lunes, 14 de septiembre de 2020

Florencio de la Fuente: El Quijote del Arte. Memorias (II). De pastor en Villanueva de Guadamejud (Cuenca) a coleccionista en Madrid



 Florencio de la Fuente. Retrato por Juan Gomila


Trascripción y redacción: Julia Sáez-Angulo

                  16.09.2020 .- Madrid.- 
        Fue un continuo dolor de oídos el que me llevó a Madrid desde el pueblecito conquense de Villanueva de Guadamejud (Cuenca), en el que yo había nacido el 10 de mayo de 1926. No había manera de curar mi dolor en el pueblo y mi madre contempló la posibilidad de llevarme a un especialista, un otorrino-naringólogo en la capital de España. La idea de viajar a Madrid me emocionaba, así que yo insistía en que no podía parar de dolores para ir a la ciudad, por lo que mi madre abogó ante mi padre en la necesidad de ir a un médico madrileño que sabría más que el del pueblo. Quizás tuvieran que operarme. 
      Yo tenía trece años, era el menor de siete hermanos; cuatro varones y tres mujeres: Fidel, Luisa, Pedro, Benita, Felisa, Gonzalo y yo, el más pequeño de todos; el único que hoy vive todavía y mi hermana Luisa que está en una residencia de ancianos. Mis padres se llamaban Felipe de la Fuente Sevilla y Luisa Sanz. Éramos todos medio analfabetos, pero yo tuve mucho empeño en aprender a leer y escribir en el mismo pueblo. Algunos señores que veían mi inquietud en este sentido, le decían a mi padre: “Este chico vale mucho; es muy espabilado”. Hubo incluso un señor que trabajaba en el Catastro de Cuenca que le pidió a mi padre que me permitiera ir con él para promocionarme, pero mi padre se negaba: “¿Cómo te voy a dar al hijo, si me ayuda a llevar el ganado?" Yo le acompañaba con el rebaño a salir del pueblo, pero enseguida quería volverme para ir a la escuela.
-Padre, ¿me vuelvo ya?, era mi frase repetida cada día.
-Pero ¿Cómo te vas a volver, si apenas hemos salido del pueblo y ahora empiezan los trigos?- solía responderme mi padre.
Mi progenitor era pastor de ovejas y yo iba para pastorcillo como él. Era mi futuro, pero la providencia quiso que mi destino fuera otro. Mis padres trabajaban el campo para los Jarabo, de la familia del célebre jurista Ruiz Jarabo en Madrid. Ellos eran los amos. Con el tiempo yo mantuve una buena amistad con el cirujano José María Sanz Jarabo y otros hijos del amo.

Siendo niño, he conocido Villanueva de Guadamejud sin electricidad; al anochecer se ponían candiles en la plaza donde acudían los mozos. Y las mozas, muy pícaras, salían a esa hora a llenar sus cántaros a la fuente para encontrarse con ellos.
      Mi madre era una mujer animosa, valiente y analfabeta. Tenía corazón para todos y cada uno de sus hijos, como demostró con su preocupación e insistencia para pedirle a mi padre que me llevara a un médico especialista en Madrid.
En el Museo de Requena organicé una exposición en el año 2006 en homenaje a la mujer; en realidad la hice pensando en mi madre. Un homenaje a Luisa Sanz. De ella guardo un bonito retrato, un dibujo a lápiz (23 x 20 cm.) que le hizo Pedro de Matheu en 1952. A mi padre, el retrato en dibujo se lo hizo Manuel  Herrera en 1992. Los dos son joyas para mí.
     
      Mientras se decidía si me operaban del oído o no, yo vivía con mi hermana Luisa, que estaba en Madrid trabajando como empleada en el servicio doméstico, la salida habitual para muchas chicas de pueblo. Hoy puedo compensarle su albergue en Madrid, porque está ingresada en una residencia de ancianos en Cuenca y yo le ayudo a pagarla. Voy a visitarla todos los lunes, antes de volver a Madrid y después de pasar el fin de semana en Huete.
Recuerdo que estando en Madrid, al salir del Hospital de Atocha, hoy Museo de Arte Contemporáneo Reina Sofía –una premonición artística-, entré en el Museo del Prado y poco menos que caí en arrobamiento delante del Descendimiento de la cruz, un cuadro que el holandés Roger van del Weyden (1399–1464) pintó en 1435. Veía como la muerte se había apoderado de la carne del Crucificado por su color macilento. Me quedé con el nombre de este pintor, porque me parecía que había pintado un prodigio. Las visitas al Museo del Prado se repitieron y yo aprendía cada día más; me detenía con frecuencia en un cuadro hasta sacarle todo el jugo de lo que habría podido decir el artista. Poco a poco me di cuenta de que yo iba contento al Museo del Prado y salía triste; comprendí que acudía contento, porque iba a ver pintura, pero regresaba entristecido porque no podía llevarme ningún cuadro para seguir mirandolo. Esta carencia se me quitó el día en que adquirí para mí el pequeño cuadro de Alejandro Comas en el anticuario del que ya he hablado. Yo también tenía una pintura en casa para poder contemplarla.

