Por Julia Sáez-Angulo
26.10.09 .- Madrid .- Le encantaban las tertulias literarias. Voy a poner una día a la semana para recibir en casa, como hacíamos antes. Es lo más cómodo; el que pueda que venga y el que no, que no venga. ¿No te parece?, me decía cada cierto tiempo. Echaba de menos el ambiente de tertulias madrileñas de antes de su exilio en México. Solía asistir con frecuencia a las del poeta Juan Ramón Jimenez en la calle Lista (hoy José Ortega y Gasset).
Le gustaba la compañía y la conversación. Ernestina de Champourcín y yo hemos pasado varias tardes juntas en su casa del Paseo de la Habana en Madrid hablando de mil cosas, pero sobre todo de literatura y de escritores si es que no es lo mismo. El poeta y editor Arturo del Villar –su editor- nos acompañaba con frecuencia y disfrutábamos los tres con la palabra porque nos interesaban las mismas cosas y nos movíamos en el mismo campo de la cultura y la literatura.La escritora preparaba un té aromático con pastas, muy bien servido en bonita bandeja, tazas de porcelana y pequeñas servilletas de tela. El té nos espabilaba y ayudaba a sostener la conversación más fluida.
Conocí a Ernestina de Champourcín (Vitoria, 1905 - Madrid, 1999) en los años 70, al hacerle una entrevista para el diario Arriba en el que yo dirigía el suplemento cultural. El fotógrafo del periódico le hizo una buena sesión de fotos, algunas conmigo, que conservo con aprecio en mi álbum; son todas de gran formato (13 x 18 cm). También guardo otra pequeña foto junto a Ernestina y el poeta académico José García Nieto, ya fallecido; si no recuerdo mal fue en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, con motivo de la entrega de un Premio Cervantes.
Ernestina era una mujer acogedora, con sentido del humor y acentos de ironía. Debido a los libros que Arturo del Villar preparaba sobre Juan Ramón Jiménez, hablábamos mucho de él y de Zenobia, buenos amigos suyos. Ernestina conservaba cartas de ambos en su archivo personal y a veces nos las mostraba para corroborar lo que nos decía, que el poeta de Moguer tenía una escritura de rasgos rúnicos. Algunas de esas cartas las vendió más tarde a la Biblioteca Nacional. La escritora nos contaba anécdotas de su encuentro con el matrimonio Juan Ramón -Zenobia en Nueva York, cuando ella era traductora en la ciudad norteamericana.
Arturo del Villar y yo le decíamos que convendría poner una placa memorial en la casa de la calle Serrano de Madrid, donde vivió Juan José Domenchina, esposo de Ernestina. A ella le parecía bien, así que iniciamos las gestiones con un escrito y documentación en el Ayuntamiento madrileño. El editor fue el encargado de entregar la documentación, pero desgraciadamente no se consiguió nada. El mutismo fue total y nos quedamos desencantados.
Cuando comuniqué a Ernestina la noticia de mi boda en 1983 se alegró y me hizo varios comentarios de todo tipo sobre el matrimonio, serios, humorísticos, irónicos... Solo recuerdo uno a modo de conclusión que me pareció reflejaba su propia experiencia: “El matrimonio es difícil pero interesante”. Cuando en 1985 nació mi hija Cristina y la invité a su bautizo, me ofreció para ella el regalo de una joya suya envuelta en un saquito de terciopelina azul. “Para cuando sea mayor”, me dijo. Se trataba de un anillo de plata con numerosos hilos con pequeñas turquesas engarzadas, anudados por un pasador. Seguramente Ernestina lo adquirió cuando residía en México.
Fue feliz en su estancia mexicana
Del país azteca contaba muchas cosas. Reconocía que fue feliz allí. A diferencia de su marido, que echaba continuamente en falta a su Madrid natal, ella se adaptó por completo a la ciudad americana donde contaba con amigas muy queridas a las que citaba con cariño. Le gustaba relatar una anécdota que a mí me hizo particular gracia. Al poco de instalarse en la ciudad de México, contrató a una muchacha india para que le ayudara en las tareas domésticas. Ella le hablaba en su tono habitual y le daba las indicaciones precisas sobre qué limpiar o qué hacer en la casa, pero la muchacha se le plantó y con cierta dignidad ofendida, le dijo:
-Señora, si me habla golpeao, yo la despido.
Seguidamente comparaba el tono seco de los españoles, sobre todo castellanos, con el más dulcificado de los latinoamericanos. Ella misma trató de moderar su tono en el país azteza.
En cierta ocasión le dije que yo escribía relatos y se echó a reír.“Hoy todo el mundo escribe relatos”, me dijo. Me quedé seria y le dije algo histriónica: “Ernestina, me has ofendido”. “No, no. No era mi intención hacerlo”, insistía después preocupada.
Arturo del Villar le editó un par de libros y los tres los celebramos en su casa comentando y analizando la publicación.
Comencé a hacer una colección de poesías manuscritas por sus autores y le pedí una a ella. En realidad fue de los primeros poemas manuscritos guardados. Me preguntó cual quería, pero le dije que lo dejaba a su elección. No tardó muchos días en entregármelo. Había elegido un poema dedicado al pintor Van Gogh “en consideración a que tú eres crítica de arte”, me dijo. Muchas veces habíamos comentado el retrato de perfil que le hizo Bernardino de Pantorba, y que tenía colgado en su salón. Era una bella cabeza, un buen dibujo ligeramente coloreado que representaba un rostro joven que guardaba bastante fielmente el parecido con la mujer madura que era en los 70.
Ernestina era una mujer muy independiente y de carácter. Hablaba de Carmen Conde y de su marido a quienes había tratado. También de las hermanas Pedroso y Sturdza, sobre todo de Lolita y Margarita, a quienes conoció en los años 30 en la casa de Juan Ramón Jiménez. Eran las niñas jovencitas que alegraban la vida del poeta, esas que le hacían decir a Zenobia cuando llegaban: “Juan Ramón, aquí están tus niñas”. Eran muchachas muy guapas, hijas del conde de San Esteban de Cañongo y de la princesa rumana María de Sturdza. Juan Ramón anduvo platónicamente enamorado de Margarita a la que dedicó algunos poemas.
Amiga de poetas y artistas
También nos hablaba –porque yo le preguntaba- de María Roësset, la escultora que se enamoró de Juan Ramón y acabó suicidándose porque su amor era imposible al estar él casado. Fue un episodio muy doloroso que los conmocionó a todos los que estaban cerca del poeta que llegaría a premio Nobel.
Quise conocer a Margarita de Pedroso y la entrevisté para el suplemento del ABC, titulado Blanco y Negro, bajo el título “Margarita de Pedroso, el amor platónico de Juan Ramón”. Ernestina me había facilitado su teléfono. Margarita me recibió en su casa de la calle Serrano que hacía esquina y desde su ventanal en rotonda se divisaba ampliamente la calle Juan Bravo. Cuando le dije que sus datos me los había facilitado Ernestina de Champourcín, quiso volver a verla e invité a ambas en mi casa para reunirlas. A partir de entonces siguieron viéndose y conversando a solas en casa de Ernestina.
Seguramente son muchos los recuerdos que yo tenga de Ernestina de Champourcín, pero, por ahora, son sólo estos los que afloran. Cuando se vive sin pensar en que un día todo será sólo memoria, una no trata de atesorar con usura lo vivido, sino que deja deslizar las cosas suavemente sin atraparlas con la fuerza en la escritura. Irán viniendo más cosas al pensamiento, porque la memoria es caprichosa, pero se podrán añadir como escolios.
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