Víctor
Morales Lezcano
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13.05.18.- MADRID.- Ante ciertos acontecimientos de
notoriedad mundial, hay gentes que repiten aquello de que la historia es
circular. O dicho en expresión más clara, la historia tiende a repetirse. Sin
entrar aquí en una deliberación de tal calibre filosófico, quien suscribe estas
líneas se vio motivado sucesivamente por los acontecimientos que en 2010-2011
fueron bautizados, con desparpajo mediático, como manifestación de una
Primavera Árabe. Aquella, a propósito, que ahora se bautiza, con no menor
desparpajo que entonces, como la Primavera de Arabia Saudí, bajo su
“carismático” príncipe Bin Salman, primus
inter pares entre los candidatos al trono del país medio-oriental.
En una síntesis de bolsillo, publicada
hace dos años (La segunda cuestión de Oriente, ed. Cátedra) intenté captar
el paralelismo posible entre los escenarios del Oriente (musulmán), como
problema internacional desde el final de la Primera Guerra Mundial a partir de 1918.
El “desenganche” reciente de Estados
Unidos del acuerdo multilateral de mediados de julio de 2015 ha vuelto a poner
sobre la mesa el conflicto de marras. En este caso, no se ha debido al
intrépido desafío de unos líderes (Gadafi, Saddam Hussein) ni a la “marejada”
radical de los “amigos musulmanes” en El Cairo; ni tampoco debido a la mano
ciega del destino, o sea, la última ratio de los que no poseen ninguna.
Un concurso de factores que han
convergido, en los tres últimos años, pueden explicar, sin embargo, el carácter
circular con el que la historia se nos presenta frecuentemente en la zona de
que aquí se trata. En primer lugar,
destaquemos la política exterior e internacional que la administración de
Estados Unidos viene desarrollando desde poco después del sorpresivo triunfo
electoral de Donald Trump. Inmediatamente
después habría que señalar el factor
que representa la República Islámica de Irán en Oriente Medio a partir de 1979.
Y finalmente, cabe recordar el
conglomerado de crisis internas que vienen sufriendo aquellos Estados surgidos
del Tratado de Versalles en general y del muy cacareado Acuerdo Sykes-Picot.
Como consecuencia, véase lo que ha venido sucediendo en Iraq a partir de las
guerras del Golfo, y más tarde en Siria misma: la cuasi destrucción de sus
Estados. Al concurso de estos factores habría que añadir el hecho de que varias
potencias próximas al Oriente musulmán ─o incardinadas geopolíticamente en
Oriente Medio─ como la Rusia meridional, la Turquía de Recep Tayyip Erdogan, e
Israel no han podido ni querido desligarse del clima de tensión que ha
precedido al “desenganche” americano de los compromisos multilaterales
derivables de los términos del acuerdo de 2015 con el Gobierno de Irán; y, por
supuesto, con sus altas instancias legitimadoras, como es el caso del guía
supremo (velayat-e Faqih) de aquella república.
Convergen,
pues, en Oriente Medio, una vez más, muchas de las características componedoras
de las crisis reiteradas y de diferente intensidad, que desde 1918 se ceban en
aquellos países, en sus habitantes y sus intereses respectivos. Ahora estamos
justo presenciando el inicio de su desarrollo.
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Se ha dicho
que se veía venir la decisión presidencial de Trump, conculcando, así, los
términos del acuerdo con Alemania, Francia y Reino Unido, en lo relativo al
respeto de Irán, siempre y cuando las autoridades iraníes no incumplieran las
limitaciones ─y restricciones─ impuestas a su dispositivo nuclear; a cambio de
que las potencias “occidentales” aliviaran la apremiante situación
económico-financiera que atraviesa Irán. Se ha roto, sin embargo, la baraja.
No podemos confiar ya en Estados Unidos de
América, se ha comentado en Berlín, y un criterio semejante se está
compartiendo entre Gobiernos y cancillerías, no solo de Londres y París, sino
incluso de Moscú y Pekín. La propia comisión internacional de control atómico
se ha visto desautorizada por el despliegue de la flagrante realpolitik, de que acaba de hacer gala,
de nuevo, Washington DC. Susan Rice, en persona, sostiene:
Cuando
se materialice este embrollo, Donald Trump, de acuerdo con su protocolario
procedimiento, echará la culpa a no importa quien: sus adversarios políticos,
Barack Obama, los europeos, todos, y los iraníes. En rigor, solo habrá un
responsable de este embrollo, el presidente Trump…
No habría que colegir de este embrollo
lo peor, aunque tampoco conviene pensar que las exclamaciones condenatorias
emitidas por el sector duro del régimen iraní deban subestimarse. Préstese
atención, por ejemplo, a las amenazas de “destrucción de dos ciudades
israelíes”, lanzadas a los cuatro vientos por Jatami, una alta autoridad iraní dentro de la cúpula
chií que controla el poder en Teherán.
La intención de los adversarios de la
República Islámica de Irán ─con Estados Unidos e Israel en cabeza de línea─ consiste,
por lo que parece, en desencadenar una feroz reacción entre los halcones de
aquel régimen contra el enemigo exterior y, naturalmente, contra los sectores
sociales que vienen propugnando desde dentro un cambio de la República hacia
horizontes liberales. De esta manera se lograría desenmascarar urbi et orbi al establecimiento
religioso que consagró la revolución de 1979 en la milenaria Persia. Como podrá
colegirse, una estrategia de esta suerte está repleta de riesgos. Entre otros,
el peligro nuclear al que en cualquier momento podría llevar la deriva del
conflicto en ciernes.
Bien pensado, la historia posee en su
despliegue un porcentaje no calculable de repetición, incluso aunque se trate
de una insólita edición nuclear, como la que, potencialmente, subyace en el
inicio de conflictos como el que se acaba de desencadenar.
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