domingo, 2 de agosto de 2020

VI DE NAVEGACIÓN POR EL MEDITERRÁNEO ORIENTAL



              A Bernard Lewis (+ 2018) y
Ramón Villanueva Echeverría (+2017),
figuras distinguidas de la historiografía y la diplomacia

Encabezado por su homérico título, este bosquejo de los tres puertos más sugerentes de la cuenca mediterránea, en su pars orientalis, podría hacer pensar que su autor poseyó (o alquiló, ¿por qué, no?) un yate para recorrer placenteramente las aguas a las que se asoman Estambul, Alejandría y Salónica. No fue en un yate de recreo ꟷa la manera que hizo tal recorrido Francesc Cambó, según cuenta en su ameno diario de viaje titulado Visions d’ Orient (1924)ꟷ sino, como es frecuente hacerlo con medios propios entre algunos hombres y mujeres de negocios, profesores de inclinación orientalista, y escritores de “perfil” literario especial, como fueron Pierre Loti en Turquía o Lawrence Durrell en Alejandría. Es así que me veo en la obligación de referirme a la causa universitaria que me movilizó en ocasiones hacia los tres emporios urbanos, portuarios y civilizatorios del Mediterráneo oriental que fueron, hace siglos, y lo son todavía Estambul, Alejandría y Salónica, también llamada, Tesalónica.
Aparte de ejercitar la falible facultad de mi memoria, pagaré en esta ocasión un tributo de gratitud a quienes favorecieron desinteresadamente mis recorridos greco-turco-egipcios, sin entrar en modo alguno en aspectos concretos de las personas[1] y de algunas de las circunstancias que concurrieron en nuestra amistad, abriéndome ellas un horizonte que hasta entonces se había ceñido a la cuenca occidental del Mediterráneo y que alentó más intensamente mi inveterada vocación mediterraneista

1.     First things, first: Estambul

Llega ahora el momento de remontarse a septiembre de 1986, para precisar que fue en aquella fecha cuando tomé tierra en el aeropuerto de Estambul por primera vez; y, afortunadamente para mí, no la única.
Se ha rememorado ad nauseam la génesis histórica del emplazamiento de Estambul: ciudad de origen griego, convertida con el nombre de Constantinopla en 330 d.C., en sede del Imperio romano de Oriente. Luego, sede posterior de los imperios bizantino y turco. Estamos pues, ante una urbe milenaria, que se asoma a lo largo del canal del Bósforo, con la mirada puesta en su desembocadura en el mar de Mármara y en el célebre estrecho de Gallípolis, de una parte, y de otra, en el Ponto Euxino o mar Negro. La impresión que causa Estambul a los visitantes de esta cosmópolis es, y ha sido siempre, deslumbrante, pero especialmente lo ha sido para las miradas que se posaron sobre el suculento patrimonio que los siglos han acumulado en su disperso recinto geográfico. Muy en particular fueron varios los pintores europeos que, contemplando tal patrimonio, contribuyeron a potenciar la imaginería orientalista del siglo XIX: Gérôme, Lewis, Delacroix, Fortuny y Tapiró, por destacar solamente algunos pinceles que sobresalieron con mucho en tal imaginería. Sin embargo, la relación de testimonios vertidos en informes diplomáticos, relatos de viajes y narrativa variopinta que inspiraron la Turquía otomana y el Bósforo superó con mucho el grado de inspiración europea que suscitaron otros territorios de Dar-al-Islam. La peculiaridad de aquella topografía, el esplendor de su arquitectura, que tanto debe al genio de Sinan Pasha, el brassage humano de sus habitantes, venidos de “provincias” del Imperio tan dispares como Tracia, Macedonia, Armenia, Siria, Egipto y las regiones berberiscas del norte de África hicieron que la sede imperial y el curso fluvial del Bósforo acapararan la atención occidental tanto en la iconografía plástica como en las descripciones redactadas por autores de rango y estilo proteiformes. Aquí procede recordar precisamente la observación de Juan Goytisolo en sus Crónicas sarracinas:

Un género híbrido como el que cultivan los verdaderos o falsos viajeros a Turquía y Oriente crea el objeto de su narración a fuerza de engarzar una sucesión infinita de referencias previas, al extremo que podría decirse: “al principio fue el texto (o lienzo) y no el modelo real”. 

