jueves, 21 de agosto de 2025

EL CELADOR EN EL REAL SITIO. Relato


Hoces del Duratón. Foto Wikipedia
Residencia de mayores en el Real Sitio de El Escorial


                    Julia Sáez-Angulo

21/8/25.- El Escorial

        Brego con ancianos a todas horas. Soy un celador fuerte, con energía y buenos brazos para manejarlos en una residencia de mayores, de las muchas que hay en este Real Sitio Escurialense. El clima es sano y bueno, por ello, los ancianos pueden pasar los veranos más frescos en esta hermosa sierra de Guadarrama. No es precisamente grato envejecer, pero mi juventud y brío anima a los ancianos a pasar mejor los últimos años o meses de sus vidas. A muchos, la familia los aparca en estas residencias para librarse del incordio de su vida en declive. ¡Si, al menos, vinieran a visitarlos con frecuencia! Algunos de los parientes solo vienen a enterrarlos o ni siquiera eso, porque en este solar escurialense está prohibida la inhumación de aquellos que no son empadronados en el municipio, porque han llenado, con su frecuente número de óbitos, la capacidad del cementerio municipal. Solo se les permite la cremación y se recomienda que los deudos se lleven las cenizas a sus lares de origen.

El coadjutor, un sacerdote joven e inteligente, me confesó al principio de su destino, que no esperaba tener tantos entierros al mes, cuando lo destinaron al Real Sitio. Se siente desbordado con este trabajo monocorde. “Nunca sospeché, que el Real Sitio fuera una gran potencia de ancianos”, me confesó.

A los residentes mayores los dividimos entre validos y no validos, según puedan valerse por sí mismos. Los segundos están en las habitaciones de arriba y no tiene otra salida que la terraza para contemplar los montes de pinares que rodean el valle: el Abantos, las Machotas, el Pico del Fraile… La visión al menos es hermosa.

A algunos viejecitos los sorprendo soñando o ensimismados, perdida su mirada en el Abantos, recordando quizás sus viejos tiempos, que fueron mejores, como me repite con frecuencia Frutos, un segoviano octogenario que fue durante muchos años eremita de un edículo sacro, construido en piedra con sus propias manos, en una de las hoces del Duratón, por donde sobrevuelan a su antojo las águilas reales y los buitres leonados, “a la espera de encontrarse un día con mi propio fiambre”, según contaba Frutos con humor.

La ermita de Frutos, construida laboriosamente con piedras roqueñas ny argamasa, junto a un añadido de adobe para cocinar y dormir él, está en un paraje natural de gran belleza, donde trinan las alondras para marcar territorio y convocar el cortejo. En las rocas, florecen los zapatitos de la Virgen y el amarillo intenso del pampajarito… Frutos fue muy feliz allí desde que decidió levantar aquella ermita a San Quirico un niño mártir, venerado junto a su madre Santa Julita que, según la tradición cristiana, murió a los tres años durante la persecución del emperador Diocleciano, durante el siglo IV, en Asia Menor. 

Pese a su aislamiento, Frutos llegó a ser un personaje singular y conocido en su ermita; a él acudían, primero, personas de los pueblos cercanos Sebúlcor o Carrascal del Río, más tarde de ciudades como Sepúlveda o Segovia. Algunos lo consideraban como un curandero, porque lograba curaciones prodigiosas de enfermos, pero él explicaba que lo conseguía por sus oraciones, no por imposición de manos. Por supuesto no cobraba nunca un céntimo, pero los visitantes le dejaban donativos generosos de ropa y comida, sobre todo las damas. Ya se sabe, el devoto sexo femenino. Los pastores le regalaban pieles de oveja para abrigarse en invierno. Frutos nunca bebía alcohol, según lo prometió a sus santos, y nadie le vio borracho jamás.

Yo escuchaba atento e interesado las historias de Frutos. Y él me lo agradecía con su mirada y su contento.

