lunes, 7 de julio de 2025

RECUERDOS FAMILIARES VII.- Felicias Martínez, una abuela que fue bella, una mujer acogedora

Felicias Martínez con su esposo Antonio Sáez-Amezúa

Viñas de la Rioja (Huércanos)


Julia Sáez-Angulo

6/7/25.- El Escorial.- A la abuela Felicias Martínez Martínez (Uruñuela,1878-1961) la conocí ya anciana, con arrugas. Vestía de negro y llevaba su pelo blanco recogido en un moño, peinado habitual de las personas mayores. Al ser yo la hija de su séptimo hijo menor, tenía que suceder lo de conocerla mayor. Pero debió de ser una mujer muy bella a juzgar por lo que todos decían de su hija, la tía Florentina: “Es igual de guapa, como lo fue su madre”. La tía Floren era morena, de ojos brillantes, cabello ondulado y sonrisa lista para ofrecer a quien tenía delante. Llevaba siempre pendientes y collar de perlas, que añadían luz a su semblante, además lucía siete esclavas de oro en la muñeca, que hacía resonar en verano, cuando agitaba el abanico en la iglesia, el cine o el teatro. Una vez, me contó mamá, un espectador de teatro en Madrid, le pidió que dejara por favor de hacer ruido con el abanico”. Era más bien con las pulseras.

La abuela, además de llevar la casa con la ayuda de Concha, la criada, era tan andariega como santa Teresa de Jesús, y, pese a su edad, seguía recorriendo las viñas, porque “el ojo del amo engorda el ganado”. Era una mujer calmada, y cuando veía a algún nieto agitado o llorando repetía: “Sosiégate, sosiégate”

Como tenía cinco hijos varones, y quería guardar su virtud, la abuela Felicias procuraba que sus criadas fueran siempre entradas en años y no precisamente agraciadas. En cierta ocasión, la criada era tan fea, que los chicos la llamaban “la Reguapetona”. Tengo oído que, en cierta ocasión, alojó a una de las maestras de la escuela en su casa, mientras adecentaban su vivienda en las “Casas Baratas”, viviendas unifamiliares construidas y subvencionadas por el Ministerio de la Vivienda, junto a la carretera de Cenicero. Dos de esas viviendas estaban reservadas a los maestros que ejercían en Uruñuela.

La abuela era una mujer acogedora, siempre dispuesta a invitar a comer, si llegábamos a esa hora a su casa o a merendar su especialidad de pan con arrope o mostillo, un dulce a base de nueces hervidas en arrope. En la casa tenía un cesto alto de mimbre con visillos de ganchillo o encaje que no se utilizaban, y nos los dejaba a las nietas para jugar a “las comedias”, a vestirnos de reinas mora y cristiana. Nos zambullíamos así en “Las mil y una noches”, con aquellas vestimentas improvisadas.

La abuela tenía como criada a Concha, una muchacha de 16 años, rezongona y descarada, de quien mi abuela decía: “Me tiene más harta que el buey de paja. Yo la pondría ya de patitas en la calle, pero su madre es una buena mujer, que tiene varios hijos y necesita su sueldo”.

Concha era amiga mía, aunque no me gustaba cuando rezongaba  en voz baja: “!Esta mujer está cada día más chocha!”, porque la aludida era mi abuela. A mis ocho años, no me atrevía a contradecirla. Pero Concha era también muy graciosa, conocía todas las historias de la gente de Uruñuela y me las contaba, con todas sus picardías. Su habitación daba a una calleja estrecha que separaba las casas de mi abuela y de Ángeles, una señora soltera mayor, que había servido de joven como criada doméstica en casa de unos “señoritos” muy educados de Portugalete, y de ellos había aprendido modales y palabras, algo por lo que, más de uno en Uruñuela, la calificaba de redicha. De vez en cuando Ángeles iba con casa de la abuela; eran buenas vecinas.