  Cabe recordar aquí, también, a J. Potocki (1761-1815) y el Voyage en Orient (1835) de Alphonse de Lamartine, orientalistas precedidos por Lady Mary Montagu (1689-1762) y Lord George Gordon Byron (1788-1824), este último, más helenófilo que otomanista. Esta mera alusión a la bibliografía de épocas pasadas lleva la estricta función de evocar, dentro del marco del orientalismo europeo, la supremacía que alcanzó la musa otomana.
                                       
                              ***
     El destino final de mi viaje a Turquía, en 1986, se llamaba Ankara: la capital de los republicanos kemalistas que quisieron dar la espalda al pasado imperial de Constantinopla y al legado osmanlí que consolidó, a partir de 1453, el sultán Mehmed II, el Victorioso, con sus tropas al provocar la caída de aquella urbe en manos otomanas, transmisoras estas de un islam procedente del retropaís asiático de Anatolia. En puridad, creo que no tengo que añadir a continuación las varias ocasiones en que pude volver a Estambul, aunque ya es sabido que no existe otro amor comparable al primero.
            Hay evidencias geográficas que he podido constatar de visu contemplando su constitución diversa, como es el caso de las llanuras de Castilla, las selvas negras del sur de Alemania, los fiordos noruegos, o la inmensidad desértica del Sáhara; sin embargo, tales evidencias se difuminan involuntariamente en la fotografía mental que queda de ellas en momentos posteriores, muy posteriores. Por eso, a propósito de Estambul, en cuanto vía de agua triple entre continentes, me veo obligado a recorrer sobre el mapa, o en documentos videográficos, las características de la geografía euroasiática tal cual la recuerdo. Como sucedió, en efecto, a lo largo de un decenio, fui invitado ocasionalmente a presentar alguna ponencia académica, ya fuera a través de la Asociación de Historiadores Turcos, o de los departamentos universitarios de español de Ankara y Estambul [2]. Por ello, Asia Menor se mantuvo siempre viva en mi agenda, y ahora vive imborrable en mi recuerdo.
            Es sugestivo reconstruir las leyes que rigen la mecánica terrestre, en suma; aunque también lo sea nadar a contracorriente. Hagámoslo ahora en las aguas del canal del Bósforo, que, a partir de las islas Príncipe y la imponente fortaleza de Rumelia, hacen remontar su corriente (descendente), con destino a Gálata; convirtiendo, así, las ruinas de Troya, que quedan atrás, en el más conmovedor umbral arqueológico del Bósforo. La travesía del canal va permitiendo recuperar no solo enfrentamientos guerreros como el que mantuvieron troyanos y aqueos, sino también remembranzas milenarias de la navegación a vela por sus aguas (de un azul algo pardo a veces, y verdosas, otras), surcadas ambas riberas del Bósforo en son de paz a efectos mercantiles, en unos casos, y de guerra, en otros. Riberas que van convergiendo cuando la navegación surca por debajo del puente Bogaziçi Koprülü que une la zona asiática con la europea de Estambul. En la singladura empiezan a divisarse las suaves colinas pobladas de palacetes residenciales, amenas alamedas, pequeños muelles, embarcaderos y jardines poblados de tulipanes, que permiten ir zigzagueando entre estaciones marítimas renombradas como Besiktas y Üsküdar. Hasta que finalmente se yergue en las dos riberas otro insólito acúmulo arquitectónico levantado entre la Torre de Gálata, el barrio de Pera y los grandes bulevares como Cumhuriyet Cadessi en el distrito de Beyoglu, la céntrica plaza de Taksim, las Facultades universitarias y un infinito etcétera urbano. Y frente por frente, adelantándose en la embarcación, agua arriba, por el Cuerno de Oro, aparece el núcleo de las grandes mezquitas. Todas estas, a pesar de sus proporciones enormes, deleitan tanto al observador de Santa Sofia, como al del grandioso conjunto del Palacio del sultán o gran señor del Topkapi, y la Suleimaniya, obra del visir y arquitecto sultaní Sinan Pasha, antes mencionado. A dos pedradas de la mezquita, se alza el Gran Bazar constantinopolitano, que ha inspirado grabados por miles, y no pocas tramas novelescas del montón (salvando las de Agatha Christie, naturalmente), así como la recurrente imaginería orientalista de Europa. Finalmente, surcando las aguas del Cuerno de Oro hasta alcanzar el venerado santuario musulmán de Eyüp, al desembarcar del vaporetto, siempre habrá un par de críos de la localidad pidiendo sonrientemente alguna moneda, o, al menos, expresando en sus rostros la alegría de ser fotografiados por los visitantes que pululan en los alrededores, cuando no se agolpan inmisericordes en el legendario café Pierre Loti. Desde esta colina se divisa una considerable porción del Estambul sultaní y musulmán, cristiano, judío, posrevolucionario a partir de 1923, y con tendencia al gigantismo edilicio de los tiempos modernos, tal y como se comprueba también cuando se emprende el camino al aeropuerto de la ciudad. Al alcanzar esta altura del recorrido por las aguas del estrecho, cabe preguntarse qué urbe milenaria, o no, ofrece tanto placer admirativo como la contemplación del puerto de Estambul, que, distribuido a lo largo de ambas orillas del Bósforo, se compenetra con su patrimonio palaciego y guerrero, cargado de historia. Recordemos, de nuevo, que Bizancio fue fundada por los griegos en el año 667 a.C., para convertirse en el año 330, con el nombre de Constantinopla, en la capital del Imperio romano de Oriente, siendo posteriormente la sede del Imperio bizantino y luego del Imperio otomano. ¿Cómo no iba a generarse allí todo un palimpsesto tan deslumbrante?
            Las preferencias humanas, en cualquier orden de que se trate, son casi infinitas; y no suele importar en qué orden se establezcan aquellas ni los criterios que las gobiernen, dependiendo de quién las establece. Personalmente, me alineo con quienes recorren expectantes el puerto y las aguas del Bósforo que lo configuran. Al final del recorrido, no fui el primero en prometerse repetir el grand tour por esas aguas para regresar de nuevo al ensimismamiento que genera la inolvidable travesía de las aguas oscuras del Bósforo.
            Finalmente, no puedo hacer menos que evocar hoy aquí las múltiples atenciones que me regalaron Gül Isik Alcaç y Carmen Uriarte en Estambul y Ankara; a ello se añaden también los contactos con Ramón Villanueva Echeverría, Bernard Lewis y Muzafer Arikan durante mis varias visitas a Turquía. Asimismo, agradezco los apoyos académicos y diplomáticos de la inolvidable Isabel de Madariaga desde Londres, de Pedro Martínez Montávez y Miguel Ángel Ochoa Brun desde Madrid, así como de Robert Ilbert desde la Maison Méditerranéenne des Sciences de l´Homme en Aix-en-Provence. Todos ellos contribuyeron a que algunos libros de mi autoría, como España y la Cuestión de Oriente[3] no “resbalaran” en demasía, a causa de la impericia de un historiador intruso en el ámbito turcológico.  

