A Veronika y Eberhard Straub,
recordando nuestros días renanos
El destierro, a cualquiera que sea el Ponto Euxino de que se trate, es un castigo que se impone al presunto culpable de delitos. Así ocurrió con Napoleón Bonaparte, alejado de Europa y desterrado en las islas de Elba, primero, y de Santa Elena, de una vez por todas; o con Victor Hugo, exiliado en otra isla (Guernsey), situada en pleno canal de la Mancha. A Fuerteventura fue desterrado, como también se ha recordado anteriormente, Miguel de Unamuno en 1924. Por el contrario, hay ciertas criaturas que eligen el autoexilio, motivados por varias razones o, a veces, por profundas llamadas, que los impulsan a dejar atrás su patria de origen (chica o grande), o la tierra en la que habían implantado su existencia por propia elección. Hasta que arribó la hora del autoexilio.
Como es sabido, Gregorio Marañón se aprestó a abordar la biografía de personalidades notorias de la historia, y de España. Recuérdense El conde-duque de Olivares (o la pasión de mandar) (Espasa-Calpe, 1943) y Antonio Pérez: El hombre, el drama, la época (Espasa-Calpe, 1948). En estos casos, se trató de personajes que encarnaron ambiciones políticas, como el afán de poder y la pasión por la intriga (a las que, prioritariamente, se refería Marañón), de las que se suele ser prisionero hasta el final de los días cuando aquellas se profesan con entrega. Caso destacado fue el de Tiberio, emperador de Roma. Sobre él Marañón publicó una de sus biografías del tiempo de su exilio (1936-1942) en París, Tiberio: Historia de un resentimiento (Espasa-Calpe, 1939). Parece, en efecto, que Tiberio experimentó un sentimiento recurrente de desasosiego del que nunca logró desarraigarse ni, incluso, con el extrañamiento físico y ambiental que buscó con un autoexilio en la isla de Capri (Villa Jovis), ni tampoco victimizando cruelmente a quienes sufrieron calamidades y torturas impuestas por la vesania del emperador. Ni por esas desapareció su resentimiento cuando, a sus 67 años, se instaló definitivamente en Capri para dirigir el Imperio desde el minúsculo microcosmos de aquella isla durante once años.
No se sospeche que pretendo esbozar aquí, en reseña propia de un guía turístico al uso, la relación entre Capri y el autoexilio, a partir de la muerte de Octavio César Augusto en el año 14 d.C., y de su sucesión en el trono por el emperador Tiberio. Sin embargo, la conexión existente a través de los siglos entre la joya insular de Capri y sus peculiares ¿visitantes?, o ¿residentes? es un hecho que voy a ir desarrollando de manera escueta a continuación. Pero reténgase: Tiberio pasó a la historia como un paradigma precoz de otros autoexilios europeos notorios.
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Voy a referirme, pues, a tres hombres de procedencia, carácter, dedicación profesional y marcado perfil de amateurs a inclinaciones muy diferenciadas, plenamente insertos los tres en un siglo contemporáneo (1850-1950). Comenzamos por Axel Munthe (1857-1949), nacido en Suecia, médico de profesión, y la primera de las tres figuras electas en echar raíces en Anacapri, el pueblo occidental de la isla donde Munthe fundó su reducto, su propiedad insular, bautizada San Michele, cerca del castillo que hizo construir el legendario Barbarroja. Munthe, como se desprende de la lectura de sus obras (Historia de San Michele y Lo que no conté en la Historia de San Michele), poseyó una sensibilidad amplia hacia las bellas artes (fue un señero coleccionista), y también hacia la naturaleza terráquea (quizá se trató de un ecologista avant la lettre). Fue, además, un experimentalista consumado a través del observatorio que hizo edificar en lo alto de la isla para estudiar las migraciones de las aves, según el decurso que las cuatro estaciones anuales fuera marcándoles en sus desplazamientos aéreos.
A través de la descripción que hace Munthe de su enraizamiento en Capri, puede colegirse que fue una criatura compenetrada con el desarrollo de su destino. Cabría retratar a Munthe como una especie de humanista, de uomo universalis de la época que le tocó vivir. Que hizo, ¿conscientemente?, de Capri un enclave atractivo para visitantes de élite de una Europa que se iba aproximando al precipicio del conflicto despiadado que se desató en el verano de 1914, y al que Stephen Zweig se refirió en El mundo de ayer.
