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Víctor Morales
Lezcano
14.04.19 .- Hace poco más de un año,
el autor de estas cuartillas publicó un breve artículo titulado “El regreso de
las fronteras” (Revista de Occidente,
enero 2018, nº 440). Partamos hoy de una elemental reflexión ─derivada─ sobre
el asunto de marras.
Parece que el regreso de
las fronteras implica actualmente un regreso hacia la concepción separatista de continentes, países, pueblos y mares del
planeta Tierra que predominó hasta hace prácticamente un siglo. No en vano, estamos
volviendo actualmente la mirada hacia el final de la Primera Guerra Mundial y a
la Paz de París, que vino a sellarla diplomáticamente (1918-1919), cuando
a las hostilidades entre naciones sucedió una voluntad pacifista que culminó, al menos
en Europa, con el Tratado de Versalles de junio de 1919. Ocurrió, sin embargo,
que, tanto el ya envejecido hemisferio europeo, como otros parajes geopolíticos
menos vetustos (Japón y Estados Unidos) se precipitaron de nuevo por el
desfiladero de la guerra en 1945, creyendo que ese recurso resolvería las
contradicciones del sistema de Estados que condujeron a la Segunda Guerra
Mundial. En consecuencia, fue así como el nuevo orden de posguerra se construyó
día a día, año tras año, a lo largo y ancho del planeta Tierra entre 1943
(Conferencia de Teherán) y 1945 (Conferencia de Potsdam).
En el centro del
hemisferio occidental (Comunidad del Benelux) se fue abriendo paso la idea de
una Europa parcialmente unificada, al amparo del carbón y del acero, bajo los
auspicios del Plan Schuman. Corrían entonces los años 1950-1952. A partir de
aquellas fechas y prácticamente hasta el arranque del siglo XXI que nos está
tocando vivir, la idea de una cierta
praxis de la futura Unión Europea fue abriéndose paso a través de no pocos
obstáculos, contingencias y hasta peripecias de diferente calado, siempre con
el telón de fondo de lo que, al menos hasta 1990, vino a llamarse era de la
Guerra Fría. En puridad, los logros obtenidos por la experiencia comunitaria
fueron indiscutibles durante casi cuarenta años. ¿Quién podría ponerlo en duda?
La Unión Europea, sin
embargo, contrajo un padecimiento prolongado a partir de la crisis financiera (Lehman crash) que se desató entre 2007-2008, y
que, cual gota de aceite que se desplaza en superficie líquida, fue una crisis
que se expandió irremisiblemente a escala planetaria. Analistas sesudos,
augures proféticos y divulgadores de estirpe cibernética proclamaron que lo que
empezaba a afligirnos en el viejo mundo no se trataba, en el fondo, sino de la
irrevocable consecuencia de la globalización, especie de fase postrera de la
economía-mundo de antaño, pletórica de incentivos, aunque a la hora de pasar
factura, hubiera también que enfrentarse a sus costes.
Ahora bien, ocurrió que
la Europa de Maastricht, de la moneda única, de la nueva prosperity empezó a padecer de un malestar ¿coyuntural? Con este malestar
a cuestas comenzaron a aflorar en los países balcánicos, en Italia y en el
canal de la Mancha las fronteras preventivas en detrimento del Plan Schengen;
fue entonces, hace poco más de un decenio, cuando despuntaron los populismos
incipientes, con una inclinación, obsesiva y persistente, tanto al culto de lo
local, como al rechazo simultáneo del multiculturalismo de factura cosmopolita,
que estuvo en boga hacia 1990. Mientras, algún que otro pensador penetrante, como fue
el malogrado Tony Judt, nos advirtió lo siguiente:
La condición abstracta y materialista de la idea de Europa está demostrando ser
insuficiente para legitimar sus propias instituciones y mantener la confianza popular.
⌠Y añadía Judt⌡ La
unificación no es suficiente para captar la imaginación y la lealtad de
aquellos que se han quedado atrás en el cambio; sobre todo ahora ⌠2013⌡ que este ya no viene acompañado por una
convincente promesa de bienestar indefinido.
