L.M.A.
Con motivo de la beatificación en su día del cardenal
Marcelo Spínola, presidida en la plaza de San Pedro en Roma por el papa Juan
Pablo II en 1987, la familia del beato, con doña Julia González-Cocho de Spínola al frente,
saludó al pontífice, a quien se le regaló un cuadro de la pintora Mayte Spínola
de la serie “Gaviotas”.
El hecho se recuerda hoy día de la canonización de Juan
Pablo II, junto a su antecesor el papa Juan XXIII, por el papa Francisco, que
concelebrará con el papa Benedicto XVI, por lo que hoy se ha llamado el día de
los Cuatro Papas.
Beato Marcelo Spínola y Maestre
«Este fundador de la congregación de las
Esclavas del Divino Corazón, gran jurista, fue aclamado abogado de los pobres y
arzobispo mendigo por su acción a favor de los desfavorecidos por los que se
desvivió y pidió limosna»
Isabel Orellana Vilches
escribió sobre el Beato Marcelo Spínola en ZENIT:
“Nació en San Fernando, Cádiz, España, el 14
de enero de 1835. Su padre, el marqués de Spínola, era un ilustre oficial de la
Marina. Pero él orientó su vida profesional licenciándose en Derecho en la
Universidad de Sevilla el año 1856. Incluso abrió su propio despacho en Huelva
durante un tiempo, poniendo su buenos oficios al servicio de los necesitados, a
los que prestaba ayuda desinteresadamente. De ahí el apodo que le dieron: «el
abogado de los pobres».
Desde su más tierna infancia había experimentado una
singular devoción por el Sagrado Corazón de Jesús, y los talentos que Dios le
había otorgado estaban a merced de todos. Cuando su padre tomó posesión de la
plaza de Sanlúcar de Barrameda como comandante de Marina, Marcelo lo siguió.
Había crecido en las ciudades de Motril, Valencia, Huelva, Sevilla y Sanlúcar.
A ellas añadiría nuevos destinos. Era la vida itinerante de un hijo de militar,
de un hombre bueno, afable, humilde y alegre, que conservaba estampas de las
gentes sencillas a las que fue conociendo y supo ganarse con su generosidad y
simpatía.
Ya tenía cierta edad cuando sintió la llamada al sacerdocio, y
enseguida dio un sí a Cristo. Cursó estudios eclesiásticos en el seminario de
Sevilla y fue ordenado sacerdote en 1864. Su primera misa la celebró en la
iglesia de San Felipe Neri. Después, le encomendaron la capellanía de la
Iglesia de la Merced de Sanlúcar. Vinculado a las cofradías, se integró en la
Hermandad de San Pedro y Pan de los Pobres, hasta que en 1871 el cardenal de la
Lastra y Cuesta le encomendó la parroquia de San Lorenzo de Sevilla. En esta
ciudad se incorporó a la Hermandad del Gran Poder, de la que fue mayordomo y
director espiritual, así como a la Hermandad de la Soledad. Fue en esta
parroquia cuando en 1874 conoció en el confesionario a la recién enviudada
Celia Méndez, con la que tiempo después habría de poner en marcha la fundación
de las Esclavas.
En 1879 fue nombrado canónigo de la catedral de Sevilla por el
arzobispo Mons. Lluch, y en 1881 designado obispo auxiliar de la diócesis
hispalense. En 1884 su fecunda labor pastoral ya había traspasado las
fronteras, y León XIII lo nombró obispo de Coria, Cáceres. Dos años escasos
fueron suficientes para dejar impreso su sello apostólico. Allí fundó en 1885
la congregación de las Esclavas del Divino Corazón junto a la sierva de Dios,
Celia Méndez. En 1886 fue trasladado a Málaga impulsando en la diócesis una
acción inolvidable con los desfavorecidos, a la par que encabezaba una sólida
defensa de los derechos de los trabajadores a través de los medios pastorales
que tenía a su alcance. Juzgó que la Iglesia no había acogido a los pobres, y
quiso paliar la situación.
En 1896 regresó a Sevilla, diócesis de la que fue nombrado
arzobispo. Fundó «El Correo de Andalucía», que nació con el objetivo de
«defender la verdad y la justicia». Y cuando la peste asoló la ciudad en 1905,
recorrió las calles sevillanas desafiando el sol de justicia del mes de agosto,
pidiendo limosna para los damnificados. Entonces, las gentes acuñaron para él
nuevo título: el «arzobispo mendigo». Poco después, ese mismo año de 1905, san
Pío X lo elevó al cardenalato.
Era un hombre piadoso, de intensa oración y mortificación,
extremadamente sensible a las necesidades y al sufrimiento de sus fieles, y un
infatigable apóstol. Hogares, círculos obreros, centros en los que se daba de
comer a quienes lo precisaban, orfanatos, escuelas nocturnas, creación de la
facultad de teología de Sevilla, etc., rubrican su impronta. Recorrió todas las
diócesis en las que ejerció su ministerio viajando en un mulo, luchó contra el
intento de desplazar la enseñanza de la religión de los centros públicos siendo
senador de Granada, consoló a los afligidos, y llevó el Evangelio por todos los
rincones, predicando y confesando.
Alguna vez se sintió tentado a renunciar al episcopado por
considerarse indigno de asumirlo, y fue disuadido de ello. Con clarividencia y
profundidad, como santo que era, en una de sus cartas escribió: «El
sacerdote puede con su palabra imitar, aunque sea de lejos, a Cristo, y
ejecutar las maravillas que hacía con la suya el celestial Maestro; para que la
palabra sacerdotal posea tamaña eficacia es menester que sea total y
verdaderamente divina, lo cual no se verificará cumplidamente, sino
sometiéndose el ministro del Evangelio a un doble procedimiento: vaciarse de sí
y llenarse de Dios». Murió en Sevilla el 19 de enero de 1906 cuando
regresaba de asistir a los esponsales del rey Alfonso XIII. Juan Pablo II lo
beatificó el 29 de marzo de 1987”.