Julia Sáez-Angulo
9/4/22.- Jerusalén.- Tengo amigos muy cultos que hilan fino y me advierten que es mejor utilizar la palabra sefardí, en vez de sefardita, a todas luces un galicismo. Lo tendré en cuenta, aunque la palabra “sefardita” está tan aceptada, que el computador no la pone en rojo y el DRAE no la rechaza.
Vivir tranquilamente en Jerusalén es un privilegio, máxime si se hace en un barrio vigilado y tranquilo como el mío, donde se encuentra la embajada de los Estados Unidos. Es el barrio judío, donde residen políticos, ministros y gente acomodada, es decir, ricos. "Hay que tener amigos ricos, porque la pobreza es contagiosa", dicen los cínicos. El barrio árabe suele ser más alborotado. El barrio cristiano apenas existe o es muy reducido, pues la mayoría de ellos, con frecuencia árabes, han emigrado a los Estados Unidos y a otros países de América, continente de promisión. Queda el barrio armenio, también cristiano, que resulta testimonial con su presencia. Tiene buenos edificios. Confiemos que no se los arrebaten los grupos de judíos radicales y extremistas, que los hay. Recientemente han arrebatado uno de ellos a los griegos ortodoxos. Son duros, imposibles, y difícilmente despiertan simpatías, frente a los que, gracias a Dios, son respetuosos y acogedores, pero suelen hacer la vista gorda ante lo que hacen los otros. Dejar hacer es una omisión con cargas de profundidad.
Me gusta respirar el aire de la ciudad santa -a veces hay que utilizar mascarilla cuando llega el viento arenoso- y escribir tranquilamente en una casa luminosa, de terraza con plantas crasas y visión de árboles en jardines vecinos. La luz ligeramente lechosa de esta ciudad es muy diferente a la amarilla y seca de Castilla. Me acompaña Cloe, una perra japonesa Spitz, inteligente, enérgica y ladradora si oye un ruido ajeno. También tengo una tortuga pequeña a la que le pongo hojas de lechuga y las devora. Se llama Mili, apócope de “milagro”. Fue salvada de mordeduras de un gato, un perro o un ave -no se sabe muy bien- y, pese a su caparazón maltrecho va restaurándolo y levanta cabeza poco a poco. Ya se sabe que los depredadores de la Naturaleza vamos en cadena. Igualmente me acompaña cada hora el piar jocoso del pájaro cuco que asoma desde su caja del reloj y me advierte de que el tiempo fluye, vuela y se escapa, sin poder volver, por mucho que se hable del eterno retorno en la vida.
A la perra Cloe le encanta recorrer los dos muladares llenos de bardales, ranúnculos y hierbajos, mientras que yo, algo fenicia, me pregunto cuanto valdrán esos solares del barrio de Arnona, a juzgar por las buenas casas que hay construidas en él. La gentrificación ha invadido varias áreas de Jerusalén como capital -no por todos reconocida- de Israel, si bien los guetos de los barrios se siguen manteniendo, por deseo expreso de cada uno de ellos. Se lo buscan.
El barrio de Arnona fue diseñado en 1948 por el arquitecto de la Bauhaus Richard Kaufman, quien también diseñó Rechavia, Beit Hakerem y Bayit Vegan. Estamos a treinta minutos andando del centro histórico de la ciudad vieja -el núcleo histórico- y a quince minutos en autobús. El elegante suburbio de Arnona domina una vista del Mar Muerto y el desierto de Judea, amén de la ciudad santa a lo lejos. Estamos en lo alto de una colina. El rey David, el sabio Salomón y el mismo Mesías estarían encantados de contemplar todo esto.
Floren me cuenta que el agua es un líquido precioso y preciado en Israel, pues viene de desalinizar la del mar en un proceso costoso. Con los restos de la bullidora para el café y los de la vasija de beber de Cloe, regamos las plantas. La sostenibilidad es muy importante y estamos en ello. No se malgasta una sola gota de agua. Esto también lo aprendí del sabio acuicultor austriaco, el archiduque Andrés Salvador de Habsburgo Lorena.
El silencio es un regalo para escribir, cuando se elige y se alterna con el vespertino encuentro de amigos. El silencio total no existe, dicen los músicos. Tienen razón, pero el silencio relativo es un don, por el que hay que dar gracias.
Pasear por el barrio de Arnona es un placer. No hay nada como “flanear sin fin”, que diría Galdós, con verbo francés. Ir al pub de la esquina y degustar un shakshuka, casi un brunch, un desayuno-comida al aire libre es una delicia. Floren pidió la versión clásica; yo, la libanesa. Un plato hondo de barro con huevos, tomate, queso y una serie de pocillos con queso batido, aceitunas pardas y mil salsas sabrosas. Cocina mediterránea y energía para la jornada. Allí nos aborda un hombre simpático con kipá, al escuchar que hablamos en español con distinto acento. Dice que entiende el idioma español y que le atrae como un imán, por eso nos abordó, pero no es capaz de hablarlo. Vivió unos años en varios países de Iberoamérica. Utilizamos el inglés, lengua franca, y nos cuenta que tiene una singular colección de arte, repartida en distintas casas y ciudades. Sabe mucho de Picasso en su primera etapa “de la que apenas saben los distintos miembros de la familia del malagueño”. Quedamos para una entrevista y publicarla. Se llama Josué, pero quiere que le llamemos José, porque así le llamaban en los años que vivió en Iberoamérica y se identifica con ese nombre.
Jerusalén da mucho juego, si se está atento a la vida y sus registros. “Los buenos escritores saben que para escribir hay que vivir”, recuerda la escritora Juana Mari Herce, mi compañera de viaje ausente. Así es. Quedarse en casa, no salir a la calle y escribir bien, solo lo logró la poeta americana Emily Dickinson (1830-1886), a la que bastó la intimidad del hogar para escribir bellos versos.
Para vivir, he ido a visitar a Carmen Rodríguez Eyre, una española amiga, residente en Jerusalén, a la que conocí en mi viaje anterior hace cinco años. Me equivoqué de puerta y al llamar al timbre salió un señor que se quedó perplejo cuando yo pregunté por Carmen. “¿Carmen?”, repitió. Pensó que era una extravagancia preguntar por alguien que lleve nombre de ópera, como le ocurrió a unos españoles amigos en Suiza, cuando pusieron Carmen a su hija al bautizarla y los vecinos le dijeron que era un nombre demasiado exótico. No saben que, mucho antes de la ópera de Bizet, en España, la mitad de las mujeres se llamaban y llaman Carmen, y la otra mitad, Pilar.
En casa de Carmen hay un precioso cuadro colonial del arcángel San Gabriel, con un extraño objeto, quizás un trabuco o arcabuz, en la mano izquierda. El atributo icónico clásico de este arcángel es una vara de azucenas en la mano, para ofrendarla a la Virgen cuando le anuncia que va a ser madre de Dios, así que me temo que el autor cuzqueño se ha tomado alguna licencia local, que no logro descifrar del todo. La iconografía sacra tiene su propio lenguaje codificado. San Miguel lleva una espada para vencer a Lucifer y san Rafael, un pez para acompañar a Tobías. Todo está pautado en arte, para que se les reconozca.
La vida cotidiana tiene su ángel, si se la enfoca con buena cara. Yo comienzo con el paseo de la perra y el saludo “Good morning” al barrendero, un hombre morocho que dirían los argentinos, quien me saluda también con cortesía. Nunca hay que pasarse en las sonrisas, algunos osados las toman por posibles o recónditas seducciones. No ha lugar.
shakshuka, desayuno en Jerusalén