El obispo visitaba a Frutos de vez en cuando. Le recomendaba que fuera a misa los domingos, pero él se excusaba por lo escarpado de las distancias a la iglesia más próxima, y porque no podía ver a mucha gente junta, le producía rechazo y mareos. El obispo le enviaba algunas veces un cura para le confesara y dijera misa en su ermita. Fue precisamente el cura, quien lo descubrió un día medio muerto y lo metió, en mala hora -decía Frutos-, en aquel asilo de viejos, donde se veía de aquella guisa en esos momentos. Echaba de menos las hoces del Duratón, las águilas, los buitres y las alondras, el cielo cargado siempre de presagios, el rio y sus rocas ahuecadas y en hondonadas, …aquel paisaje surgido como por encanto de un fenómeno geológico misterioso, que los científicos llaman carstificación. 

Después de contarme cosas de su vida y del paraje de su ermita, Frutos se sumía en un silencio prolongado de días y una mirada perdida en el horizonte. 

Una me pidió que yo le contara mi vida. “Soy joven, le dije y no tengo vida que contar. Quiero casarme con Fuescisla, pero no puedo, porque no hemos ahorrado todavía, para hacer un banquete con familia y amigos, como nos haría ilusión. Eso es todo”, le conté para no desairarle.


    Frutos, que entró en la residencia con 78 años llegó hasta los 81. Los últimos meses se sumió en un mutismo total y nada lograba reanimarle. Mis palabras y mis chistes rebotaban sin arrancarle una sonrisa.

    Una noche en la que yo estaba de guardia, Frutos me llamó con el gesto del dedo índice hacia adentro, quería que me acercara a él. Lo hice y comenzó a hablarme despacio y con dificultad. Me costaba entenderle. Poco a poco le fui comprendiendo y me dijo que tenía un regalo de bodas para mí: una serie monedas y joyas escondidas, aquellas que la gente le daba para santa. Yo podría tomarlas para el banquete de bodas, pero tendría que encontrarlas el 16 de junio.

-¿Como dice?- le pregunté asombrado 

-El 16 de junio es la festividad de san Quirico y Santa Julita. Ese día se produce un asoleo: el rayo de sol entra por la ventana a las doce del mediodía y se posa sobre el suelo empedrado. Allí, justo debajo, está el tesoro.

Frutos falleció a los pocos días.

*****

Le di vueltas a las informaciones de Frutos sobre el asoleo en su ermita. El 16 de junio estaba muy cerca. Mis deseos de casarme con Fuencisla, con banquete de bodas incluido, aumentaban. Pedí día libre en la residencia de mayores, el 16 de junio, y acudí, con pico y pala en mi coche, a la ermita de las hoces del Duratón, que estaba solitaria. Entré y esperé las doce del mediodía. El rayo de sol entro por la ventana y se posó en un lateral del suelo. Cavé de inmediato aquel sitio y pronto encontré la caja metálica que contenía el tesoro de monedas y joyas. Escuché voces fuera y la escondí entre mis ropas. Dos hombres jóvenes entraron a la ermita. “Vuélvete de espadas y dinos qué haces aquí”, preguntó uno de ellos apuntando con una pistola. Aterrado, les conté la verdad. “Pues pasarás la noche con nosotros”, añadió el tipo. Así fue. Dormí allí con las manos atadas y una venda en los ojos. No querían que los viera. A la mañana siguiente los dos jóvenes se fueron, después de soltarme y amenazarme: “Sabemos quién eres. Si vas a la policía alguien de tu familia caerá. No lo olvides”. 

Se llevaron la caja de san Quirico y santa Julita.

    En los informativos televisivos informaron de que habían detenido en la autopista a los dos terroristas norteños que el día anterior habían cometido el atentado en la capital de España. Los jóvenes habían pasado la noche escondidos en la ermita de San Quirico y santa Julita en las hoces del Duratón y se había llevado la caja de monedas y joyas del lugar sacro. Al parecer, podría haber un tercer cómplice.



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