Hopper,
mito de la pintura americana en el museo Thyssen-Bornemisza
Julia
Sáez-Angulo
El pintor
norteamericano Edward Hopper (1882 – 1968) es un artista mítico entre los
museos norteamericanos y sus visitantes. Tener un Hopper en las colecciones lo
avala como institución afortunada por poseer una de las relativamente escasas
piezas que el artista creó, con su particular poética de luces y soledades, de
representación de la vida americana. El Museo Thyssen-Bornemisza presenta una
exposición de su obra, en sintonía con la obra que el propio museo guarda celosamente.
La exposición de Hopper se hace en colaboración con la
Reunión de los Museos Nacionales Franceses, si bien la muestra en París contará
con algún cuadro más procedente del Art Institute de Chicago, que lo denegó a
la Fundación Thyssen en Madrid, supuesta respuesta a la previa negativa del
Thyssen a ceder el cuadro “Habitación de hotel” (1931) en anterior solicitud.
El “do ut des” funciona desde los romanos. Todo dicho sin eufemismos. Algún día
ambas instituciones, Thyssen y Art Institute hallarán su punto de encuentro.
La muestra de Hopper se abre con un espléndido autorretrato en
tonos fríos, que da cuenta de una paleta iluminada por su particular sentido de
la luz, eléctrica en muchos casos de gran impacto y originalidad. La fotografía
o, mejor aún, el cine han influido notablemente en la obra de Hopper; el cine
como una de las bellas artes potenciada en los Estados Unidos con épocas
doradas que por fuerza entraba en las retinas del creador americano. Algunos de
los cuadros de Hopper condensa el aire de secreto o misterio de un thriller de
Hitchcock
Reflejo americano
La pintura holandesa, principalmente Vermeer y Rembrandt,
junto al pintor francés Valloton, iban a nutrir el imaginario de Hopper, por
ello la exposición incluye varias obras de este pintor, con mujeres ante la luz
del ventanal, composición tan característica de la pintura holandesa.
Artistas figurativo, que no realista, Hopper fascina la
mirada y encandila las retinas ante cuadros como “New York pavements” (1924), “Casa
junto a la vía del tren” (1925), “Habitación en Nueva York” (1932); “Gasolina”
(1940), “Carretera de cuatro raíles” (1956), “Sol de la mañana” (1952) o “Mañana
en Carolina del sur” (1955).
Hay dos cuadros que merecen una atención singular: “Oficina
de noche” (1940) o “Reunión nocturna” (1949), que reflejan la iluminación
nocturna y cierto secretismo quizás de las reuniones de los liberales,
perseguidas por Joseph McCarthy.
Hopper,
artista lento, no pintaba mas de dos cuadros al año, y uno tan solo en los 50 no
tuvo hijos y, al morir, su viuda, todo su legado pictórico fue a parar al
Whitney Museum de Nueva York, especializado en arte norteamericano, donde los
archivos de Hopper permiten conocer la gestión y circunstancias de su creatividad.
Interesantes por novedosos los grabados y las portadas de revistas
(estas últimas en proyección digital) que Hopper hizo y que se exponen en la
muestra. Algunos de los grabados encierran la atmósfera de soledad y
aislamiento de la obra del pintor.
Hopper ha sido un artista afortunado en el pronto reconocimiento
de su valía por la crítica y en su cotización para entrar muy pronto en los
museos. No revolucionó la técnica de pintar, pero supo aportar una iluminación
fascinadora y reflejar una América que muchos americanos y foráneos reconocemos. Un artista que sin embargo, al decir de Tomás Llorens, no fue cabeza de fila de corriente artística alguna.
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