Julia Sáez-Angulo
Es un artista respetado y temido por otros pintores. Su opinión es implacable, feroz. Enrique Barandiarán Allende (Madrid, 1924), pintor de familia vasca afincada en la capital de España ha gozado siempre del respeto de sus colegas, que a su vez deseaban conocer su opinión crítica sobre otros artistas porque sabían que era implacable y sincera, lo que le acarreó no pocas contrariedades. El pintor firma siempre Barán porque así se lo recomendó don Daniel Vázquez Díaz para que no se le confundiera con otro artista.
Coincidió en el tiempo de estudio en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando en Madrid con Manuel Ortega, Revello del Toro, Farreras, Agustín Úbeda y otros, pero Barandiarán siempre fue por libre sin preocuparse lo más mínimo del comercio o la proyección de su obra.
Reconoce que en sus comienzos tuvo mucha suerte al exponer en la prestigiosa galería Buscholsz, en Recoletos, 3, donde algunos artistas como Larra, Lago y Valdivielso afincaron su fama en los años 50 del pasado siglo, si bien a Enrique Barandiarán solo le interesaba la pintura de este último.
Barandiarán cuenta que vendió una obra a una extrajera, pero esta insistía en que se la firmara a la hora de pagar. El pintor se resistía alegando que la firma estropearía la composición con nuevas notas de color. La cliente insistía, el galerista también, el autor se resistía, hasta que fue compelido por el segundo que tuvo que redondear la firma porque el pintor se resistía a terminarla.
Barandiarán es un personaje singular, único y feliz a su manera. Nunca ambicionó la posteridad, estimaba que con tener un reconocimiento presente ya le bastaba en la vida, si bien era exigente con su obra.
Después de Buschholz expuso en Bilbao y allí lo recibieron con los brazos abiertos por ser un artista procedente del país vasco, lo que no dejó de provocarle cierta perplejidad. Vendió todos paisajes que hizo del norte, en especial los de la ría bilbaína y Altos Hornos.
Los pintores Ibarrola y Oteiza, con los que tuvo una buena relación le auguraban un rico futuro comercial si se iba a vivir al país vasco y seguía pintando y exponiendo sus paisajes en zona. Aquello le parecía exagerado y disparatado a un artista que se encontraba a gusto en Madrid. “Estuve algunas temporadas con Oteiza en su casa de Orio”, cuenta Barandiarán, quien no se muestra entusiasta de la pintura vasca, salvo la de Regoyos. Para él, Zuluaga es sólo un pintor correcto.
“Después expuse en Zaragoza donde vendí unos cuadros a un gobernador civil. Allí me apoyó con su amistad el arquitecto y pintor Santiago Lagunas, un ser singular que me invitaba a comer con frecuencia a su casa, donde siempre se preparaba la mesa con un cubierto más para el invitado sorpresa de Lagunas. Mi relación con él fue muy cordial y guardo un grato recuerdo”.
Un coleccionista entusiasta
“Tuve un coleccionista muy entusiasta de mi obra, el empresario norteño Félix Valdés, que me compró bastante obra. Él era un hombre que tenía en su casa cuadros de Goya, Solana, Ribera, El Greco, Regoyos…Tenía un hijo joven que pintaba muy bien y el padre me pidió que le diera clases. Le dije que yo no era docente pero que podríamos pintar juntos y así lo hicimos. Era un muchacho con talento que después se malogró”, cuenta Barandiarán.
“Yo iba entonces a los cursos de verano de la Universidad Menéndez Pelayo en Santander, allí hacía muchos dibujos con barras de cera y los vendía. El director del Museo de Arte Moderno en la Biblioteca Nacional me compró el apunte que le hice a su mujer”
“Mis colegas pintores, entre ellos García Ochoa que solía elogiarme mucho, me decían que yo debiera ir a las tertulias del café Gijón para que me conocieran más los historiadores y críticos de arte, que eran los que repartían los premios en los concursos. A mí aquello me sonaba muy mal, me parecía lamentable”, explica el pintor. También me decían que debía de regalar un cuadro a un crítico cuando había sido elogioso con mi pintura. Me parecía atroz el sistema”.
“Hice una exposición en el Instituto de Cultura Hispánica y un directivo me compró un cuadro que luego me costó mucho cobrar”. Ciertamente la sociología del circuito artístico del momento irritaba al pintor.
Las tertulias del Café Gijón
“Algunos de aquellos amigos del café Gijón me pedían que fuéramos a ver exposiciones cercanas y les gustaba que les diera mi opinión razonada. Íbamos a la galería situada en la Gran Vía y yo explicaba en voz alta por qué era malo el pintor que exponía, hata que el galerista me echó diciendo que no tenía derecho a hablar así en su establecimiento poraue podía espantar a la clientela. Alegué que era un lugar público y que poco podría suponer la opinión de otro pintor sobre un colega… pero no me dejó volver”, explica. (Enrique Mélida tenía una galería por esa zona)
“Julio Moisés, Benedito y Sotomayor son “unos criminales de guerra”, les decía yo en voz alta, porque eran pintores antiguos y relamidos a la hora de hacer retratos de sociedad. Sólo buscaban ganar dinero y se habían amanerado. Me gustaban Solana, Benjamín Palencia y Vázquez Díaz, aunque este último no me entusiasmaba en exceso. Zabaleta era entonces un pintor más, del montón, luego mejoró.
“Con Juan Barjola me iba a los suburbios de Madrid a pintar tipos populares. Él era muy barroco al hacerlo, descendía hasta la arruga del vestido… Era un hombre apagado, le llamábamos el “caballero de la triste figura”. Se fue de España y estuvo diez años fuera en Francia y Bélgica. Cuando volvió me llamó para que viera su obra y le dije que no me gustaba, que sólo veía luz en algunos de sus bodegones. Triunfó pero acabó como ilustrador a gran escala. No hacía pintura, era demasiado gráfico. Con todo tiene algunos cuadros interesantes, algún desnudo…”
Dibujos y apuntes en el metro y los suburbios
“Yo hice muchos dibujos y apuntes en el metro de Madrid y los he vendido…”
Hombre exigente a la hora de ver y valorar la pintura. Sabe observar y meterse dentro de ella para escudriñarla a fondo, para saber lo que hay de verdad o falsedad en ella. Saber ver, mirar la pintura. Los pintores sabían y saben en que un elogio suyo es clave y determinante.
El comportamiento del circuito del arte le aburría y le asqueaba siempre, por eso dejó de exponer, para pintar con más paz y libertad. Al cabo de los años, decidió ganarse la vida de otra manera, viajando entre España y Portugal, recorriendo y disfrutando la geografía peninsular a placer y pintar sus paisajes cuando podía. Mario Antolín le facilitó ese trabajo del que acabó jubilándose.
Tener un cuadro de Enrique Barandiarán es hoy una rareza y un lujo. Es un personaje singular y único, que es feliz a su manera, sin ambicionar la fama o la posteridad –veleidades inútiles-, sólo pintando con calma y placidez en su casa/estudio de Moratalaz. Su lenguaje es la figuración, sostenida en un buen dibujo sobre todo en paisaje y figura, con pincelada y materia expresionista, con más o menos intensidad o soltura, según las etapas de su trayectoria. Pese a sus achares, los vascos le siguen comprando obra.
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