viernes, 15 de abril de 2022

EL PEREGRINO JEROSOLIMITANO. Relato

peregrino descalzo en la basílica


Julia Sáez-Angulo


A Conchita Reixa y Teresa Alzugaray

Nadie sabía de dónde llegó, ni qué lengua hablaba, pero él entendía a todos y se hacía comprender con sus gestos. Todos lo consideraban un ser estrafalario. llegado de no se sabía dónde. Quizás un perturbado. El peregrino, contemplaba, con mirada recogida, la ciudad de Jerusalén al tiempo que rezaba de rodillas a lo largo de la Vía Dolorosa.  

    Cuando levantó la vista,  vio la estrella de seis puntas de David, el poeta rey, en una colgadura blanca; escuchó seguidamente la voz de llamada del muecín desde un minarete, y al momento, las esperadas campanas de la cercana basílica de la Anástasis, donde se encuentra el Santo Sepulcro. Habían estado calladas desde el Viernes Santo. Aquel repicar le recordó la fiesta dominical de la Pascua y su corazón daba gracias a Dios por haber podido seguir los pasos del Maestro en la ciudad santa, a la que tantas veces Él había subido con sus discípulos. Sabía que, en Jerusalén, después de recorrer la Vía Dolorosa, el Mesías acabó por entregar su vida al Padre, en rescate por todos los hombres. Las campanas de la Pascua hablaban ya de Resurrección.

Glorifica al Señor, Jerusalén... Jerusalén, Jerusalén, cantaba el peregrino, entonando el salmo 147 en su fuero interno y, de vez en cuando, a voz en grito, ante la mirada circunspecta de los viandantes. Dirigió sus pisadas guiado por las cúpulas grises de la iglesia del Santo Sepulcro y al entrar en la iglesia, siguió de rodillas en la prolongada fila que conducía al edículo dónde había reposado el cuerpo de Nuestro Señor.     

    Los demás peregrinos, en pie, miraban con estupor la extravagancia orante de aquel hombre magro, enjuto y diminuto, con vestimenta blanquecina polvorienta. Un hombre, seguramente un mendigo, que viajaba en solitario desde misteriosas tierras, vestía ropas raídas y avanzaba hacia la entrada del edículo, despellejando sus rodillas, para cumplir una promesa, o implorar, quizás, la salud de un hijo.

Una potente melopea copta llegó a los oídos del peregrino, quien escuchó atento aquel canto llano que, como él, parecía dirigirse a Dios con urgencia, con insistencia. El peregrino recordó las palabras de san Agustín: cantar es orar dos veces, por lo que se sumó a aquella entonación litúrgica monocorde, que parecía venir de la noche los tiempos y él seguía con la mimética repetición de un responso. 

Al fin el peregrino llegó a la entrada del Santo Sepulcro. Un pope barbado le ayudó a poder entrar. Hay que bajar la cabeza para no golpearse, le advirtió. Al pasar la diminuta puerta, el peregrino vio a dos serafines esculpidos en el muro, que veneraban de continuo el lugar donde reposó el cuerpo beatísimo del Más Alto. 

    El peregrino oró arrodillado ante el Sepulcro sagrado y siguió cantando la melopea copta, pese a la petición de silencio del pope. El peregrino quería rezar mil veces en aquel lugar santo. La sangre de sus rodillas mojó el suelo del edículo sagrado y el peregrino pensó que se habría mezclado con la del Salvador. Tras besar la piedra, el hombre salió del Santo Sepulcro creyéndose pariente del Señor, por haber unido sus sangres. 

    Cuando caminaba por las calles de Jerusalén, el peregrino se sintió un jerosolimitano más, que seguía a Cristo. Ya nunca abandonó la ciudad tres veces santa. Nadie supo jamás de dónde llegó aquel hombre, ni qué lengua hablaba, pero él comprendía a todos y se hacía entender con sus gestos. FIN

Jerusalén, 06/11/17

Publicado en la revista Oriflama en 2018

2 comentarios:

Juana Mari Herce dijo...

Peregrinar hacia un lugar santo te ofrece una oportunidad para la reflexión,oración y disfrute de la amistad.Es también un tiempo de crecimiento personal y de Fé.
Así como el peregrino de tu bellísimo cuento.
Gracias por compartir.Feliz Viernes Santo

Raúl dijo...

Muy bello relato, que nos hace reunirnos a todos en Jerusalén.¡Muy felices Pascuas!