Fue, ya entonces, cuando
el euroescepticismo pasó de ser una vaga postura a un posicionamiento crítico,
demoledor incluso, de la Unión Europea, como puede leerse en la obra del
influyente sociólogo alemán Wolfgang Streeck. En los poco más de cinco años
transcurridos desde que se redactó el pasaje de Judt antes citado, podemos ─debemos─
preguntarnos sobre qué le ha venido ocurriendo de grave a la Unión Europea, sin
manifestar, empero, demasiada alarma ante la proliferación de partidos
políticos de inspiración nacional-populista, como es el caso del Fidesz Party ─que
lidera Viktor Orban, primer ministro de Hungría─, y también de la coalición
política de inclinación anti-europeísta que gobierna en Italia, por no hablar
de Alternative für Deutschland, que viene cosechando sendos triunfos
electorales consecutivos en Alemania, y que, al igual que las otras dos
formaciones políticas anteriores, está desempeñando la función de un insecto
llamado tábano; insecto que ha terminado por alarmar a la opinión pública
afecta a la democracia liberal en el viejo mundo. Es decir, a los líderes del
pensamiento afín a la defensa de la democracia liberal en Europa. Véanse, a
propósito, algunos jugosos apuntes de Bernard-Henri-Lévy (“La Casa Europea, en
llamas”, El País, 30 de enero de
2019); o, dentro del ámbito anglo-sajón, las cuartillas de Roger Cohen (“How Democracy became the Enemy”, The New York Times, April 7-8, 2018); o el caso de Willams Davies (Nervous States: Democracy and Decline of Reason, 2018). Hasta en
Grecia, Escandinavia y la península ibérica ha habido repentinos brotes
nacional-populistas como el caso de Vox en España. Veremos pronto, en nuestro
país, qué calado electoral obtendrá la nueva extrema derecha.
Las fronteras han vuelto
a endurecerse en Europa, en una especie de vaivén histórico infalible; o a
manera de reclamo ostensible por parte de una opinión pública que se siente
víctima de la lejana eurocracia
bruselense, radicada en el eje París-Berlín. Nos encontramos, por tanto,
ante un proceso de imparable anti-europeísmo (nutrido de xenofobia) que ha
venido a instalarse en la mente de millones de ciudadanos de la Unión Europea;
como ocurrió, a propósito, con millares de británicos durante la campaña
pro-Brexit de 2016, que ha conducido a aquellas islas a un impasse, que trae en jaque no solo a Theresa May, sino también al
Parlamento en Westminster y a la población insular entera.
Es
de buena ley reconocer, no obstante, que las élites de todas las naciones
miembros de la Unión Europea se han comportado con un descuido calificable de
arrogante, con reiteradas disfunciones en
terrenos prioritarios como la educación, el sector médico-sanitario, la cuestión
de los paraísos fiscales y la de defensa, y sin terminar de subsanar, además, el
lacerante desafío, sea, de la inmigración económica, o, sea, de la proveniente
de masas de población en busca de refugio (de ahí la denominación de “refugiados”).
Lo anteriormente citado constituye solamente algunas de las “solapas” de la
cobertura bruselense destinada a los casi seiscientos millones que alcanza por
ahora la población de la Unión Europea. Es necesario en estos momentos dar un toque
de atención alto y claro sobre estas cuestiones, puesto que se avecina una cita
electoral en la que el ideal paneuropeo puede jugarse su futuro.
Las
elecciones europeas del próximo 26 de mayo constituyen, sin duda, una cita
política, social y mental de solemne envergadura, toda vez que un temido
ascenso del voto nacional-populista y de sus presuntos aliados podría
interpretarse como una demostración del carácter cíclico con que suele
revestirse la historia en ocasiones; pero los trastornos que pudieran
producirse en las instituciones serían atribuibles tanto al descuido de las
élites eurocráticas, como al descontento desafiante de amplios sectores de
población continental y británica; descontento provocado por la desigualdad
económica estadísticamente comprobable en los países miembros.
Repárese, además, en el Schadenfreude que Moscú oculta, aunque
lo cultiva, ante el empeoramiento de cuestiones clave de la Unión Europea todavía
pendientes de sanear, así como ante la dimensión que está adquiriendo el pulso
entre Estados Unidos y China en sus respectivas estrategias de poder en plena
era de la globalización. Una era internacional en la que todos nos sentimos
inmersos de hoz y coz desde los albores del siglo XXI, y en la que, sin pagar
aquí tributo fácil al pesimismo de oficio, se respira un clima malsano para la
salud del arquetipo de relaciones internacionales elaborado por las democracias
liberales a partir del siglo XVIII, y que ha venido retrocediendo últimamente.
Volver a generar la confianza
del electorado europeo descontento, e incluso hostil a la gestión bruselense de
la Unión Europea, de la que venimos hablando aquí, es un imperativo de nuestro
tiempo que no puede posponerse; y ello ha de abordarse antes de que entre todos
contribuyamos al derribo de la UE por inercia colectiva.
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