L.M.A.
6/6/22.- Madrid.- El pintor Pedro Castrortega (Piedrabuena, Ciudad Real, 1956) residente en Madrid, expone una veintena de pinturas en la Casa del Reloj, en Matadero, Madrid, bajo el título de “Tiempo Roto”. El comisario de la exposición Jesús Cámara escribE en el catálogo:
“Si algo caracteriza la obra de Pedro Castrortega, tanto en pintura como en escultura, es su particularísima iconografía centrada en la presencia constante, y casi totémica, de extraños seres y de elementos de la naturaleza: animales, lunas, soles, árboles, ojos, sombras, agua... y los espíritus que ineludiblemente la conforman.
Esos seres que pueblan sus lienzos, no son sólo un recurso estético, ni una solución expresiva. Son, ante todo y después de todo, los protagonistas de su propio universo y de un mundo creado por él muy pronto, arraigado en él muy profundo. Con seis décadas de vida, e intensas experiencias cosmopolitas, en Nueva York, Berlín, o París, Castrortega ante el lienzo, vuelve a ser el niño nacido en un pueblo en las estribaciones de los Montes de Toledo. El hijo del llano implacable y de la sierra agreste, donde todo es verdadero, y sin embargo, donde caben todos los sueños.
Creció sin apenas contacto exterior civilizado: sin juguetes, sin televisión ni radio. Así conformó su propia cosmogonía y forjó su personalidad. Aprendió a pintar como de la nada, el arte nació en él, o de él, como nació en el hombre, dibujos sobre la tierra hechos con un palo. Lo que hubiera podido ser su cayado de pastor se trastocó como por encanto en pinceles, quizás por eso en sus lienzos todavía quede tanta magia.
El mundo del que viene, y al que siempre vuelve, es otro: el del aullido de los lobos rasgando la noche, el grito ronco de la berrea retumbando en las sierras, o el caliente jadeo de Linda, la perrilla con la que aprendió a andar primero, y a nadar luego en el río. Un mundo del color de la luz, de la luna partiendo la noche, del rojo de la sangre en su lucha por la vida, del blanco resplandor de la jara en lo oscuro del monte, el mundo de azules infinitos del agua flotando inmaculada sobre el lodo, o el reino del violeta, cuando atardecen los cerrillos de piedra que alguna vez fueron volcanes en el ignoto Campo de Calatrava.
El suyo es el mundo de las sensaciones, siempre habitado por sombras que crecen y se transforman. Según el momento o el lugar, inquietan o dan cobijo; a veces son monstruos, y otras, manos amigas; sombras que son materia, más que juegos de luz, como las nubes que, cuando están, semejan algo diferente cada rato. Ese rato es la medida del tiempo para un hombre sin más reloj que el andar del sol por la cúpula celeste. Un tiempo que la distancia, la pandemia y la muerte han roto. Este es el TIEMPO ROTO de Castrortega. Algo que como un vidrio caído, ya no se puede recomponer, pero que genera toda una galaxia de nuevas formas que ahora se plasman en sus lienzos.
Eso, que tanto merece ser contado, es lo que ahora se nos muestra.
Todo en la vida y en la obra de Pedro Castrortega es como un pequeño milagro, un sueño hecho realidad, como lo que se nos viene a la mente ante la primera apreciación de muchas de sus obras. En efecto, es un pequeño milagro que aquel hijo de un perrero de rehala saliera de Piedrabuena para conquistar Manhattan y lo consiguiera. Es igualmente, un pequeño milagro que los recursos del expresionismo alemán, o el lenguaje plástico de la transvanguardia italiana y los Caprichos y la Pinturas Negras de Goya, converjan en los ojos de esas lechuzas, que sin embargo son, también, las de los campos manchegos, las de sus noches, las de los miedos y las certezas de un niño en cuya casa no había un solo libro, y en cuya pintura hay tanto de literario.
A pesar de la pulsión creativa que empapa su obra, nada es casual ni superfluo en el arte de Castrortega. Como si se tratase de un bestiario neo-románico todo tiene su símbolo y su referente. Lenguaje y mensaje, significante y significado se funden en esa suerte de quimeras anfibias e imposibles, figuras universales del mal, la libertad, o la lucha por la supervivencia. Castrortega, más que nunca, abre el corral del pudor y de la consciencia a todo un zoológico de seres míticos, que frecuentemente sucumben a la tentación antropomórfica, en el reflejo de la identidad de uno mismo. Hablo de esas caras sin rostro, o de esos cuerpos sin carne, que se mezclan con lobos de cabeza cuadrada, de seres de niebla que suben al cielo como las almitas en los retablos góticos. Toda una recherche ontológica circundada de una charca donde toman vida sueños y obsesiones. Su zodíaco reinventado en cada lienzo le convierte en un buscador de formas, en un intérprete de la materia. Son bichos que flotan en un no-espacio sagrado, ingrávidamente cósmico, un magma cromático, denso y atemperado como debió ser esa sopa primigenia de la que nació la vida. Todo ello trasladado al lienzo, a veces muestra su trama desnuda, apenas velada o al contrario, cargado de materia que refuerza su contundencia expresiva.
Tratar de taxonomizar su obra nos conduce a un divertido juego léxico-historiográfico en el que cabe todo, desde la boutade a la herejía. Podríamos hablar de naturalismo onírico, de abstracción mística, de expresionismo psíquico o de posmodernidad poética. En su diversidad todo vale, pero no existe movimiento, tendencia o lenguaje en la que su alegoría plástica se sienta como en un traje a medida.
El suyo es un universo personal, que sin embargo nos es cercano, tal vez porque también son nuestros sus héroes y sus villanos, quizá porque sus temores son los nuestros, y seguramente porque nos inquietan las mismas amenazas y compartimos los mismos anhelos. La comunión de Castrortega va más allá del espectador de su obra, del público o de la crítica. Su mensaje, caótico, contenido y esperanzado alcanza al género humano; nos trasciende.
Esa es su propuesta. Y su riqueza".
Pintura de CastrortegaPedro Castrortega
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