Julia
Sáez-Angulo
Cincuenta
años tiene la obra de Fernando Arrabal en “El Arquitecto y el Emperador de
Asiria”. En ella vertió, como es su costumbre, obsesiones freudianas familiares
sobre la madre, su responsabilidad y su
muerte. Las Naves de matadero del Teatro Español han acogido esta obra.
Teatro
del absurdo y la incoherencia, del pensamiento automático, teatro pánico lo
llamó Fernando Arrabal (Melilla, 1932) y su grupo desde París. Corina Fiorillo
ha dirigido esta última representación del melillense.
Dos
personajes, dos hombres solos en una isla desierta, interpretados por Fernando
Albizu y Alberto Jiménez -con frecuencia amanerados-, hablan, dialogan, a veces con oídos sordos y esperan o aguardan una salvación que no
acaba de llegar, vía avión, helicóptero o fuga en piragua.
La
soledad y la espera, entre tanto el homo
ludens, al decir de los latinos, juega, representa roles, rie, llora,
sonríe, sufre, desconfía, se desespera… Temas eternos del ser humano,
representado quizás con mayor poesía en Esperando
a Godot de Samuel Becket.
Fernando
Arrabal se desmadra y quien suele dirigirlo también para seguirle el juego. El
resultado es pérdida poética y provocación gratuita, con desnudos –no siempre
estéticos- incluidos.
Las
Naves de matadero han dedicado el nombre de una sala de representación a
Fernando Arrabal, -la otra a Max Aub. La temporada pasada se representó en el
mismo lugar otra obra de Arrabal con un montaje espectacular y soberbio.
Arrabal es un dramaturgo mimado; su teatro quizás no provoque tanto como él
quisiera y se queda en buena parte con el desmadre.
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