2.     Alejandría
        
                            A Julia Sáez Angulo, Alejandro Lorca y Eduardo de Laiglesia,                                                     fieles contertulios de Tertumed[4]
                                                 
Allí, donde el caudal del Nilo se bifurca al aproximarse el delta a su desembocadura, están situadas, a la derecha, Port Said ¾cuya ciudad y puerto condujeron finalmente al trazado y construcción del canal de Suez¾, y a la izquierda, a unos 250 km de los arrabales cairotas del poniente, Iskandarîya, sede de la ciudad que, en el año 331 a.C., fundó Alejandro Magno. Es decir, Alejandría, donde se levantó el Faro, que arrojaba luz de orientación a las embarcaciones que surcaban el Mediterráneo en ambas direcciones, desde Gibraltar a Suez, desde el océano Atlántico al mar Rojo.
            No resulta fácil abstraerse del milenario pasado histórico de Alejandría, cuando, por tren o en automóvil, se aproxima uno a Iskandarîya, recorriendo con deleite la avenida marítima o Sharia Al Gaish, a pesar de estar abatida siempre por los vientos. Se considera el Faro de Alejandría una de las siete maravillas de la Antigüedad, arruinado por los terremotos de 1303 y 1323, amén de los anteriores avatares que la mecánica terrestre y marítima hizo sufrir a la metrópoli. Algunos de los vestigios del Faro, así como los de la antigua Biblioteca de Alejandría siguen siendo objeto de interés apasionado para la arqueología submarina.
            Como con otras tantas construcciones del Mundo Antiguo, el destino, siempre inexorable, ha ido acabando con el legado edilicio y monumental de Alejandría, si descartamos la columna de Pompeyo (sobre cuyo origen y denominación se ciernen diversas especulaciones), que está ubicada donde en la Antigüedad se elevaba el templo del Serapeum; o el magnífico Odeón, o el fuerte del sultán Qaitbey, construido sobre las ruinas del Faro en 1480. A estos monumentos podríamos sumar algunos recintos más modernos como el palacio del distrito de Montaza (cuyos orígenes se remontan a 1892) y el de Ras el-Tin (inaugurado en 1847), en tiempos del gran reformador Mehmet Ali, valí de Egipto entre 1805-1848.
La nómina del legado alejandrino, como ya se ha apuntado, ha sido socavada por varios seísmos y maremotos; ha sido injustamente una víctima de la capacidad destructiva de la naturaleza en inesperadas y crueles manifestaciones de su poder, que inspiraron unas insólitas páginas a Donatien Alphonse François de Sade, conocido como el marqués de Sade (1740-1814). Quizás resulte obvio añadir que el interregno colonial británico en Egipto (1882-1922) dejó huellas viarias, portuarias e hidráulicas que deben ser mencionadas en este magro repaso de la imperial urbe egipcia, aunque la mejor fuente (novelesca) de este capítulo se encuentre en los relatos literarios de Agatha Christie (1890-1976) y, sobre todo, de Lawrence Durrell (1912-1990). Aún así, un mero recorrido, tanto por el puerto de Alejandría ¾que mira a levante, puerto sagrado para la navegación de recreo (La Corniche)¾, como por el puerto occidental (Ras el-Tin), evidencia un alto porcentaje de visitas navieras. Creo, además, que este recorrido acapara el volumen de registros portuarios más alto de todo Egipto.
A pesar del proceso de devastación que ha ido sufriendo Alejandría, la memoria de sus excelsos sabios ¾Euclides, Arquímedes, Hiparco, Claudio Ptolomeo e Hipatia ¾eleva la grandeza de su legado al recorrido histórico del conocimiento científico, más allá del fúnebre romance que protagonizaron en Iskandarîya Marco Antonio y Cleopatra, inmortalizado por Shakespeare [5] y banalizado, empero, por la cinematografía de Hollywood.

