Víctor Morales Lezcano
Hace una treintena de años puede participar en un coloquio que, sobre neutralidad en la historia, convocó la Universidad de Helsinki, en Finlandia. Una “legión” de historiadores estuvimos presentes, en esta ocasión, siguiendo las pautas organizativas del profesor Jukka Nevakivi y del reconocido maître à penser Jean-Baptiste Duroselle (+ 1994), durante las sesiones celebradas entre el 9 y 12 de septiembre de 1992. Recuerdo ahora con relativa claridad el tenor de la íntima decisión que tomé al término de la convocatoria historiográfica finesa y que podría formularse a grandes rasgos como sigue: visitar durante un prolongado fin de semana la ciudad de Leningrado. Legendaria ciudad que recuperó la denominación de Petrogrado, o sea San Petersburgo, como quiso Pedro I el Grande (1672-1725) que, de cara a la posteridad, fuese reconocida. Afortunadamente, pude llevar a buen fin mi intención en unos días grisáceos de aquel inolvidable mes de septiembre. El impacto arquitectónico que me causó Leningrado ha sido imborrable.
Si traigo a colación este recuerdo es a causa de la actual guerra europea que se ha desatado en Ucrania. Tema que viene siendo de mucho seguimiento informativo desde hace seis meses, como es fácil de comprobar. Se trata de una nueva guerra en Europa, y que lamentablemente es probable que se prolongue. Por si pocas guerras hubiéramos tenido en los tramos del siglo XX y del XXI que llevamos recorridos: dos guerras mundiales, recidivos conflictos en los Balcanes y ¡ahora, Ucrania! De una parte, porque la oligarquía gobernante de la Federación Rusa, con Vladimir Putin al frente, ha venido a considerar que Ucrania, vecino territorial y miembro de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (1917-1991), es para Moscú un incómodo vecino fronterizo, permeable a los avances geopolíticos de la OTAN. Y bien sabemos que la ley del más fuerte suele ser, desde hace milenios, un imperativo ineludible en el escenario de las relaciones internacionales desde la noche de los tiempos.
Ahora bien, no seríamos equitativos si nos olvidáramos de evocar, aquí y ahora, que −luego de concluida la larga Guerra Fría (1947-1990) que se produjo entre los bloques americano-europeo occidental, de una parte, y soviético-euroasiático, de otra− los “rencores” y las brasas de aquella época no han desaparecido todavía. Ni la “santa” Rusia, ni el “exitoso” orbe de los Estados Unidos de América ni las potencias afectas a su papel dominante desde finales de la Segunda Guerra Mundial han encontrado, al final de la Guerra Fría, la fórmula de conllevanza prometedora y obligada que convinieron a partir de 1991 la majestuosa fortaleza del Kremlin y la siempre inmaculada Casa Blanca sita en Washington DC.
Las pulsiones que mueven históricamente a los imperios clásicos (Roma versus Cartago, la Macedonia alejandrina versus la Persia sasánida…) duraron lapsos temporalmente muy prolongados, antes de que culminaran sus definitivas extinciones imperiales.
Como se ha podido comprobar, de nuevo, a lo largo de los últimos seis meses que han convertido a la Ucrania contemporánea en el escenario de una nueva fragmentación de Europa, el obstinado y obsesivo recelo de Estados Unidos y sus agencias hacia la Rusia exsoviética y, a lo que parece, la perturbadora nostalgia ruso-moscovita por aspirar a ser un indiscutible “hegemon” en las relaciones internacionales de hoy, dan a ambas partes la impresión de que las dos superpotencias de marras no han disparado todavía todos los cartuchos que les quedan en la recámaras de sus pelotones de fusilamiento.
Para cerrar las pocas líneas de esta semblanza consagrada al antagonismo entre potencias de naturaleza imperialista, habría que recordar −y casi de oficio− la amenaza nuclear que se cierne hoy día sobre el planeta Tierra, en caso de que las pulsiones destructivas venzan a las del entendimiento diplomático entre intereses encontrados de potencias incorregibles.
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