miércoles, 29 de julio de 2020

II EL CAMINO DE FRANCIA. LA FRONTERA. EL MIDI. AIX-EN-PROVENCE



                                             A Michel Bernier,                                                                           Geneviève y Jean-Marc Delaunay      
                                                         
            Primera impresión
           
Un viaje a través de la frontera de los Pirineos que unen o separan la península ibérica y Francia, a lo largo de su recorrido (circa 440 km de longitud), siempre invita a hacer anotaciones durante el camino, incluso aunque se trate de un “cruce” fronterizo, a través de una de las rutas más transitadas por el autor de estas cuartillas, como lo fue el Pirineo catalán y su vertiente marítima. Situémonos ahora a la altura de 1998[1]. En el camino se aprecian las resonancias púnicas y grecorromanas patentes desde el Ampurdán hispanocatalán hasta alcanzar el actual Rosellón francés. El otro acceso fronterizo es la montaña, que por la vía de La Junquera-Le Perthus ha facilitado la transfusión (humana siempre) entre ambas vertientes de los Pirineos, a cuál más rugosa en su constitución. Antes de recorrer el Ampurdán, el viajero percibe el considerable retropaís hispanocatalán, territorio destacado del mundo hispanorromano. Luego, más allá del Rosellón vinatero y bon vivant, se abre la planicie del Languedoc, tierra siempre generosamente soleada. A partir de este momento, entramos en el Midi francés.

Segunda impresión

            Que el nivel de logros materiales alcanzado actualmente en España ha puesto alto el listón, con respecto de hace veinte años, es constatación que encuentra un corolario en el campo de la red viaria y tendido ferroviario que desde la península ibérica articulan las comunicaciones de toda España. Al dirigirse uno a Francia (o “hacer el camino de Francia”), hoy, el diferencial con nuestro vecino septentrional está mucho menos acentuado que cuando hice ese camino veinte años atrás. A este recordatorio súmese el hecho, además, de que, en menos de veinte años, la península ibérica se ha visto inmersa en el escenario de convivencia continental llamado Unión Europea. Una nueva nomenclatura que parece decir, a voces: fuera aduanas, fuera controles burocráticos, aunque no oigo todavía exclamar ¡fuera fronteras físicas!, ¡ni ideológicas! En esto, todos somos transmisores de una cuerda nacionalista que aflora con indeseable frecuencia. He aquí un tema de reflexión complejo: la proteica constitución de la Europa del siglo XX entre 1914 y 1998; y, en suma, la pervivencia de las fronteras invisibles, pero permanentes, como son los prejuicios heredados del pasado. Creo, a propósito, que se atribuye a Albert Einstein aquello de que es más difícil desintegrar un prejuicio que un átomo.
             
            Vivir en la Provenza

            Con el transcurso de pocas semanas vine a habituarme fácilmente a la vida en Aix-en-Provence. No me engaño si reconozco que Aix-en-Provence disfruta de casi todas las comodidades de una capital “comunal” (de provincias, como se decía hace años en Madrid) que, en puridad, fui a buscar allí. Y que encontré tanto en las coordenadas ambientales (el barrio de Jas de Bouffan, donde habitaba) como en las institucionales (la Maison Méditerranéenne des Sciences de l´Homme, donde se me habilitó un despacho, para encargarme de ligeras servidumbres de un año sabático). Todo ello fue muy alentador. La “calidad de vida” que yo apreciaba en Aix, al provenir de una gran ciudad multitudinaria como Madrid, ejercía un efecto muy reconfortante para el cuerpo y la mente. No quisiera exagerar ante mis propios ojos (una de las cosas que intento cuidar por lo general), pero el caso es que la delectación morosa que sentí en las largas tardes-noches de Aix, difícilmente podía saborearlas en Madrid; al menos con la continuidad con que las saboreaba en aquel “cogollito” provenzal con sus raíces rurales, que todavía conservaba. Me imagino que ello se debe a que la nobleza del Antiguo Régimen francés, primero, y la burguesía revolucionaria, a partir de finales del siglo XVIII, después, marcaron con el sello del centralismo parisino un repertorio de usos y costumbres que no borraron del todo la personalidad regional del Hexágono. De tal modo y manera, me pareció (entonces) que la pervivencia de las raíces originarias y ese afán (tan de actualidad) de subrayar la identidad personal y colectiva no provocaban en la República francesa desasosiegos similares a aquellos con los que el renacimiento cíclico de los nacionalismos ibéricos, como el catalán y vasco, en cabeza de fila, venía desafiando al statu quo constitucional español de 1978, y desarrollado en el decenio de los años 80 y 90. En fin, creo que se trata de diferencias históricas pervivientes en el seno de la koiné latina. Ya llegará la hora de calzar la “bota itálica”, desde el flanco montañoso (valle de Aosta), o desde el puerto de Génova y su retropaís. Veremos.
            Y ya que me he arrancado a emborronar unas pocas cuartillas más, querría recordar aquí las esporádicas incursiones que realicé en Provenza tanto por las montañas calcáreas de la estremecedora ruina de Les Baux como por las llanuras fértiles de la Camarga y por la boscosidad densa de Manosque… Quizá vuelva en mis ulteriores apuntes de este prontuario de emergencia para saludar el Luberon, Vaison-la-Romaine, el mismo monte Ventoux (de todos los vientos mistrales), e incluso el pasillo provenzal conducente al valle de Aosta, limítrofe ya con el horizonte prealpino. Si importante es el entorno humano y social que nos rodea, no lo es menos, el geográfico. No es olvidable para mí  la luminosidad invernal de todos estos parajes; la variedad del conjunto meridional que, en siglos algo lejanos, constituyó la Occitania. Aquella que Frédéric Mistral (1830-1914) amó con pasión.





[1] Aunque es cierto que he cruzado la frontera pirenaica en repetidas ocasiones desde mi primera juventud, por diferentes accesos (Roncesvalles, Canfranc, Saint Jean Pied de Port).

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