán. Los nombres en la familia se repetían en las distintas generaciones de hombres y mujeres, como era tradición y buen tono hacerlo.
Benito y Francisca tuvieron tres hijos: Rufino, Manuel y Julia. El primero derivó hacia Vitoria (sin el añadido de Gasteiz entonces), donde fundó una empresa de camiones, pero toda su familia numerosa veraneaba en Uruñuela y con el tiempo heredó el primer piso de la casa del bisabuelo Benito.
La abuela Julia se dedicaba a Sus Labores -S.L. se ponía en el documento nacional de identidad-, que era lo más digno a lo que se podía dedicar una mujer. Trabajar fuera de casa era considerado una cuestión de falta de posibles para subsistir, poco menos que una ofensa al varón de la casa, que no podía llevar solo el sustento necesario para la familia.
Presidenta de la Asociación del Corazón de Jesús, la abuela Julia se encargaba de que el altar de la iglesia estuviera siempre con flores, que llevaba de su huerta ajardinada, anexa a la casa, sobre todo azucenas en el mes de junio, dedicado a la devoción del Corazón de Jesús, aparecido a Santa Margarita María de Alacoque, religiosa santa, francesa del siglo XVI, que difundió aquella devoción por toda la cristiandad. Algunas veces mi abuela tenía diferencias de opinión con el párroco, por la intendencia del altar, si bien la última palabra la tenía siempre el cura. En una ocasión llegó llorando a casa por cierta discusión con él y se desahogó con sus hijas, pero "¡No le digais nada de esto a vuestro padre que la arma!", les advirtió.
Por las tardes, la abuela Julia se aposentaba en el cuarto de estar, que daba a la calle, donde cosía o hacía punto, junto a Feliciana, una vecina y pariente lejana. Ellas no se sentaban en sillas de anea en la calle, porque no era de buen tono, pero desde el balcón podía verse pasar a todo el que lo hiciera por la calle, lo que daba motivo para distintos comentarios sobre la gente del lugar, de lo que convenía estar informadas. A aquel estrado de damas, se le sumaba, con frecuencia, la presencia de las hijas, entre ellas mi madre, que iban recibiendo a sus niños, a medida que salían de la escuela. Allí jugábamos encantados los niños cuando éramos pequeños, pues al crecer, podíamos hacerlo en la calle, ya que no había peligro alguno en los años 50.
La abuela Julia tenía unas manos prodigiosas para las plantas. Su colección de macetas era de las más envidiadas del pueblo. Sus geranios y pelargonios, de todos los colores, colgaban del balcón y aquel se convertía en un espectáculo primoroso de color. Pero también tenía plantas de interior como las calas y las canas. Claro, que cuidar bien todas aquellas plantas era una pepla, porque había que meterlas a cobijo para protegerlas del sol abrasador, y sacarlas cuando necesitaban la luz para crecer y reproducirse. De la abuela seguramente aprendí el amor a las plantas y sus nombres, pues con ella conocí infinidad de variedades, desde claveles reventones o chinos, a margaritas, pendientes de la reina, esparragueras, amor de hombre, cactus…
Todo ello explica que el altar que la abuela y sus vecinas instalaban el día del Corpus Christi, en una de las cocheras de la casa estuviera repleto de flores y fuera uno de los mejor ornamentados. Se cubrían las paredes con colchas y sábanas de las que prendía flores bien sujetas. Para el altar se colocaban los mejores candelabros, velas y jarrones de la casa con las flores de tallo largo. Desde el altar de daba la bendición con la custodia a los asistentes a la procesión.
Cuando nuestras madres bajaban a Nájera o subían a Logroño -la utilización de los verbos era cuestión de geografía física- los primos íbamos a comer casa de la abuela, donde jugábamos, reíamos y reñíamos a placer. La abuela ponía paz y exigía silencio cuando levantábamos la voz. Los pequeños aprendimos una tontuna en el recreo: hablar una curiosa lengua, que consistía en hablar con la sílaba “ti” delante de cada sílaba de las palabras. El dominio era tal que nos salía de corrido en la mesa, en casa de la abuela:
-Ti-pa-ti-sa ti-me, ti-el, ti-a. ti-gua, ti-por, tifa ti-vor…
A la abuela le parecía una tontería aquella forma mareante de hablar y nos pedía que dejáramos de hacerlo. Como no siempre obedecíamos, un día nos dijo en voz alta:
-¡Ti-ca ti-lla ti-ros, ti-por ti-fa ti-vor!
Nos quedamos estupefactos ante el dominio de la abuela de aquella lengua estúpida y lo celebramos aplaudiéndola.
De comidas y celebraciones
La abuela era buena cocinera. Su sopa de puerros, habitual en las noches riojanas, sabía mejor que la de mi madre o cualquier otra casa. Los cumpleaños del abuelo Juan, el 30 de marzo, se celebraban por todo lo alto y siempre encargaba angulas para la ocasión, entonces más asequibles que hoy en día. Las fiestas de Navidad también se celebraban en su casa con abundancia de platos.
El belén que la abuela instalaba era tan grande, que casi ocupaba la mitad del cuarto de estar. Se colocaba sobre musgo traído del monte de Somalo. A aquel belén no le faltaba una figura desde el Nacimiento hasta el castillo de Herodes, ni un detalle ni oficio por representar.
Lo malo para mí eran las cenas de Noche Buena o Noche Vieja, cuando el tío Juan llegaba tarde y se hacía esperar por todos. Mi padre se impacientaba y miraba de modo fulminante a mamá, que esquivaba la mirada. La abuela se asomaba con frecuencia a la gran balconada de la fachada, para ver si así su hijo llegaba antes o para entrar diciendo triunfante: ¡ya está aquí! Yo lo percibía todo, y sufría las tensiones por dentro.
La segunda parte venía cuando en la mesa redonda, donde nos situaban a los pequeños o jóvenes, mi prima Rosa Mari, que era de muy mal comer, siempre acababa llorando, porque no le gustaba la sopa o cualquier otro plato. Su padre se impacientaba, se acercaba a ella y le propinaba algún cachete y/o castigo ante el plato que debía de acabar, algo del todo imposible. Las lágrimas de Rosa Mari aumentaban y los demás nos quedábamos en silencio, en solidaridad con ella.
Mi hermana Elisín me dijo que ella nunca se enteró de estos percances y por tanto no se amargó en estas fechas y encuentros familiares. Está claro que cada cual percibe y digiere los incidentes familiares a su manera.
Más información
https://lamiradaactual.blogspot.com/2015/06/obituario-pitty-santa-cruz-de-ynguanzo.html
https://lamiradaactual.blogspot.com/2020/09/el-periodista-luis-saez-angulo-ante-el.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario