domingo, 15 de septiembre de 2024


16 de septiembre de 2024


        Por Julia Sáez-Angulo


CEPAS PARA LA ESTUFA

Eran los primeros días de clase y yo regresé a la escuela rural del pequeño pueblo norteño. La escuela estaba en el primer piso, sobre una nave de aperos de labranza. Hacía frío invernal, pese a estar en otoño. El frío se prolongaba en aquel espacio escolar estrecho y alargado. La maestra de párvulos, una mujer enjuta que vestía siempre de negro y peinaba con una suerte de tirabuzón alrededor de su cabeza, nos recibía cada mañana con cara seria para mostrar su autoridad.

Papá me acercaba a la escuela, llevándome a hombros, para evitar que manchase mis zapatos limpios en el suelo embarrado. Yo le obligaba a bajarme de sus hombros, poco antes de llegar a la escuela, para que no me vieran mis compañeros como a una bebé.

La maestra nos dijo un día que no había leña en la escuela para encender la estufa y que preguntáramos en nuestras casas si pudieran aportar alguna carga de leña. Cuando yo lo dije en la mía, papá se apresuró a preparar una carga de cepas arrancadas, que estaban bajo el cobertizo de atrás de la casa.

Cuando papá las llevó a la escuela, la maestra se mostró a gradecida y le dedicó una sonrisa a papá. Yo nunca la había visto sonreír. 

A media mañana, la maestra encendió la vieja estufa redonda de hierro, y un humo espeso y seco inundó la escuela, haciéndonos toser a todos, maestra y párvulos al mismo tiempo. La maestra, sacudiéndose el pecho, abrió los balcones para que saliera aquel humo denso y poder respirar. Cuando se marchó el humo, la maestra me miró con ojos inquisidores y me dijo:

-Dile a tu padre que la leña está verde.

Percibí que los ojos de los niños posaban acusadores sobre mí, con ánimo de reproche. Acongojada, bajé la cabeza y comencé a llorar.

No quise volver a la escuela nunca más, pero papá siguió llevándome cada día sobre sus hombros, para evitar que mis zapatos limpios se embarrasen.


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