Carmen Valero Espinosa
LA SILLA Y EL MERCADILLO
Puente Viejo, 30.08.2025
En los años 60, cuando estudiábamos en la Universidad, mi hermana Carmela y yo íbamos por el barrio pobre del Pozo del Tío Raimundo en Madrid, para alfabetizar a los jóvenes que, fuera ya de edad escolar, no sabían leer ni escribir. De entonces nos viene nuestro conocimiento, trato y afecto por los gitanos.
Aarón, el hermano mayor de Abigail, una de las gitanas que alfabetizábamos, nos pedía siempre “un dinerito para un diente de oro”, y así supimos que lucirlo era un signo externo, no solo de riqueza, sino de poder, entre la tribu. A mí me parecía un derroche dar dinero para aquella causa, pero mi hermana sí se lo daba, diciéndome “al pobre le hace ilusión”.
Al cabo de los años, volvimos a coincidir con Aarón y Abigail en un mercadillo burgalés. Aarón lucía orgulloso un colmillo de oro, y nos contó que, además de vendedor de ropa, era pastor evangelista y nos impartía bendiciones con ocasión y sin ella. Mi hermana, no sé si generosa, desprendida u ostentosa -todavía no me he aclarado- los saludaba con efusión de simpatía y ellos se ponían muy contentos de que una señora, de la categoría de mi hermana, una abogada célebre, los tratara como amigos.
Pero yo soy recelosa y desconfiada sobre la condición humana, y también pensaba que aquellos rumaníes solo pudieran tener interés, porque Carmela les compraba lo que le ofrecían sin más miramientos y así volvíamos a casa con cosas horrendas, que yo me apresuraba a entregar en un punto de madres solteras, que atienden las monjas Trinitarias.
Cuando Aarón y Abigail nos veían cerca de su puesto de venta, se apresuraban a sacar una silla de la parte trasera y se la ofrecían a Carmela, para que se detuviera y descansara. La veneraban como a un patriarca. Poco a poco, yo ponía orden en aquellas ofertas masivas de prendas y seleccionaba cuales convenían o no llevarse. Pronto se dieron cuenta de que quien organizaba la cuestión era yo, y quien pagaba era Carmela, la abogada.
Un día, delante de mí, Abigail y Aaron le comunicaron entusiastas a Carmela que, al fin, se habían comprado un piso en Burgos, y allí ella tenía una habitación para cuando viajara a la capital del río Arlanzón. A mí, ni me miraron.
Un día, Aarón y Abigail pasaron por delante de casa y se asomaron al jardín. Carmela, contra mi voluntad silenciosa, y Carmela les invitó a pasar. Sé que a los gitanos no hay que darles excesiva confianza, porque pueden abusar. Al ver nuestras sillas, Abigail dijo que necesitarían una para tener dos en el puesto de venta. Les prometimos que les llevaríamos una en la próxima ocasión de mercadillo. Lavé una silla de plástico que estaba en la caseta del jardinero y se la llevé. No les gustó, creían que les iba a llevar una silla de hierro como las del jardín.
A las vacaciones siguientes de Semana Santa, comprobé que faltaba del porche una de las seis sillas de hierro. Que Dios me perdone, pero pienso que los autores de la sustracción fueron los gitanos saltando la tapia en nuestra ausencia. Mi hermana los defiende a capa y espada, pero yo, ¿qué le voy a hacer?, sigo convencida de que fueron ellos. Nada se puede hacer contra la libertad de pensamiento. FIN
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EL FAVOR Y LA FLAUTA DE IBÉRICO. Relato
Mi hermana Piedi está pasando por un mal momento, su marido está muy enfermo tras un ictus y, en uno de sus muchos ingresos de urgencia en el hospital, dejó el coche aparcado en un lugar que, al día siguiente, debía presentar tique de estacionamiento en espacio público.
“Su marido se está muriendo”, le dijo el médico. Angustiada, llamó a su hijo para decirle que, al día siguiente, no podría asistir a la primera comunión de su niña.
Cuando a la mañana siguiente, dejó un momento solo a su marido en la habitación y bajó a desayunar, se encontró con una soberbia multa municipal en el parabrisas de su coche, que la dejó más desconsolada. Así la encontré yo, cuando fui a visitar a mi cuñado.
Ni corta, ni perezosa, me acerqué a la controladora del parquímetro y le conté la tragedia personal y familiar de un enfermo, de urgencias, de su esposa cuidadora, ambos jubilados y con escasa pensión… La mujer, humana, seguramente comprensiva de la situación, anuló la multa.
Cerca había un establecimiento de bocadillos gigantes de jamón ibérico, donde yo compro habitualmente “una flauta de jamón” que dicen los castizos. Invité a pasar a la revisora y pedí a Marcos, el dependiente que me conocía, dos “flautas”, una para mí y otra para “esta señora que me acaba de hacer un gran favor”. Marcos se esmeró y puso más jamón que de costumbre en los bocadillos. Sabe que soy generosa en las propinas.
La controladora, que se llama Esther, y yo nos sonreímos, un poco cómplices, cada vez que coincidimos por el barrio. Pepe me dice que la mujer , desde entonces, le ha enviado numerosos clientes a comprar su “flauta de jamón ibérico”.
Lástima que el Ayuntamiento cambia de barrio a las controladoras del parquímetro, como el Estado cambia de país a los diplomáticos cada cuatro años, para evitar complicidades amistosas. Dios bendiga a Esther que hizo aquel noble favor a mi y a mi hermana. FIN
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