      El viaje a Madrid en 1942 fue una experiencia única. Aunque eran los años 40, poco después de la guerra civil, la ciudad me pareció una maravilla comparada con mi pequeño pueblo de la Alcarria. Se me antojaba un espacio de grandeza y libertad, de posibilidades de todo tipo para salir de la pobreza, de mi destino previsto como cabrero o pastorcillo de ovejas. No me engañé. Decidí quedarme a trabajar en la ciudad y encontré un puesto de repartidor en una mantequería, una tienda de ultramarinos, como entonces se llamaba a las de alimentación. Yo me hacía querer o los clientes me querían, que viene a ser lo mismo. Recuerdo que uno de los clientes de la tienda era la familia del niño Enrique Loëwe, hoy presidente de la Fundación Loëwe, que era un chico precioso que no quería comer, salvo cuando llegaba yo y le distraía con mis gracietas o carantoñas. La chica de servicio me esperaba para que le ayudara en la tarea de dar de comer al pequeño. Yo le decía moviendo las manos: ¡Quique lobete! ¡Quique lobete! Se reía tanto que disfrutaba un montón. Abría la boca y la muchacha le metía una cucharada de la comida. “Ahora come”, le pedía yo con cariño y el niño comía para que yo siguiera haciéndole gracias.
      En Madrid yo trataba de superar mi carencia de estudios y de educación académica. Lo hacía leyendo atentamente el ABC, el periódico que me formó de veras con sus informaciones, artículos, entrevistas y columnas, sobre todo de arte. Yo lo desmenuzaba todo y trataba de aprender nombres y fechas. Mi bachillerato fue el diario ABC y su buena escritura. En él fui aprendiendo mucho de arte y artistas, de escritores y de cultura en general.
      Don Enrique Loëwe, el padre de Quique, me llamó un día y me dijo:
      -Florencio, le voy a quitar de repartidor a la tienda de ultramarinos.
Me llevó a trabajar a Loëwe, subiéndome el sueldo. Valió la pena aquella promoción tan estupenda. Entre los Loëwe, que eran todos rubios por ser de origen alemán, yo destacaba con mi color moreno barnizado, cetrino de pueblo al sol.
A través de los Loëwe, conocí a la familia del pintor Pedro de Matheu, un encuentro que iba a cambiar definitivamente mi vida. Era una familia cosmopolita que había vivido en París, donde Pedro de Matheu había desempeñado un cargo diplomático para su país, El Salvador. Su madre se llamaba doña Mila Montalvo de Matheu, era hija de un célebre general de la guerra entre El Salvador y Guatemala. Su marido, Pedro Jaime de Matheu, había sido embajador en Madrid y en París; más tarde fue secretario del Comité de los Juegos Olímpicos con el barón de Coubertin. La casa estaba llena de condecoraciones de ese hombre diplomático, ¡más de cuatrocientas!
La hermana de doña Mila, Consuelito Montalvo, estaba casada con el doctor don José Luís Rodríguez Candela, el que trajo la insulina a España. En la casa, lógicamente, había cuadros de Pedro de Matheu y yo me quedaba mirándolos, cuando iba a llevarles algunos paquetes de la casa Loëwe. Mi aire seguía siendo insignificante, el de chico de pueblo, bajito y renegrido, por lo que a doña Mila le chocaba aquel interés mío por la pintura. Le dije que yo visitaba con frecuencia el Museo del Prado y que tenía ya tres cuadritos comprados en mi casa.
-¡Que me dice usted!- exclamó  ella, que no se esperaba una cosa así. –Pues le voy a invitar a tomar chocolate con churros una tarde, para que conozca a mi hijo pintor, Pedro de Matheu y converse con él.
Así fue como yo entré en contacto con el maestro salvadoreño de la pintura, que llegó a contratarme como su secretario para que siguiera puntualmente sus asuntos, principalmente la correspondencia, porque él viajaba mucho por distintas ciudades para pintar paisajes urbanos por toda la geografía española. De hecho, cuando murió me nombró albacea, para que yo dispusiera de aquellos cuadros pintados y para que los destinara a distintos museos de las provincias que él había pintado. Así lo hice.
Doña Mila y Pedro de Matheu fueron mis padrinos de confirmación en Madrid. Como yo había pasado la guerra en zona republicana, no había recibido el sacramento de la confirmación y ella quiso que lo recibiera en Madrid. Era una familia muy religiosa. Juntamente con su hijo, los dos hicieron de padrinos y así los consideré siempre; ambos fueron mis protectores. Por este hecho, siempre que hablo de Pedro de Matheu le llamo mi padrino.

