martes, 5 de mayo de 2020

LA ABUELA REZONGONA, relato de Julia Sáez-Angulo




05/05/20.- Madrid 

            La abuela Amelia era rezongona. Mamá decía que tenía tal sentido de la justicia y la perfección que a todo le veía fallos; su sentido crítico era tremendo, incluso con sus seres más queridos. Cuando íbamos a visitarla, mamá nos preparaba con primor y hacía una revisión general en el portal de su casa, para que ella nos viera impolutos, nos estiraba la falda, ataba con cuidado el nudo del lazo, atusaba el pelo.... Pues no. Después de los besos de rigor, la abuela Amelia siempre encontraba algo que decir o criticar:
            -Niño, ese pelo que llevas ha crecido demasiado, necesita un buen corte.
            A Martita siempre la martirizaba con el largo de su vestido:
            -Niña, que vas a coger frío con esa falda tan corta.
            A mí me descubrió una sombra de mancha en un vestido blanco y me recriminó:
            -Esa sombra que llevas de una vieja mancha de grasa, hay que lavarla con blanqueador, porque el vestido es muy bonito.
            Mamá tragaba saliva para no soltarle una impertinencia. No la podía soportar.
            -Todo sea por las propinas que entrega, le comentaba a mi padre.
Efectivamente, la abuela Amelia era generosa y siempre que íbamos a visitarla nos daba a los nietos unas pagas excelentes, que nos alborozaban por dentro, sobre todo, cuando eran en billetes, pues nos daba la sensación de que valían más que las monedas.
            La abuela Amalia era una mujer muy pulida, cuidaba mucho su aspecto exterior de anciana con bonito cutis mate, con un pelo blanco y reflejos azules, vestidos camiseros realzados por un collar y zapatos mocasines siempre bien lustrados. Desde el punto de la mañana en que se levantaba, se acicalaba cuidadosamente y se ponía a leer en la mesa camilla, junto al balcón del salón que daba a la calle Goya. Decía que no aguantaba la televisión, porque era un ruido fijo insoportable que le producía dolor de cabeza; a ella le gustaba el silencio para leer novelas españolas, francesas y, sobre todo, inglesas con largas sagas familiares.        Una muchacha latinoamericana interna, Irma, cuidaba a la abuela desde hacía más de diez años, le hacía las tareas de la casa y la soportaba con paciencia, porque además le pagaba bien. En el fondo se respetaban y apreciaban. La muchacha enviaba la mayor parte de su salario a Ecuador, donde su madre le cuidaba los dos hijos pequeños que tuvo siendo muy jovencita.

*****

          Cuando llegó la pandemia del cobid-19, el virus atacó con virulencia a Irma y a la abuela Amalia. Mi padre se hizo cargo de llevar a ambas mujeres al hospital de campaña instalado en Madrid, porque los otros hospitales estaban colapsados de enfermos. Papá, que vio el panorama sanitario de aquel hospital improvisado en dos días, quedó fuertemente impresionado; lo peor era que no permitían visitas a los parientes para evitar nuevos posibles contagios. Para evitar contagiarnos a mujer y a sus hijos, papá decidió alojarse en casa de la abuela durante una cuarentena de quince días, que era lo establecido por las autoridades sanitarias. Fueron días difíciles, de tensión y de angustia; el número de muertos crecía cada día en la ciudad y el de infectados aumentaba sin cesar. Esto es apocalíptico, decía mi madre, a la que vi llorar a escondidas.

            A los dos días de ingresar a la abuela, nos comunicaron que había muerto. Fue muy triste; solo papá pudo ir a la morgue en el palacio de hielo saturado de ataúdes y al sepelio, después. Él informaba de todo paulatinamente a mamá y ella nos daba la versión suvizada de lo que iba sucediendo. Yo escuchaba también la voz de papá al teléfono, porque me situaba cerca y se oía con bastante nitidez. Por papá supimos que la abuela Amelia e Irma estaban situadas una al lado de la otra y esto nos pareció que podría consolarlas en medio del aislamiento en el hospital.

            Afortunadamente Irma se recuperó y volvió a casa de la abuela para recoger sus cosas. Papá, después de finiquitarle el sueldo por su trabajo, le dijo que podría quedarse unos días en casa de la abuela, hasta que encontrara nuevo alojamiento y trabajo. La muchacha estaba muy afectada y agradecida a la abuela Amalia, pues, según contó, hubo un momento en que ante la escasez de material sanitario, los médicos se encontraron con un solo respirador para aplicar a una u otra de las dos mujeres y la abuela señalo a Irma y dijo:
            -Ella es más joven y tiene que sacar adelante a dos hijos.
            Cuando se abrió el testamento de la abuela, una de las cláusulas decía que se le pagara el sueldo de diez meses a Irma después de su fallecimiento, para que pudiera encontrar tranquilamente un nuevo trabajo.


1 comentario:

elpedrete dijo...

Julia, un relato muy tierno el tuyo. Es como poner rostro a lo que vemos en las noticias, el hospital de campaña, la morgue improvisada… Me ha encantado leerlo.

Yo también participo en el concurso de Zenda con una de mis historias:

https://elpedrete2.blogspot.com/2020/05/zenda-el-ritual.html

Suerte.