Julia Sáez-Angulo
23/11/20.- Madrid.- La vuelta de Carmen Maura al teatro es siempre un aliciente. En este caso para un duelo dialéctico bravo entre ella y Dafnis Balduz, una profesora de canto y un alumno que aterriza en su estudio para preparar una canción para el funeral de su madre. Una obra bien trabada de afirmaciones y réplicas, que va descubriendo paulatinamente la relación entre ambos personajes, con una intensidad que refleja un in crescendo que se agradece.
La palabra da significado claro a las cosas, se deduce de la tensión dialéctica entre dos seres humanos que van poniendo de manifiesto su dolor y los deseos no siempre coincidentes entre ambos, así como la necesidad del tiempo para entender o asumir las cosas, incluso para no hacerlo en la misma medida y el necesario respeto que debe emanar de las diferentes posiciones.
El autor de La golondrina sabe dosificar bien la información para el espectador e ir soltando las verdades que laten tras la situación y posición de ambos. Hay drama con acentos de humor, pero sobre todo hay dolor en posiciones diferentes y eso se percibe muy bien. La dirección ha querido cierta contención en la expresividad de los personajes, por lo que se echa de menos quizás una máxima tensión en algunos momentos entre ambos.
El trasunto dramático de Las golondrina es la homosexualidad (parte de la intriga, pero necesario manifestar en la crítica teatral), tema continuamente repetido de una u otra manera en los escenarios de hoy, quiero decir con mayor o menor intensidad de presencia, pero siempre traída a escena. Esto fatiga o puede fatigar a los espectadores, que ven intereses creados en la frecuencia. El asunto puede tener efecto bumerán). En la obra que nos ocupa, el asunto es central y encarado de frente, con argumentaciones bien articuladas en una y otra posición, que son más bien temporales en la asunción, que en el fondo. Las posturas maximalistas no existen o no debieran existir en la vida; cada cual asume las cosas con su sensibilidad y antecedentes, el back ground, y en la vida se deben aceptar los ritmos y los matices bien sostenidos por uno u otro personaje. No caben posturas drásticas en la vida, aunque sirvan para el teatro. Cada individuo es un cosmos. Entre el blanco y el negro caben infinidad de matices.
En suma, La golondrina es una obra que emociona a los espectadores que acuden y se entregan al aplauso, pese a las continuas llamadas de un móvil infernal que irritó a los asistentes y ralentizó el discurso de actores en varios momentos, ante la repetición de la llamada intermitente, que los acomodadores no acaban de localizar. Fue el domingo 22 de noviembre.
Quizás la voz de Carmen Maura se perdiera de vez en cuando -y no solo por el ring del celular. Un poco baja. A veces el intercambio dialéctico se hace más recitado que sentido, porque hay mucho, demasiado que decir o argumentar. Y finalmente, en plena tensión de los descubrimientos afectivos y personales, la carta leída se hace demasiado larga y añade recitado.
En suma, una obra que vale la pena ver, en la que la sensibilidad de cada espectador calibrará aciertos o bajadas, como en la posición misma de una madre o un amante ante el mismo hecho. No hay nada más hermoso en la sociedad que la tolerancia en grados y matices, sin que se quiera imponer lo propio al otro.
Se agradece una puesta en escena con salón burgués amueblado y piano, en medio de tantos montajes minimalistas y/o paupérrimos.
Ficha técnica
Texto: Guillem Clua
Intérpretes: Carmen Maura y Dafnis Balduz
Dirección: Josep Maria Mestres
Ayudante de Dirección: David Blanco
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