A través de Pedro de Matheu, yo fui conociendo a numerosos artistas, médicos, diplomáticos y escritores. Con ellos, aprendí mucho. Por su casa venían artistas e intelectuales de la talla de don Daniel Vázquez Díaz, Benjamín Palencia, don Eugenio D´Ors... También familias de la burguesía o de la nobleza como los Téllez Girón, los Osuna, los duques de Pastrana, el conde de Mayalde, los Santo Floro, Casarroja, Albo, Pizarro, Entrecanales y Tavora, Ardavín... incluso conocí y saludé a Don Juan de Borbón el conde de Barcelona, y a una tía suya que vivía en Sanlúcar de Barrameda. Con algunos de ellos sostuve cierta relación amistosa, siempre dentro del respeto. Recuerdo que en cierta ocasión almorcé en el restaurante Victoria de San Lorenzo de El Escorial junto a doce cardenales y obispos que viajaron para un asunto del Papa. Lo había organizado todo un amigo de Falla, que trabajaba para la Fruit Company en América Central. Estuve cerca de un mundo culto y maravilloso, que nunca pude soñar.
Los Matheu estaban emparentados con títulos de la nobleza afincada en el sur de España; tenían varios próceres en la historia de América en su trayectoria. Era una familia que adoraba Andalucía y pasaba largas temporadas allí, sobre todo en Puerto Real donde vivía la hermana de Pedro. Entre tanto yo llevaba la casa y los papeles de la administración de pisos alquilados. De vez en cuando le mandaba al pintor lienzos y colores para que siguiera trabajando. Doña Mila quería que su hijo soltero, Pedro de Matheu, tuviera siempre cerca de él alguien que lo cuidase cuando ella faltara; quería que fuera yo, pero el pintor murió antes que su madre, a los 65 años. Me llevaba 26 y yo le cerré los ojos como él me había pedido en vida.
Alguno de los pintores que venían por casa me llegó a estimar de veras, como don Daniel Vázquez Díaz, que llegó a pedirme que posara como modelo en una ocasión, para pintar una cuadrilla de toreros y peones. Mi aire de moreno renegrido era muy adecuado para la ocasión. Pedro de Matheu no me pidió nunca ser su modelo; lo suyo era fundamentalmente el paisaje. De Pedro de Matheu he conservado dos retratos a lápiz sobre papel que le hicieron R. Álvarez Ortega en 1951 y Vázquez Díaz en 1959 –una cabeza soberbia. 
También tuve la ocasión de conocer a dos actrices bellísimas,  primero a Ava Gardner, cuando estábamos cenando en un restaurante chino de la calle Valverde. Iba vestida de negro y mirar sus ojos era todo un espectáculo. A Sofía Loren la conocí cuando viajó a Madrid a un festival que tuvo lugar en el cine Amaya. Era una mujer desbordante. ¡Se le salían los pechos!

Al poco de morir mi padrino en 1965, me llamó Rodolfo Barón Castro, secretario de la Organización de Estados Iberoamericanos (O.E.I.), que tenía la sede en el 38 de la calle Bravo Murillo de Madrid. Él era un personaje muy culto que llegaría a ser presidente de la UNESCO. Tenía nacionalidad salvadoreña, por lo que conocía bien a Pedro de Matheu y quiso que, a su muerte, yo trabajara en la O.E.I. con funcionario. Fue una buena salida profesional para mí, y en esta institución estuve hasta que me jubilé. Allí traté también con gente interesante e interesada por el arte como Raúl Chavarri, que hizo la presentación de algunas de las exposiciones temporales que llevé a cabo con mis obras.


* Mañana: Florencio de la Fuente: El Quijote del Arte. Memorias (III) Museo de Arte Contemporáneo de Huete

1 comentario:

Unknown dijo...

Florencio de la Fuente fue un gran hombre. Tuve el honor de conocerle y fue una de las personas que más amase el mundo de la.pintura. siempre que nos juntabamos un grupo de amigos el tema era la pintura y nos contaba historias relacionadas con su padrino, eran interesantísimas. Yo era muy joven y creo que aquellas reuniones sirvieron para amar más la pintura y conocer a pintores de la época. Asistí a la inauguración del Museo en Huete y vi a un Florencio explendida, feliz de haber conseguido tener un Museo con obras de pintores tan conocidos y queridos para él. El Museo es una maravilla y recomiendo ir a visitarlo.