Víctor Morales Lezcano
I
Entre
la noche y la madrugada del 15 y 16 de este mes de julio, tuvo lugar un fallido
golpe de estado en Turquía.
Prácticamente a las 24 horas de haberse
iniciado la “asonada”, los medios y redes turcos daban por abortado el ensayo
del golpe de estado que protagonizó un sector de las fuerzas armadas al
servicio de la República, aquella que
fundó en 1923 Mustafa Kemal Atatürk. Un sector de las fuerzas armadas
que, descontento con la política -sensu lato- que la presidencia y los gobiernos de Turquía
vienen ejecutando desde que el AKP
(Partido de la Justicia y el Desarrollo) obtuviera su primer triunfo electoral
en noviembre de 2002, decidió sublevarse. Con respecto al programa y la trayectoria de
dicho partido político, hay quien todavía, casi catorce años después, continúa
proclamando que el triunfo en las urnas del ex alcalde de Estambul, Recep Tayyip
Erdogan, significó también el triunfo de la “nueva política” sobre la “añorada tradición” del nacionalismo
secularizador que propugnó contra viento y marea el aguerrido “padre de la
patria” (Atatürk)
Confieso que no es tarea baladí
introducirse por los vericuetos del pasado histórico (contemporáneo, en este
caso) de una nación que, como Turquía, ha sido sede de tres imperios
importantes: el romano de Oriente, luego el bizantino y, por último, el
turco-otomano. Tranquilizo, pues, al lector prometiendo no discurrir por las
aguas del Bósforo que canalizan la comunicación marítima entre dos mares -el Negro y el Mediterráneo oriental-. Sin
embargo, hagamos un escorzo histórico: es lo mínimo. Cualquier lector interesado por el campo de estudio que es acotable
con el término genérico de “procesos de transición” habidos en cualquier
sociedad del siglo XX sabe, por intuición reflexiva, que la tentación de frenar
una transición (no hablemos cuando se trata de una revolución) permanece
adormilada, aunque no diluida, en el ánimo de no pocos sujetos que integran esa
sociedad en transición. Como ejemplos canónicos: ocurrió así durante las
revoluciones rusa y turca entre 1917-1923; o en la germano-nazi e iraní a
partir de 1933 y 1979, respectivamente. Se trata, por lo general, de un doble
movimiento pendular consistente en romper y cambiar, o frenar y volver hacia
atrás. Incluso en una sociedad como la
española, hemos visto y vivido cómo no solo los nostálgicos del franquismo han
deseado parar el reloj (1975) y recolocar sus minuteros en la fecha fundacional
de la dictadura (1939). Los padres e hijos de españoles que han vivido la
transición hacia la monarquía parlamentaria y democrática, continúan aun aspirando a “reeditar” la transición de un
régimen a otro, más acabada en sus directrices y en su función progresiva. La
historia, sin embargo, no es reconfigurable. Es lección que esta misma nos
enseña constantemente.
II
El autor de estas líneas ha sido lector
ocasional de no pocas páginas sobre la revolución kemalista en Turquía. Su
interesante legado secularizador ha sido custodiado desde los años 40 del siglo
XX por la cúpula militar de la república y las fuerzas armadas a sus órdenes.
A partir de la fundación de la república
turca -recuérdese- se sepultó la
“cuestión de Oriente”. O sea, se concluyó el trazado y el destino de las
provincias árabes dependientes del imperio turco-otomano, mientras que, desde
Anatolia -no en vano Ankara pasó a ser
la capital de Turquía- Atatürk y sus herederos se consagraron a la construcción
moderna de un país de raigambre musulmana suní. Aunque orientado, precisamente
desde 1923, hacia la secularización -e,
incluso, laicización- de sus normas y costumbres.
Es muy probable -ello lo avalan especialistas consolidados de
la talla de Erik Zürcher y más
recientemente Henry J. Barkey- que el legado kemalista comenzara, en efecto, a
sufrir un endurecimiento arterial progresivo desde el final de la Segunda
Guerra Mundial. Es decir, a sufrir una de esas esclerosis que no matan, pero
que, definitivamente, reducen la capacidad de un organismo -como parece que le empezó a suceder a la
república de Atatürk, desde que se cumplieron cincuenta años de su legendaria
fundación. Fue, aproximadamente, entonces cuando empezaron a prodigarse los
golpes de estado contra la república turca entre 1970-1997. Mientras tanto, el ejército había ido
asumiendo, de cuerpo entero, la misión de salvaguardar las esencias -y las cenizas- del padre de la patria, cual
si de un superego omnipresente se tratara.
Desde las fronteras colindantes de la península
de Anatolia -la ex URSS, los pueblos del Cáucaso, la Siria fronteriza y el
conglomerado del pueblo kurdo, sin excluir a la frágil Grecia moderna- las
fuerzas militares de Turquía optaron por
cortar sin remilgos los brotes de comunismo, de rebeldes desafíos kurdos, e,
incluso, de musulmanes descarriados.
No parece un desatino recordar aquí,
empero, que en tierras del Oriente musulmán
-y en particular dentro del lebensraum
que reconocemos con el término de Oriente Medio- empezó a desatarse una oleada
de Islam radicalmente integrista y de vuelta a los orígenes (salafismo). Oleada
que vino a culminar con la Primavera Árabe desencadenada a partir de 2010-2011 en Túnez, Egipto, Siria
y Libia, entre otros países del mundo islámico. En Turquía, con una leve
antelación, nuevas corrientes y movimientos sociales mesocráticos y populares
de filiación musulmana se habían ido configurando políticamente años antes de
que en las elecciones generales de 2002, el Partido de la Justicia y el
Desarrollo obtuviese un resultado electoral victorioso; con algunos altibajos
porcentuales en los comicios sucesivos, el AKP ha salido siempre ganador.
La presidencia de la república, el
gobierno, los ministerios y la burocracia civil del barrio de Çancaya
comenzaron a poblarse de ciudadanos, eficientes sí, pero muy piadosos,
respetuosos con la tradición islámica “moderada” (término al uso fuera del
entorno islámico), tradición que no se había diluida del todo en la Turquía
profunda desde que se implantó la república secularizadora de la etapa
kemalista. Un giro hacia el pasado, compatible con el desarrollo económico de
Turquía, ha caracterizado hasta hace poco la transición del país al siglo XXI.
Se me ocurre, pues, sospechar que desde el triunfo electoral del
AKP, se ha instalado un clima de recelo primero, y de desconfianza mutua, más
tarde, entre los custodios del legado kemalista y los reformistas de nuevo
cuño, fautores de una transición de Turquía hacia los tiempos y las costumbres del
globalizador siglo XXI. De aquellos charcos, lector, es probable que vengan los
lodos del presente.
Moraleja de esta fábula: los huevos
depositados en el nido procedían de ponedoras muy opuestas. Los futuros
polluelos no tardarían demasiado en convertirse en hermanos enemigos.
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