3.     Tesalónica

                                  A Miguel Ángel Ochoa Brun, amigo dilecto

Hacia finales de 1998 coincidimos en Atenas Ioannis Hassiotis, Pedro Bádenas y el autor de estos recuerdos. Celebramos la coincidencia de encontrarnos en la capital de la Politeia, con motivo de la invitación que se nos cursó por parte de los organizadores de un prometedor acontecimiento académico[6].
Ioannis Hassiotis tuvo la idea, muy peregrina, de proponernos a Pedro Bádenas y a mí una corta visita a Tesalónica. Estando en territorio griego ¿cómo podíamos no aceptar la invitación cursada, siendo, nosotros, dos de sus apreciados colegas españoles, a los que Hassiotis había tratado con asiduidad en sus estancias (pequeño-sabáticas) en Madrid?  No habría sido cortés por parte nuestra declinar la invitación. Así ocurrió mi visita a otra de las ciudades mediterráneas cargadas de historia hasta la saturación.
Tesalónica es fronteriza al norte con Macedonia y la Calcídica, península, refugio monacal y “punto de resistencia” greco-ortodoxo, desde el monte Athos, o Ágion Óros, frente a la prolongada ocupación turca de Grecia. Además de la atrayente ubicación geográfica de la ciudad, por si fueran escasas e irrelevantes las referencias al principal puerto del mundo de los Balcanes, el autor de estas cuartillas se sintió inspirado por la llamada marítima que suscita el bello golfo de Tesalónica; no pudo resistirse, en consecuencia, a la oportunidad de hacer el recorrido de una ciudad legendaria, volcada con plenitud al mar Egeo. Y, además, de la mano de dos destacados helenistas, helenófilos y amigos sin par.

