ROBERTO ALIFANO. Escritor y periodista
06.02.2021.- Buenos Aires.- Decir que Enrique Molina fue un distraído de los asuntos mundanos que a todos nos atañen, resultaría quizá ofensivo; algo así como pintarlo con una mano de barniz incoloro. Enrique era esencialmente un poeta con todas las letras y un alma grande; pero en la vida real fue el hombre más despistado que conocí, y no dudo para nada en sostenerlo. Esto, claro, tomando todas las precauciones de un genuino surrealista y haciendo honor a la corriente que representaba como su máximo exponente entre nosotros. Enrique no se privaba de nada; menos aún de vivir en la estratosfera, sobrevolando una nube de irrealidad en este valle de lágrimas y martirios. Por supuesto, no le faltaban razones para justificarse sabiamente. A nuestro aedo le sucedían las cosas más insólitas, que eran estímulo de su imaginación, y a él encantaba relatar a sus amigos con una candidez increíble o con una lucidez espeluznante, para luego trasladarlo a sus prodigiosos poemas asistido por una lírica apabullante de belleza.
En la remota década del ’60 cuando le conocí Enrique era ya un consagrado y maduro poeta; yo tendría dieciséis o diecisiete años. Dos aedos-editores me acercaron a él, el español Arturo Cuadrado y el entrerriano Tilo Wenner. Fue uno de mis primeros maestros y paradigmas; pues quién no quería parecerse a ese titán de la poesía y entretejer versos imposibles con la destreza de un malabarista en el trapecio. Formamos después un trio inseparable con uno de los hermanos Illescas, los hijos del famoso juez que condenó a cadena perpetua al múltiple asesino Mateo Banks. César Illescas (apodado “el Cabeza”), había sido su incondicional compañero de la infancia y nunca dejó de ocuparse de él; recuerdo que nos reuníamos casi a diario en el pequeño y exquisito restaurante llamado “La Reja”, ubicado en la esquina de las calles Laprida y Gutiérrez, en el barrio de La Recoleta. Un sitio de encuentro donde se comía como los dioses y por donde aparecía muy seguido el célebre “Macoco” de Álzaga Unzué, nuestro primer playboy, que se convertía, por sus gloriosos antecedentes, en el centro de la mesa. Agrego que al genial Enrique lo admiré de entrada. Más tarde trabajé con él y con Olga Orozco, que fue su pareja, en la legendaria guía Índice del “Hueso” Garciarena (llamado Enrique como él, pero al que se lo conocía por ese apodo que le puso Olga, debido a su tacañería). Miguel Brascó, el dibujante humorista, gourmet y bonvivant; además de inspirado poeta, era otro de los que integraban aquel grupo memorable. Con ellos recorrí, siendo yo muy joven, buena parte de nuestra América Latina.
Enrique Molina era hombre de la aurora y del crepúsculo, y también de los mediodías luminosos. Adoraba el sol tropical que cuando estaba en Buenos Aires y no en Copacabana, lo suplantaba con egoísmo sano y empecinado en una de las mesas ubicadas en la vereda del café de Santa Fe y Pueyrredón. Era el novio declarado del trópico y de sus leyendas y de toda esta América que había recorrido palmo a palmo desde Cartagena de Indias y Bucaramanga hasta Río de Janeiro, pasando por Bello Horizonte y Pernambuco; tampoco descreía de los prodigios que narraba en sus poemas, inspirados en muchísimos de sus viajes.
Era propenso a creer en los mitos mágicos y primitivos, y le encantaba capturar ese trasfondo insólito y revelador. Muy joven se recibió de abogado para dar por cumplido el deseo paterno; pero no bien obtenido el título, lo puso en esas severas manos y se embarcó como marinero en un crucero de carga griego en el que navegó por buena parte de los mares del mundo. Durante esas travesías, poco cuesta imaginar que allí fue creciendo el enorme poeta que había en él. El estallido azul del mar y la alternancia de puertos y horizontes hicieron seguramente que su inspiración deviniera en versos espléndidos haciendo que su poesía hunda insólitas metáforas en la realidad como un filoso cuchillo.
Aquí estás ahora fuera del mundo.
Hacia ti se prolonga una desconcertante continuidad
de sucesos generalmente insensatos, que corresponden
a tu extraña condición humana,
Miras cómo la mujer se desnuda y te ofrece el esplendor
de todas las gracias del oleaje, después
la memoria grabará su partida en los más hondos horizontes…
Quizá cometa una infidencia al revelar un romance con “la mujer más bella y estrafalaria que te puedas imaginar”, como él la calificó; ese fue uno de los amores más fantásticos de nuestro sensual vate, que, tal cual como su preciosa poesía impregnada del más rotundo surrealismo lírico nos hacía estremecer cuando lo contaba. El amorío lo protagonizó con una señora excedida de peso, pues le encantaba la gordura femenina, que era coja como el gran Quevedo, pero “cocinaba unos guisos cervantinos cautivantes de sabrosos y unas empanadas dulces de hojaldre, tan seductoras a la vista como apetecibles al paladar, que ni te digo”, y que él las describía con acompañamientos de manos como si dirigiera la Orquesta Sinfónica Nacional imitando al maestro Pedro Calderón; sin batuta, claro, pero con gestos chejovianos que nos hacía agua en la boca.
Durante aquel enamoramiento desapareció por un largo tiempo y era que la tal matrona lo tenía secuestrado en la torre de una casona del barrio de Belgrano. A este secuestro -y a las empanadas- nuestro surrealista amigo le debe muchísimos poemas. “¡Ah, desde el punto de vista culinario, entremezclado con el lírico esos días fueron inolvidables de maravillosos -me dijo entrecerrando los ojos y casi lagrimeando por la evocación-. Aquellos guisos y esas empanadas que cocinaba mi musa, me hicieron perder la voluntad. Por otro lado hacer el amor con aquella matrona era como viajar en una nube. Su obesidad era irresistible. Yo estaba secuestrado, es cierto, pero volaba en aquellos brazos y sabores; guisos y empanadas me inspiraron muchísimos versos ¡Qué más se puede pedir en esta vida!”
