Julia Sáez-Angulo
12.04.2020
Águeda Ahíllas había leído novelas sobre médicos en su adolescencia, sobre todo las del escritor y médico británico A. J. Cronin; las historias del Dr. Finley basadas en su propia vida eran emocionantes. También leyó la novela Doctor Zhivago, de Boris Pasternak premio Nobel de Literatura 1958, y la titulada MASH, de Richard Hooker. Después vio la serie televisiva Centro Médico, de la que era protagonista el Doctor Joe Gannon... ¡Apasionante! La profesión de médico le sedujo hasta el punto estudiar en la Universidad y obtener el título de Doctora en Medicina.
A su padre le parecía un tanto atrevido que su hija estudiara aquella carrera tan dura y larga, pero ella tuvo la ayuda de su tío, el doctor Manuel Ahillas, que ejercía de médico en otra ciudad distinta a la suya y que le había hablado a su padre: Convéncete, la Medicina es cosa de mujeres, porque ellas nacieron para cuidar y curar, es lo que hacen con sus hijos desde que los engendran en su seno y ya para toda la vida. No hay más que verlas en los hospitales lo listas y diligentes que son. Lo que de verdad es de hombres es la cocina, añadió el Dr. Ahíllas, fíjate como los grandes cocineros son hombres. Ellas solo saben hacer la comida sencilla de cada día.
El padre de Águeda se quedó pensativo.
Águeda, inteligente y obstinada, logró su propósito. La misma dificultad tuvo, por otra parte, su hermana, cuando, al año siguiente, quiso estudiar Bellas Artes y su padre se enteró de que tenía que dibujar y pintar con modelos desnudos de hombres y mujeres. Ella no tuvo un tío pintor y abogado, como tuvo Águeda. Era a principios de los años 80.
Fue emocionante para Águeda comenzar a trabajar como médico de familia en el ambulatorio de un barrio popular, por el que pasaban desde jóvenes con un catarro brutal –así decían ellos- a mujeres con hipertensión por obesidad, diabetes, hipotiroidismo o dolores de espalda casi crónicos por haber levantado mucho peso con los hijos; también ancianos aburridos que se quejaban continuamente de sus rodillas y de su torpeza al andar. Una Medicina que si no curaba, al menos aliviaba de molestias y dolencias. El juramento hipocrático de salvar vidas se le antojaba a Manuela una hipérbole en aquel lugar.
Pero Águeda, cuando pasó a trabajar un hospital, no imaginó jamás que le iba a tocar vivir una pandemia como la del Covid-19 en pleno siglo XXI, un neumonía contagiosa y generalizada, como una peste medieval, a extremos de no poder contar con plazas suficientes en el hospital, ni las necesarias plazas en la UCI, ni contar con respiradores para permitir el aliento de todos los enfermos graves, ni mascarillas adecuadas para quirófanos, ni guantes a propósito para auscultar pacientes... Era la locura y la necesidad de calma y control al mismo tiempo. Los médicos eran el baluarte de aquel pandemónium, que arrojaba cifras de muertos hasta acercarse al millar a diario. Se improvisaron hospitales de campaña y hoteles de recuperación de enfermos. La morgue del hospital estaba saturada, las funerarias también; se habilitaron los palacios de hielo para acoger a ristras de ataúdes. Los cementerios establecían turnos; solo una persona podía asistir al sepelio; estaban prohibidos los funerales... Se estableció el confinamiento casi total de la población.
Las jornadas de catorce o dieciséis horas eran agotadoras para Águeda. Cuando regresaba a casa se tiraba momentáneamente en el sofá y no quería escuchar radio, ni televisión, porque hablaban de lo mismo que ella acababa de ver y dejar. Quería olvidar. Sus hijos la miraban preocupados. Necesitaba silencio y dormir; ni siquiera música. La Doctora Ahíllas recordó el dicho de su padre valenciano: Tú lo quisiste fraile Montén, tú lo quisiste, tú te lo ten. Ella había elegido la Medicina y tenía que apechugar con todas las consecuencias. La vida manda, pero lo hace siempre con dificultades y obstáculos por medio. Tenía tres hijos y estaba separada; eso lo complicaba todo. ¿Qué hacer? Reflexionó: un médico no se improvisa y todos somos pocos para atender esta situación apocalíptica. Habló con su ex marido, pero él no estaba dispuesto a quedarse con los chicos. Águeda temía no poder atenderlos que lo requerían y, lo que era peor, temía contagiarles el maldito virus. Llamó a su madre viuda, ella sí respondió a su requerimiento: se quedaría con sus hijos, mientras ella se dedicaba a los hijos y padres de los demás. La doctora respiró aliviada. Las mujeres siempre responden, pensó.
Y vuelta a empezar con el ingreso masivo de pacientes afectados por la fiebre, el malestar de garganta, la tos seca, los ahogos en su respiración, las filas en urgencias... ¡Necesito dos respiradores!, dijo la Doctora Ahíllas para dos pacientes, mujeres de 65 y 67 años respectivamente. No hay más que uno, respondió la enfermera. ¿Qué hacer? ¿A quién se lo pongo? ¿Qué decía en estos casos la asignatura Deontología Médica?, pensó la doctora, todo ello en una fracción de segundo. Y en su leal saber y entender, tomó una determinación y actuó.
A los cinco minutos escribió en su cuaderno de notas la palabra Exitus, mirando a una de las dos mujeres.
A los cinco minutos escribió en su cuaderno de notas la palabra Exitus, mirando a una de las dos mujeres.
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