***
            En mi recuperación de aquellos días pasados en Tesalónica, y de la ulterior incursión en la península de Calcídica, me ha sobrevenido a la mente el concepto de palimpsesto, o manuscrito antiguo que conserva huellas de escrituras anteriores (según la Real Academia Española). Dicho metafóricamente, un palimpsesto podría significar la superposición gradual de los pueblos y civilizaciones mediterráneos que en el decurso de algo más de veinticinco siglos han dejado admirables huellas arquitectónicas, epigráficas, literarias (épicas o líricas) y alguna que otra concepción de la historia del universo-mundo que en el espacio germánico de Hegel vino a llamarse Weltanschauung.
            El recorrido, los paseos, que, desde el centro y la periferia de Tesalónica, llevé a cabo con Ioannis Hassiotis y Pedro Bádenas me fueron revelando no solo el pasado aqueo y grecorromano, sino bizantino, también, de la ciudad hasta que en 1453 los otomanos coronaron su ocupación previa de Anatolia y la Tracia con la conquista de Constantinopla, o Eistenpolis (Estambul), como oí llamarla en su día al insigne arabista e historiador Emilio García Gómez (1905-1995).  
            Desde la avenida marítima de la ciudad de Tesalónica (plaza de Aristóteles) se abre el panorama que brinda su golfo infinito y se intuye un puerto que es solo secundario con respecto a El Pireo de Atenas, Sin embargo, si se contempla Tesalónica desde la terraza del Hotel Makedonia Palace, no es menos espectacular el panorama que se despliega a la vista. Se puede comprobar, por tanto, cómo la geografía (¡siempre, la geografía) marcó el destino de una polis, mercantil donde la hubiera, en aguas del mar Egeo; enclave urbano, forjador de una encrucijada de destinos franco-cristiano-ortodoxos, luego turco-otomanos a partir de 1453, y ciudad de acogida para los judíos expulsos de Castilla y Aragón a partir de 1492, y de Portugal a partir de 1497. Destino histórico enriquecedor a la postre, aunque lleno también de paréntesis amargos. Recuérdese, a título de ejemplo, hasta qué grado las guerras balcánicas de 1912-1913 asolaron el sureste de Europa y afectaron a Tesalónica, como lo hizo, también, el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial, en julio de 1914 hasta la firma del armisticio en noviembre de 1918. Y por invocar, una vez más, el rigor de las desdichas, mencionaré la ocupación de Grecia por el ejército del Eje en abril de 1941, vía Yugoslavia, ocasionando el exterminio, cuando no expulsión, de sus enraizadas juderías sefarditas. Y por aquello de que una adversidad puede generar el pavimento de otras venideras, recuérdese el incendio que en 1917 arrasó la ciudad de Tesalónica, así como el terremoto devastador que sufrió en 1978, y que vino a dar al traste con la ciudad que había sido reconstruida en la Posguerra,
            Hay también en mi recuerdo de aquella visita a Tesalónica la necesidad de hacer evocación ocasional del golfo que se abre a los pies de sus orillas, de sus apasionantes museos (etnográfico y arqueológico) y de la vivacidad de su “levantina” población; de gentes que, humanamente, se asemejan a otro de los palimpsestos con que nos obsequia el dramático decurso histórico de los pueblos y civilizaciones del Mediterráneo oriental, antes y después de la guerra de Troya.
            Gracias, profesores Hassiotis y Bádenas por una visita que no fue prevista por los organizadores del congreso en Atenas, pero que vino a paliar mi difícilmente excusable desconocimiento de Grecia, espacio que fue cuna y fulcro sin par de civilizaciones


[1] Al final de este capítulo se mencionan todas ellas, de las que no puedo olvidarme tan fácilmente por sus amigables y generosas atenciones conmigo en Estambul y Ankara.

[2] Una de estas ponencias formó parte del homenaje rendido en vida, en la Universidad Autónoma de Madrid, al profesor y antiguo colega del departamento de Historia Contemporánea, Javier Donézar, fallecido hace unos años. En sus páginas se relata cómo se forjó, muy espontáneamente, la camarilla hispano-turca de entonces. Véase “Tres décadas de colaboración cultural hispano-turca: una rememoración de autor”. El poder de la historia. Huella y legado de Javier Mª Donézar Díez de Ulzurrun; coord. por Pilar Díaz Sánchez; Pedro Martínez Lillo; Álvaro Soto Carmona; prólogo de Miguel Artola. Madrid: ed. Universidad Autónoma de Madrid, 2014, v. 2, p. 273-288.


[3]  Monografía editada por el Ministerio de Asuntos Exteriores (Madrid, 1992; Biblioteca Diplomática Española) y prologada por Bernard Lewis.
[4] Tertumed es una tertulia sobre el mundo mediterráneo y sus relaciones exteriores en perspectiva histórica y actual, que, desde hace tres años, reúne en pequeño comité a historiadores e internacionalistas, economistas, politólogos, periodistas y diplomáticos.
[5] Recuérdese cuando al final de la tragedia, Cleopatra, reina de Egipto, decide morir envenenada por la mordedura de una serpiente e invita al reptil a que cumpla su voluntad: With thy sharp teeth this knot intrinsicate. Oh, life atonce untie. Poor venonous food. Be angry and dispatch.
[6] En puridad, fuimos invitados a disertar en el congreso sobre España y la cultura hispánica en el sureste europeo celebrado en Atenas entre los días 2-4 de diciembre. P. Bádenas era entonces profesor investigador en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, y Hassiotis lo era de Historia Moderna en la Universidad de Tesalónica.

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