Pero no todo es materialismo en esta loca existencia y la inspiración suele suceder a la par. He aquí uno de los frutos de aquel insólito romance:
La mujer de los pechos oscilantes deja posar sobre ellos
a las mariposas, al temblor de las hojas en la brisa,
al aullido del gato nocturno.
Sus dientes destilan un licor muy dulce,
se producen también circunstancias
incitadoras de fantasías y hay más descripciones.
¿Qué se ha visto?
Madonas inasibles yacentes en pantanos perfumados,
sinfonías de lo profundo del ser en los más hondos,
soles corporales, vestigios de la dicha
cuya llama se irisa en la médula, un clamor
en la concavidad desolada del día…
Demás está decir, que aquello luego se transformó en un libro con alas propias y salió a conquistar otros cielos del planeta. En octubre de 1985, la Universidad Autónoma Metropolitana de México le publicó El ala de la gaviota, y dedico varias jornadas al estudio de su poesía. Enrique, ya alejado de su musa, no cabía en su emoción. Y toda vez que estaba al alcance de su mira disparaba un rotundo verso colmado de sugestión amorosa:
Cuando un hombre y una mujer que se han amado se separan
se yergue como una cobra de oro el canto ardiente del orgullo
la errónea maravilla de sus noches de amor
las constelaciones pasionales
los arrebatos de su indómito viaje sus risas a través de las piedras
sus plegarias y cóleras
sus dramas de secretas injurias enterradas
sus maquinaciones perversas las cacerías y disputas
el oscuro relámpago humano que aprisionó un instante el furor
de sus cuerpos con el lazo fulmíneo de las antípodas
los lechos a la deriva en el oleaje de gasa de los sueños
la mirada de pulpo de la memoria
los estremecimientos de una vieja leyenda cubierta de pronto
con la palidez de la tristeza y todos los gestos del abandono…
Unos días antes, por pedido del ilustre director de la revista Vuelta, el generoso Octavio Paz, mantuvimos un diálogo asombroso, no ya en la casona de Belgrano, sino en una pensión de la Avenida de Mayo, donde residía en ese momento recuperándose de los embates de su inspiradora cocinera. Entre mate y mate conversamos largo y tendido. Cuando de poesía se trataba, Enrique Molina hablaba en serio. He aquí una muestra de sus hondos e irrebatibles conceptos:
“Como aclaró Stephan Mallarme, la poesía se hace con palabras -empezó por decir-. Pero, en verdad, no es fácil definirla con palabras, ya que si la definición es partidaria o la expresión de una tendencia determinada, siempre la desbordará. En cambio, si abre un ángulo más vasto es probable que abarque una sombra, un golpe de ola, una lágrima observada fuera de su contenido emotivo. Pienso en algo simple como el mágico deslizarse de esa gota a lo largo de una mejilla de mujer, o el esplendor en la pasión de los ojos de dos amantes que se miran obnubilados; quizá eso nos revela el secreto. Se me ocurre también que en las relaciones caníbales de las suntuosas alcobas mentales del deseo, puede haber otra definición. Sin embargo, en cualquier situación la realidad produce estímulos que al tocar la sensibilidad del poeta le abren paso hacia la poesía. Yo diría que para mí poesía es ese bloque de noche apoyado sin auxilio sobre un corazón, ese trozo de queso fastuoso posado sobre un rudo tablón en la cueva de Robinson Crusoe. Cuando yo pienso en la poesía es como si cada día, al reunir mis huesos esparcidos por la marea en el piso del dormitorio, sintiera en ellos el zumbido del Ecuador, en el que reconozco –y me reconozco- en ese arte de la emoción y la palabra. Y de la imaginación, claro.”
En los comienzos de la década del ‘90 viajamos juntos a Alemania. Un pintor muy loco, llamado Batuz, nos hizo invitar por un organismo cultural del Gobierno. Fueron diez deliciosos días memorables al lado de Enrique con el que recorrimos buena parte de la región del Rin, donde nos deleitamos con el delicioso néctar de los incomparables vinos blancos, quizá la mayor herencia que dejaran los romanos en su paso por allí. Enrique, asistido por una mochila y dos copas, me hizo acompañarlo en un brindis permanente por la vida prodiga que nos deleitó durante ese paso memorable por el país de su tocayo Enrique Heine.
Su poesía también se extendió hacia la pintura y el collage, donde concibió admirables apariencias en un espacio onírico de pureza y enigma que se relacionan íntimamente con su lírica surrealista. Escribió, además de numerosos libros de poesía, la perdurable novela Una sombra en la que sueña Camila O'Gorman, inspirada en la historia de amor del sacerdote católico Ladislao Gutiérrez, que escandalizó a Buenos Aires en el siglo XIX y tuvo un final trágico en manos del tirano Juan Manuel de Rosas que los hizo fusilar. El texto fue llevado con éxito al cine por la directora María Luisa Bemberg con los actores Imanol Arias, Héctor Alterio y Susú Pecoraro,
Enrique Molina nació en Buenos Aires en 1910 y nos dejó, para sumarse a los más, en 1997. ¡Qué pena y qué negligencia imperdonable, mereciéndolos, no se lo distinguió ni con el Premio Princesa de Asturias ni con el Cervantes ni con el Nobel siquiera!
No hay comentarios:
Publicar un comentario