12.11.2025.- Madrid
Julia Sáez-Angulo
Fuimos la generación del aire nuevo, la que vio abrir los balcones al mar, la que aprendió a decir “mañana” sin miedo. Nuestros padres venían del silencio; nosotros traíamos el rumor de las olas, la música de un transistor y la promesa de una vida en color.
Un verano cualquiera —quizás el del 62—aparecieron los primeros turistas. Eran altos, rubios, de piel sonrosada, y caminaban por las playas como si el mundo fuese un lugar amable. Nosotros los mirábamos con curiosidad, como quien espía el futuro. Las inglesas llevaban bikinis imposibles, los alemanes reían sin pudor. El sol era el mismo, pero su luz parecía distinta sobre ellos, como si iluminara una forma nueva de estar vivos.
En los guateques sonaba el twist, y el suelo temblaba bajo nuestros pies. Girábamos, reíamos, nos dejábamos llevar por aquella música que venía de lejos y nos abría las costuras del alma. Bailar era una forma de decir: existimos, de romper el corsé de los años grises. El cuerpo era lenguaje, el movimiento, una oración moderna.
La minifalda llegó como un rayo. Una tela breve, una revolución en los muslos, una sonrisa de Mary Quant que cruzó Europa hasta colarse en los escaparates de Madrid y Barcelona. Nuestras madres suspiraban, las abuelas se santiguaban, y nosotras sonreíamos, cómplices, porque sabíamos que en cada centímetro de tela se medía un siglo de diferencia.
Los más osados viajaban a Londres, esa ciudad que parecía latir más deprisa. Volvían con discos de los Beatles, con peinados nuevos, con historias de una boda moderna — la de Mary Quant, la novia que cambió el blanco largo por un vestido corto y una mirada libre. Decían que allí el cielo era gris, pero nosotros sabíamos que la libertad tenía colores que solo se veían desde el corazón.
Éramos una generación boom, aunque no lo sabíamos. Nos bastaba con sentir que el mundo se agrandaba, que la frontera era solo una línea de polvo en el mapa. Soñábamos con coches pequeños, con estudios, con un trabajo que nos llevara lejos, con besos a la sombra de una farola. Todo olía a futuro, a colonia barata y a esperanza recién estrenada.
En los cines, Brigitte Bardot y Alain Delon nos mostraban que el amor podía ser deseo,que la vida tenía matices más allá del deber. En los cafés, hablábamos de música, de revistas extranjeras, de esa palabra mágica que aún no sabíamos pronunciar: libertad.
Las playas del sur se llenaban de cuerpos mezclados, de guitarras y risas al anochecer. Los turistas nos enseñaban canciones en lengua diferente y nosotros les regalábamos el sol. Por un instante, el mundo parecía uno solo. Éramos jóvenes, y eso bastaba para que todo pareciera posible.
Nuestros padres planchaban la rutina, nuestras madres aún rezaban en voz baja, pero también nos miraban con una mezcla de orgullo y temor, como si en nosotros adivinaran la ruptura y, al mismo tiempo, su esperanza. Fuimos la generación del salto. Entre la sombra y la claridad, entre el deber y el deseo, entre la España de las abuelas y el eco del rock. Teníamos el corazón lleno de ritmo y la mirada puesta en el horizonte. Sabíamos que algo estaba cambiando, aunque no pudiéramos nombrarlo.
Y hoy, cuando escucho el crujido de un viejo vinilo, cuando veo una foto de aquellos veranos, siento que allí empezó todo: la música, el sueño, la osadía de creer que la vida podía ser nuestra. Fuimos el twist del amanecer, la minifalda del tiempo, la sonrisa recién lavada de un país que despertaba. Y aunque el mundo haya girado mil veces desde entonces, cada vez que suena una guitarra o alguien baila sin miedo, sé que algo de nosotros —de aquella juventud bailona, moderna y esperanzada— sigue vivo, girando todavía, en el centro del baile del mundo.










