Julia Sáez-Angulo
7/7/25.- El Escorial.- A mi padre lo movilizaron a filas el 1 de abril de 1939, es decir el día que terminó la guerra, el Día de la Victoria para Franco. Él no fue de la quinta del Biberón, pero casi. El ejército lo tuvo de aquí para allá en la piel de toro, durante tres años. Él contaba que conoció a fondo el Pirineo aragonés y catalán -controlando a los maquis- y que acabó sus días castrenses en el mismísimo Palacio de El Pardo, donde veía a la Guardia Mora de Franco, vestida como los Reyes Magos del belén, a caballo, con capa y turbante, tal y como los trajo el Caudillo desde África.
Siendo joven y tanto tiempo en el ejército, mi padre se acostumbró y le gustó el espíritu castrense de disciplina y camaradería que reinaba en él, por lo que sintió una gran nostalgia cuando lo licenciaron y volvió a su casa. La agricultura había dejado de interesarle, le parecía demasiado sedentaria, cuando el mundo era tan ancho y se podía viajar y conocer nuevos lugares. Pero su padre le dijo, que, con un militar en la familia, su hermano Florentino, alférez provisional, le bastaba. Alguien tendría que hacerse cargo de la hacienda. Papá se resignó.
Al igual que su hermano Toñín, se casó con Elisa, otra hija de Juan Angulo, que tenía 20 años y él 22. Al año siguiente nací yo, justo cuando el cura puso una denuncia a cuatro hombres del pueblo por difamación, entre ellos, a mi padre. Al parecer insinuaban que el clérigo iba demasiado a una casa, donde había una joven moza en la familia. Como la justicia es probatoria y suplicatoria, los cuatro hombres quedaron absueltos por falta de pruebas. Seguramente el cura se precipitó en la denuncia, pero como señalaba mi tía Doloresa Marijuán, inspectora de Enseñanza Primaria: “El compadreo en los bares de un pueblo es peor que el comadreo en las casas. El sacerdote iba a visitar a esa familia, como Cristo a Cafarnaún a la casa de sus amigos Lázaro, Marta y María”.
Mi padre dejó de hablarse con el cura y, en familia, se quiso que me bautizara don Mauricio, un sacerdote de Cenicero, pariente nuestro, que vino encantado a impartirme el primer sacramento. Mis padrinos fueron mi tío Juan Angulo Marijuán y mi prima Ana María Solozábal Sáez, que murió muy joven de cáncer de pecho, una espada de Damocles que pesa sobre nuestra genética paterna, a juzgar por las cuatro muertes femeninas que han padecido por ella. Somos genética.
Don Mauricio había sido destinado a Cenicero por el señor Obispo de Calahorra y la Calzada, para que tratara de atraer de nuevo a la grey, que se había separado de la iglesia, desde que los carlistas entraron en ella, pese a ser lugar de fuero, y fusilaron a sangre fría a la partida de liberales que había dentro. Fue una carnicería atroz, que trae a la memoria lo escrito por Pío Baroja: "El carlista es un animal de cresta colorada que habita el monte y de vez en cuando baja al llano al grito de ¡rediós! atacando al hombre". Curiosamente, fueron después los carlistas, quienes pusieron a salvo a Baroja del Frente Popular , en Navarra, durante la guerra civil .
Mi padre contaba también que una partida de carlistas se refugió unos días en casa de su abuela Máxima, en Huércanos, y la mujer se vio obligada a ir a distintas panaderías y carnicerías para disimular la acogida y alimentarlos convenientemente.
Solo mi hermana Elisín siguió las huellas del carlismo, como partido político y movimiento cooperativo, al estilo de las cooperativas de Mondragón. Viajaba con los García Romanillos y otros a visitar a don Carlos Hugo en Narbonne (Francia). Incluso guardó en casa, unas sacas con propaganda carlista, porque temían una redada. Las escondió en el hueco grande de la calefacción. Mis padres no llegaban a Madrid hasta que no terminara la vendimia y el trujal, a finales de octubre, ya comenzado el curso universitario. Mi hermana y yo estábamos solas en Madrid durante ese mes.
Cuando crecí unos años, supe por Joaquina Frías, la que fuera mi niñera, que entraba en casa cuando quería, como de la casa, y me contaba algunos de los secretos que siempre guarda la familia, el por qué me había bautizado el tío Mauricio. Pensé, siendo todavía niña, que mi padre hizo bien. Quizás temió la venganza del cura, que no me hubiera bautizado como Dios manda y yo hubiera sido pagana para toda la eternidad. Joaquina también me contó que mi nombre fue motivo de desavenencia entre mis padres. Mama, muy moderna ella, quería llamarme Yolanda o Raquel, pero papá se negó porque no eran nombres de familiar. Quería repetir el de su esposa: Elisa. Entonces mamá le dijo:
-¡Ponle el nombre que quieras, menos el mío!
Para contemporizar, mi padre me puso el nombre de mi abuela materna. Elisa quedó reservado para su segunda hija.
Con el tiempo, mi padre y el cura se reconciliaron. Todo fue porque papá era de los que van siempre con mucha antelación a las estaciones de trenes, aeropuertos, o a la iglesia. Él se fumaba un cigarrillo antes de entrar en la iglesia y coincidía siempre con el cura que iba a tocar las campanas. A base de darse los buenos días -ambos eran educados-acabaron por entablar conversación, mientras los dos fumaban.
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3 comentarios:
El universo íntimo y familiar en la vida rural, donde nació una escritora .La memoria hecha palabras.
Siempre un placer leer tus crónicas quería Julia.
Feliz Domingo.
Hola Julia, muy lindas crónicas, esta podría ser un capítulo de una novela q seria super interesante, tipo Vargas Llosa, pero claro, con tu impronta personal y fascinante, obvio. Alguna vez, cuando tengas tiempo, ¿me podrías contar el tema de los carlistas? Es q no lo tengo bien claro. Bss y buen domingo A.Z.
Entonces tu hermana era margarita? Quizás llevaba boina blanca y todo; el mundo carlista es apasionante por lo que tiene de antiguo: Dios ,patria ,rey y tb fueros y privilegios,Valle Inclán lo refleja muy bien ; ya casi es algo residual al menos en lo público pero las familias lo transmiten a sus descendientes
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