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27.01.19 .- MADRID .- A partir del 18 del mes de enero empezó en
París, hace justo cien años, la Conferencia de la Paz, que puso broche final a
la Gran Guerra en Europa.
70 delegados de 27
naciones se congregaron en París para prefijar los fundamentos de un porvenir
internacional, depurado de semillas conflictivas; aquellas que, al
multiplicarse entre 1912-1914, condujeron en Europa al choque entre las
potencias occidentales (Triple Entente) y los imperios centrales (Tríplice).
A partir del armisticio
del 11 de noviembre de 1918, Alemania y Francia fijaron los términos
preliminares que condujeron poco después a la Conferencia de la Paz y a la
aprobación del Tratado de Versalles; lastrado este ─a propósito─ por una tara
jurídica de 440 artículos y firmado, sin embargo, por los beligerantes en la
contienda el 28 de junio de 1919. Nada igualable, cuantitativamente
considerado, había tenido lugar con anterioridad en el viejo mundo; ni durante
la guerra de los Cien Años ni durante las guerras que generaron la Revolución
francesa y el Imperio napoleónico entre 1789-1814. Tampoco la Paz de Westfalia
(1648) ni el Congreso de Viena (1815) habían congregado delegaciones nacionales
tan nutridas y tan predispuestas a coadyuvar a una paz de derecho a través de
una nueva anfictionía como quiso ser la Sociedad de Naciones; aquella que desde
su ubicación en la ciudad suiza de Ginebra debía velar por el cumplimiento de
sus objetivos, valiéndose principalmente del estatuto regulador de su
aplicación.
La dimensión tosltoyana del estallido y transcurso de la Gran Guerra entre
finales de julio de 1914 y noviembre de 1918 invitó a Bertha von Suttner, a
Marie Curie, a Romain Rolland, a Thomas Mann y a Coudenhove-Kalergi (entre
otros varios) a ser distinguidos abogados de la paz a escala mundial como lema
inspirador de las conferencias de La
Haya, primero, y de un brave new world, que noveló más tarde Aldous
Huxley.
Sin
embargo, las cuatro (grandes) potencias vencedoras ─las imperiales Gran Bretaña
y Francia; Italia; y desde el confín euro-atlántico Estados Unidos de América─
no pudieron impedir que la semilla del mal
renaciera en el seno del viejo mundo, tanto a orillas franco-germanas del Rin y
en las fronteras surgidas del desmembramiento del vetusto Imperio
austro-húngaro, como a babor y a estribor de una Rusia convertida
fulminantemente en soviética en octubre de 1917.
La pactomanía consiguiente al Tratado de
Versalles, en expresión de Salvador de Madariaga, vino a suceder al espíritu idealista de los
Catorce puntos que el presidente Wilson trajo redactados desde Washington DC
para dotar de ideal a la Conferencia de París. La pactomanía vino a restar crédito y a causar, además, erosiones
paulatinas en el tejido del espíritu de Versalles. El principio de la seguridad colectiva quiso llevar a las
naciones y a los pueblos del sistema internacional por la senda de la
diplomacia abierta, no contaminada esta por el secretismo subrepticio de tantos
artículos y anexos siniestros del período aliancista; porque, paradójicamente,
la diplomacia secreta predispuso a Europa entera hacia el final de su hegemonía
histórica; una hegemonía que se remontaba al Renacimiento, y que culminó en el
viraje belicista de finales del siglo XIX a los amagos tortuosos del primer
decenio del siglo XX.
Extrañan
las pobres reflexiones que a la altura de nuestros días ─cien años después del
dramático cuatrienio (1914-1918), reconocido como Gran Guerra europea─ aparecen
en los numerosos medios publicísticos que nos invaden. Los que nos resistimos a
creer que la historia se repite, cíclicamente, no debemos renunciar, sin
embargo, a recoger las enseñanzas que se desprenden de su estudio comparativo.
Este deber cívico ha de practicarse tanto en tiempo de paz, como en tiempo de
guerra, por expresarlo, de nuevo, al estilo tolstoyano
(de Tolstoy).
Hagamos preces, pues,
para que en circunstancias revueltas como las que se están concitando,
actualmente, a escala planetaria, no se contribuya, mecánica e
irreparablemente, a la tercera edición de otra gran guerra, global, esta vez.
Víctor Morales Lezcano
Profesor Emérito de Historia Contemporanea
UNED