El personaje que ocupa el segundo lugar en esta escueta reseña fue Friedrich Alfred Krupp (1854-1902). O sea, el heredero de la más antigua y potente fábrica de manufacturas armamentistas alemana, sita en Essen, desde donde la firma extendió sus dominios industriales hasta las cuencas mineras del fronterizo Ruhr franco-germano. Friedrich Alfred se vio inmerso, en consecuencia, en un fin de siglo decisivo para el naciente Imperio alemán de la época. Pero todos sabemos que la naturaleza nos hace a medida: nos alumbra tal como somos y no tal cual hubiera sido nuestro deseo. Tal fue el caso de este personaje. Se ha puesto de relieve, por los estudiosos de este personaje, que tanto los frecuentes trastornos de su personalidad como su astenia inveterada fueron los que condujeron sus pasos (1887) hacia una Capri ya convertida entonces en paraíso de la high society europea y de una nómina estelar de famosos transeúntes intelectuales como F. Nietzsche y Oscar Wilde.
Friedrich Alfred, auténtico Rey de los Cañones, como solían apodarlo las gacetas del continente europeo, apostó por refugiarse en una isla de ensueño ejecutando una suerte de tour de force, logrando canalizar su compleja psique hacia la investigación oceanográfica, con particular referencia a las múltiples variedades del plancton (fauna marina pelágica), abundante en las aguas del golfo de Nápoles.
Para satisfacer su afirmación personal fuera de los círculos industriales de la Alemania que regentaba el canciller Otto von Bismarck, el señor F.A. Krupp se hizo construir una villa fastuosa en la costa de Anacapri, no lejos de Marina Piccola. Se llegaba a su singular ubicación a través de una prodigiosa serpiente viaria que la hizo famosa en varios círculos continentales.
En este esquema dedicado a Friedrich Alfred Krupp, se aprecia de forma diáfana la diferencia de búsqueda de un paraíso terrenal, entre la que él eligió y la de Axel Munthe.
Pasemos revista, finalmente, al “tercer hombre” de la terna que se anunció en un principio. Se trata, en cuestión, de Kurt Erich Suckert (1898-1957), personaje de ascendencia germana, pero italiano de nacimiento. Este escritor y periodista ha pasado a la historia con el pseudónimo de Curzio Malaparte. En su producción literaria destacan sobremanera Kaputt (1944) y La pelle (1949), dos títulos muy leídos en la Europa de entonces.
Malaparte encarnó como nadie la agitación intelectual, política y social de la Europa de Entreguerras. Su vida osciló entre su colaboración ocasional con Il Corriere della Sera, sus diversas veleidades culturales, incluso políticas, con la China de Mao Tsé Tung y, last but not least, recuérdese también su vinculación inicial al Fascio, movimiento del que Mussolini fue la voz cantante. No obstante, desde su juventud, Malaparte dio muestras de una independencia de criterio que le costó muy cara. A su etapa juvenil pertenece precisamente un libro-manifiesto que circuló en los cenáculos revolucionarios de los años 20 del siglo pasado, cuyo contenido le valió discrepancias con el “Comité de Corrección” del Partido Fascista, y lo condujo a su temporal “ostracismo” político.
En el marco de su labor publicística, Malaparte fundó el periódico La Conquista dello Stato en 1924, que tuvo ulteriores resonancias de diferente intensidad en el contexto histórico de la República de Weimar, instaurada en Alemania (1918) y de la Segunda República en España (1931), ambas derrotadas por el surgimiento en Europa de nefastos nacionalismos .
Por lo que parece, Malaparte sufría frecuentes arrebatos de misantropía, que, como acabamos de pergeñar, no fueron incompatibles con la agitación mental y política que presidió su fecunda vida creadora, incluido su largo paréntesis cinematográfico en el Hollywood de los años 50.
Todas las diferencias guardadas con el señor Krupp, Malaparte encontró en el aislamiento de algunos rincones de Capri tanto la cura de tranquilidad ambiental, que anduvo buscando con tanto fervor en la isla, como su incorregible inclinación hacia el aventurismo. Finalmente, alcanzó en parte esa tranquilidad en la original construcción de su retiro caprense, que le encargó al conocido arquitecto Adalberto Libera. Allí, con un albergo construido sobre la roca volcánica de Capri y con el horizonte del Tirreno a la vista, Malaparte consiguió “fabricarse” el ámbito necesario capaz de calmar su magín, que nunca se detuvo durante los recorridos anímicos de este personaje.
El paradigma de Tiberio, como podemos comprobar ahora, se reprodujo frecuentemente en un paraíso insular reencontrado, aunque en muchos de sus autoexiliados habitara escondido, hasta el final, el eterno insatisfecho de siempre.
Malaparte publicó más tarde en francés Technique du coup d´état. Paris: Bernard Grasset, 1931; obra luego traducida al italiano como Tecnica del colpo di Stato, Milano: Bompiani, 1948.