Una tarde de domingo, después de comer, fuimos a la habitación de Concha y desde allí, ella me mostró una ventana de la casa de Ángeles, y en el alfeizar reposaban unas botellas altas de barro. Concha me dijo que, en ellas, Ángeles guardaba cagalera. ¡No puede ser!, le dije. Me aseguró que sí y yo le repetía que no. Para demostrármelo, Concha bajó al corral a por unas piedras, las lanzó contra las botellas y las rompió. Efectivamente un líquido viscoso apareció entre los cascos de las botellas rotas.

    Al día siguiente, Ángeles llegó a casa de la abuela y le contó que unos gamberros habían tirado piedras contra su ventana y le habían roto las preciosas botellas de barro en las que guardaba mermelada recién hecha. A Concha, que estaba presente, le entró la risa y salió de la cocina. A mí, por el contrario, se me encogió el corazón. Ángeles continuaba diciendo: “En este pueblo hay demasiado vandalismo y falta instrucción pública. En Portugalete, era distinto”. Ese día yo me sentí la más miserable de la tierra, por haber secundado aquella fechoría.

    Un domingo por la tarde, después de asistir al rosario en la iglesia, mis primos y yo fuimos a “las comedias”, que había preparado Concha y su hermana Divi, en una cochera de mi abuela. Las comedias consistían, principalmente, en cantar a capela varias coplas y pasodobles e interpretar algunos bailes. Junto a otros chicos asistentes, fuimos pagando una peseta, para poder entrar y sentarnos en el suelo. La función tardaba en comenzar y los chicos mayores comenzaron a impacientarse y a silbar. Yo sufría por Concha, porque la apreciaba. 

    Desde el camerino improvisado, con un biombo más improvisado aún, oíamos discutir acaloradamente a Concha y a su hermana Divi. La rechifla general aumentaba. Las hermanas decidieron -no sé por qué razón- no actuar y dijeron que devolverían el dinero. Todos nos pusimos a la fila para recuperar la peseta y, cuando Concha me vio, me fulminó con los ojos y dijo en voz alta: ¡Las ricas, cuanto más tienen, más quieren! Me avergoncé y me fui. Pese a que no recobré la peseta, Concha estuvo sin hablarme dos semanas, cada vez que yo iba a la casa de la abuela.

    La abuela Felicias soportó con resignación al abuelo Antonio, su marido en los últimos años, que andaba  muy gruñón. "Este hombre tiene mal cerrar", decía para consolarse.

    Felicias Martínez murió con locura senil, en la que confundía tiempo y espacio, las dos coordenadas en que nos movemos los hombres. Decía cosas incoherentes, que resultaban graciosas y penosas a la vez. Sufría zozobras a causa de preocupaciones inventadas, por la casa y las fincas. Se sentía propietaria hasta el final. Ella había olvidado su antiguo consejo de “Sosiégate, sosiégate”. Es el triste final de muchos abuelos. Y somos genética.

    Una nieta lleva su nombre: Felicitas.

Viñas en otoño. Entre Cenicero y Huércanos

4 comentarios:

Juana Mari Herce dijo...

Una familia familia que sobresale con elegancia discreta de antiguas raíces de esas familias"de toda la vida".Una familia de respeto y tradición ,de trato fino.De esas que en el pueblo mandan más que el alcalde.
Preciosa historia familiar y muy bien contada.
Un abrazo

Julia Saez Angulo y Dolores Gallardo dijo...

ADRIANA ZAPISEK: sigo encantada con tus historias familiares. Me parece que estoy viendo lo que tu cuentas y me zambullo en tu historia. Felicitaciones y espero con ansias tu próxima historia, gracias.

Julia Saez Angulo y Dolores Gallardo dijo...

ARACELY ALARCÓN: Buenos días querida Julia. Tus relatos familiares me encantan
Me he reído con las botellas “con cagaleras”

Julia Saez Angulo y Dolores Gallardo dijo...

RAÚL LAVALLE: Gracias por estos recuerdos familiares. Creo que los escritores (incluso uno de muy poca monta, como yo) tenemos la capacidad de prolongar la vida de las cosas que pasaron. Te agradezco también el recuerdo de los CLÁSICOS EBRO. No tengo la colección completa pero sí unos cuantos. Saludos, Raúl